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Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (9 page)

—¿Quién va? ¿Quién va?

Drogo se paró de golpe, desorientado. Quizá a menos de cinco metros de distancia, a la límpida luz de la luna, veía perfectamente la cara del militar y su boca estaba cerrada. Pero la cantinela no se había interrumpido. ¿De dónde venía entonces la voz?

Pensando en aquella cosa extraña, ya que el soldado seguía a la espera, Giovanni dijo mecánicamente la contraseña: «Milagro». «Miseria», respondió el centinela, y dejó el arma a sus pies.

Se produjo un inmenso silencio, en el cual navegaba más fuerte que antes el murmullo de palabras y canto.

Por fin Drogo comprendió, y un lento escalofrío corrió por su espalda. Era el agua, era una lejana cascada que corría con estruendo por los salientes de las rocas vecinas. El viento, que hacía oscilar el larguísimo chorro, el misterioso juego de los ecos, el sonido distinto de las piedras golpeadas, formaban una voz humana, la cual hablaba y hablaba: palabras de nuestra vida, que se estaba siempre a un pelo de entender, pero, en cambio, nada.

No era, pues, el soldado el que canturreaba, no un hombre sensible al frío, a los castigos y al amor, sino la montaña hostil. Qué triste equivocación, pensó Drogo, quizá todo es así, creemos que a nuestro alrededor hay criaturas semejantes a nosotros y en cambio no hay sino hielo, piedras que hablan una lengua extranjera; estamos a punto de saludar a un amigo, pero el brazo vuelve a caer inerte, la sonrisa se apaga, porque advertimos que estamos completamente solos.

El viento bate contra la espléndida capa del oficial y la sombra azul sobre la nieve se agita como una bandera. El centinela está inmóvil. La luna camina y camina, lenta, pero sin perder un solo instante, impaciente del alba. Toc, toc, late el corazón en el pecho de Giovanni Drogo.

ONCE

Casi dos años después, Giovanni Drogo dormía una noche en su habitación de la Fortaleza. Habían pasado veintidós meses sin traer nada nuevo y él se había quedado inmóvil, esperando, como si la vida debiera tener con él una especial indulgencia. Y, sin embargo, veintidós meses son largos y pueden suceder muchas cosas: hay tiempo para que se formen nuevas familias, nazcan niños y hasta empiecen a hablar, para que se alce una gran casa donde antes sólo había un prado, para que una hermosa mujer envejezca y ya nadie la desee, para que una enfermedad, incluso de las más largas, se prepare (y mientras tanto el hombre sigue viviendo despreocupado), consuma lentamente el cuerpo, se retire en breves apariencias de curación, se reanude desde más hondo, sorbiendo las últimas esperanzas; queda aún tiempo para que el muerto sea enterrado y olvidado, para que el hijo sea de nuevo capaz de reír y por la noche acompañe a las muchachas por las avenidas, inconsciente, a lo largo de las verjas del cementerio.

La existencia de Drogo, en cambio, estaba como detenida. La misma jornada, con idénticas cosas, se había repetido centenares de veces sin dar un solo paso adelante. El río del tiempo pasaba sobre la Fortaleza, agrietaba las murallas, arrastraba hacia abajo polvo y fragmentos de piedra, limaba los peldaños y las cadenas, pero sobre Drogo pasaba en vano; aún no había conseguido engancharlo en su huida.

También esa noche habría sido igual a todas las demás si Drogo no hubiera tenido un sueño. Había vuelto a ser niño y se encontraba de noche en el alféizar de una ventana.

Más allá de un profundo entrante de su casa veía la fachada de un palacio riquísimo iluminado por la luna. Y la atención de Drogo niño se veía atraída por entero hacia una alta y fina ventana, coronada por un baldaquín de mármol. La luna, entrando a través de los cristales, daba en una mesa donde había un tapete, un jarrón y algunas estatuillas de marfil. Y esos escasos objetos visibles hacían imaginar que en la oscuridad, detrás, se abría la intimidad de un vasto salón, el primero de una interminable serie, llenos de cosas valiosas, y todo el palacio dormía, con ese sueño absoluto y provocador que conocen las mansiones de la gente rica y feliz. «Qué alegría —pensó Drogo— poder vivir en esos salones, vagar durante horas descubriendo siempre nuevos tesoros».

