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Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (6 page)

¿Queda aún mucho? No, basta con atravesar aquel río de allá al fondo, con franquear aquellas verdes colinas. ¿No habremos llegado ya, por casualidad? ¿No son quizá estos árboles, estos prados, esta blanca casa lo que buscábamos? Por unos instantes da la impresión de que sí y uno quisiera detenerse. Después se oye decir que delante es mejor, y se reanuda sin pensar el camino.

Así se continúa andando en medio de una espera confiada, y los días son largos y tranquilos, el sol resplandece alto en el cielo y parece que nunca tiene ganas de caer hacia poniente.

Pero en cierto punto, casi instintivamente, uno se vuelve hacia atrás y ve que una verja se ha atrancado a sus espaldas, cerrando la vía del retorno. Entonces se siente que algo ha cambiado, el sol ya no parece inmóvil, sino que se desplaza rápidamente, ¡ay!, casi no da tiempo de mirarlo y ya se precipita hacia el límite del horizonte; uno advierte que las nubes ya no se estancan en los golfos azules del cielo, sino que huyen superponiéndose unas a otras, tanta es su prisa; uno comprende que el tiempo pasa y que el camino un día tranquilo tendrá que acabar también.

Cierran en cierto punto a nuestras espaldas una pesada verja, la cierran con velocidad fulminante y no da