Entre la ventana a la que estaba asomado y el maravilloso palacio —un intervalo de una veintena de metros— habían empezado a flotar mientras tanto frágiles apariencias, parecidas quizá a hadas, que arrastraban en pos de sí jirones de gasa, relucientes a la luna.

En el sueño, la presencia de tales criaturas, nunca vistas en el mundo real, no asombraba a Giovanni. Ondeaban en el aire en lentos remolinos, rozando insistentemente la fina ventana.

Por su naturaleza parecían lógicas pertenencias del palacio, pero el hecho de que no le hicieran ningún caso a Drogo, sin acercarse nunca a su casa, lo mortificaba. ¿Conque también las hadas huían de los niños corrientes para ocuparse sólo de la gente afortunada, que ni siquiera las miraba, sino que dormía indiferente bajo baldaquines de seda?

«Chist, chist… », hizo Drogo dos o tres veces, tímidamente, para llamar la atención de los fantasmas, aun sabiendo muy bien en el fondo de su corazón que sería inútil. En efecto, ninguno de ellos pareció oírlo, ninguno se acercó ni siquiera un metro a su alféizar.

Y he aquí que una de aquellas mágicas criaturas se agarró al borde de la ventana frontera con una especie de brazo y golpeó discretamente el cristal, como llamando a alguien.

No pasaron muchos instantes antes de que una frágil figura —¡cuán pequeña en comparación de la monumental ventana!— apareciera detrás de los cristales, y Drogo reconoció a Angustina, también niño.

Angustina, de una palidez impresionante, llevaba un traje de terciopelo con cuello de encaje blanco, y no parecía nada satisfecho con aquella silenciosa serenata.

Drogo pensó que su compañero, aunque sólo fuera por cortesía, lo invitaría a jugar juntos con los fantasmas. Pero no fue así. Angustina no pareció observar a su amigo y ni siquiera cuando Giovanni lo llamó: «¡Angustina! ¡Angustina!», volvió hacia él la mirada.

Con gesto cansado, su amigo abrió la ventana y se inclinó hacia el espíritu colgado del alféizar como si estuviera familiarizado con él y quisiera decirle una cosa. El espíritu hizo un ademán y, siguiendo la dirección de aquel gesto, Drogo volvió la vista hacia una gran plaza, absolutamente desierta, que se extendía ante las casas. Sobre esa plaza, a unos diez metros del suelo, avanzaba por el aire un pequeño cortejo de otros espíritus que arrastraban una silla de manos.

Hecha, aparentemente, de su misma esencia, la silla de manos rebosaba gasas y penachos. Angustina, con su típica expresión de despego y aburrimiento, la miraba acercarse; era evidente que iba en su busca.

La injusticia hería el corazón de Drogo. ¿Por qué todo para Angustina y nada para él? Si fuera otro, paciencia, pero precisamente Angustina, siempre tan soberbio y arrogante. Drogo miró las otras ventanas para ver si había alguien que pudiera acaso tomar partido por él, pero no consiguió descubrir a nadie.

Por fin la silla de manos se detuvo, bamboleándose, exactamente ante la ventana, y todos los fantasmas se encaramaron a su alrededor de un salto, formando una palpitante corona; todos se inclinaban hacia Angustina, ya no obsequiosos, sino con una curiosidad ávida y casi maligna. Abandonada a sí misma, la silla de manos se sostenía en el aire como colgada de hilos invisibles.

De golpe Drogo se vació de envidia, pues comprendió lo que estaba sucediendo. Veía a Angustina, erguido en el alféizar de la ventana, y sus ojos que miraban fijamente la silla de manos. Sí, habían ido a él los mensajeros de las hadas esa noche, ¡pero con qué embajada! La silla de manos tenía que servir para un largo viaje, pues, y no regresaría antes del alba, ni siquiera a la noche siguiente, ni la tercera noche, ni nunca. Los salones del palacio esperarían en vano a su amito, dos manos de mujer cerrarían cautamente la ventana dejada abierta por el fugitivo y también todas las demás serían atrancadas, para incubar en la oscuridad llanto y desolación.

Los fantasmas, primero amables, no habían venido, pues, a jugar con los rayos de la luna, no habían salido, inocentes criaturas, de jardines perfumados, sino que provenían del abismo.

Otro niño habría llorado, habría llamado a su madre, pero Angustina no tenía miedo y confabulaba sosegadamente con los espíritus, como para establecer ciertas modalidades que era necesario aclarar. Apretados en torno a la ventana, semejantes a pliegues de espuma, se superponían unos a otros, urgiendo al niño, y éste hacía con la cabeza sí, como para decir: está bien, está bien, perfectamente de acuerdo. Al final, el espíritu que se había agarrado primero al alféizar, quizá el jefe, hizo un pequeño gesto imperioso. Angustina, siempre con su aire aburrido, saltó el alféizar (parecía haberse vuelto ya tan leve como los fantasmas) y se sentó en la silla de manos, como un gran señor, cruzando las piernas. El racimo de fantasmas se disolvió en un ondear de gasas, la encantada carroza se puso suavemente en marcha.

Se compuso un cortejo, las apariencias hicieron una evolución semicircular en el entrante de las casas, para alzarse después al cielo, en dirección a la luna. Al describir el semicírculo la silla de manos pasó a unos metros de la ventana de Drogo, que trató de gritar, agitando los brazos: «¡Angustina! ¡Angustina!», supremo saludo.

El amigo muerto volvió entonces por fin la cabeza hacia Giovanni, mirándolo unos instantes, y a Drogo le pareció leer en él una seriedad absolutamente excesiva para un niño tan pequeño. Pero el rostro de Angustina se abría lentamente en una sonrisa de complicidad, como si Drogo y él pudieran comprender muchas cosas desconocidas para los fantasmas; unas supremas ganas de bromear, la última ocasión para demostrar que él, Angustina, no necesitaba la compasión de nadie… Un episodio insignificante, parecía decir, sería estúpido asombrarse.

Al llevárselo la silla de manos, Angustina apartó la vista de Drogo y volvió la cabeza hacia adelante, en dirección al cortejo, con una especie de curiosidad divertida y desconfiada. Parecía que probaba por primera vez un juguete que no le interesaba demasiado, pero que por educación no había podido rechazar.

Así se alejó en la noche, con nobleza casi inhumana. No echó un vistazo a su palacio, ni a la plaza de debajo, o a las otras casas, o a la ciudad donde había vivido. El cortejo se fue serpenteando lentamente en el cielo, cada vez más alto; se convirtió en una confusa estela, después en un mínimo mechón de niebla, después en nada.

La ventana había quedado abierta, los rayos de la luna iluminaban aún la mesa, el jarrón, las estatuillas de marfil, que habían seguido durmiendo. Allá dentro, en otra habitación, tendido en la cama, a la luz temblorosa de los cirios, quizá estaba tendido un pequeño cuerpo humano carente de vida, cuyo rostro se parecía a Angustina; y debía de tener un traje de terciopelo, un gran cuello de encaje, en los blancos labios congelada una sonrisa.

DOCE

Al día siguiente Giovanni Drogo mandó la guardia en el Reducto Nuevo. Era éste un fortín apartado, a tres cuartos de hora de camino de la Fortaleza, en la cima de un cono rocoso que dominaba la llanura de los Tártaros. Era la plaza fuerte más importante, completamente aislada, y debía dar la alarma si se aproximaba alguna amenaza.

Drogo salió por la tarde de la Fortaleza al mando de unos setenta hombres; se necesitaban tantos soldados porque los puestos de centinela eran diez, sin contar dos cañoneras. Era la primera vez que ponía el pie al otro lado del paso, prácticamente se estaba ya fuera de los confines.

Giovanni pensaba en las responsabilidades del servicio, pero sobre todo meditaba en el sueño sobre Agustina. Este sueño le había dejado en el ánimo una obstinada resonancia. Le parecía que en él debía haber oscuros lazos con las cosas futuras, aunque no fuera especialmente supersticioso.

Entraron en el Reducto Nuevo, se hizo el cambio de centinelas, después la guardia saliente se marchó y desde el borde de la terraza Drogo se quedó observándola mientras se alejaba en medio de las paredes rocosas. La Fortaleza desde allí parecía un larguísimo muro, una simple muralla con nada detrás. Los centinelas ni se distinguían, porque estaban demasiado lejos. Sólo era visible de vez en cuando la bandera, cuando la agitaba el viento.

Durante veinticuatro horas, en el solitario reducto, el único comandante de puesto sería Drogo. Ocurriera lo que ocurriera, no se podía pedir socorro. Aunque hubieran llegado enemigos, el fortín tenía que bastarse a sí mismo. El propio rey, durante veinticuatro horas, contaba menos dentro de aquellas murallas que Giovanni Drogo.

Esperando que llegase la noche, Giovanni se quedó mirando la llanura septentrional. Desde la Fortaleza sólo había podido ver un pequeño triángulo, por culpa de las montañas de delante. Ahora la podía divisar toda, en cambio, hasta los últimos límites del horizonte, donde se estancaba la habitual barrera de niebla. Era una especie de desierto, empedrado de rocas, con manchas aquí y allá de bajas matas polvorientas. A la derecha, al fondo de todo, una tira negra podía ser incluso un bosque. A los costados, la áspera cadena de montañas. Las había bellísimas, con inmensos murallones cortados a plomo y la cumbre blanca con la primera nieve otoñal. Pero nadie las miraba: todos, Drogo y los soldados, tendían instintivamente a mirar hacia el norte, a la desolada llanura, carente de sentido y misteriosa.

Fuese la idea de estar completamente solo al mando del fortín, fuese la visión de la deshabitada landa, fuese el recuerdo del sueño de Angustina, Drogo sentía ahora crecer a su alrededor, con el dilatarse de la noche, una sorda inquietud.

Era una tarde de octubre de tiempo inseguro, con manchas de luz rojiza diseminadas aquí y allá sobre la tierra, reflejadas de no se sabía dónde, y progresivamente tragadas por el crepúsculo de color plomo.

Como de ordinario, con la puesta del sol entraba en el ánimo de Drogo una especie de poética animación. Era la hora de las esperanzas. Y él volvía a meditar sobre las heroicas fantasías tantas veces construidas en los largos turnos de guardia y perfeccionadas cada día con nuevos detalles. En general pensaba en una desesperada batalla entablada por él, con muy pocos hombres, contra innumerables fuerzas enemigas; como si esa noche el Reducto Nuevo hubiera sido sitiado por millares de tártaros. Él resistía durante días y días, casi todos sus compañeros morían o resultaban heridos; un proyectil le había alcanzado también a él, una herida grave, pero no del todo, que le permitía seguir todavía al mando. Y he aquí que los cartuchos están a punto de acabarse, él intenta una salida a la cabeza de los últimos hombres, una venda rodea su frente; y entonces por fin llegan los refuerzos, el enemigo se desbanda y emprende la huida, él cae agotado, estrechando el sable ensangrentado. Pero alguien lo llama: «Teniente Drogo, teniente Drogo», llama, lo sacude para reanimarlo. Y él, Drogo, abre lentamente los ojos: el rey, el rey en persona está inclinado sobre él y le llama valiente.

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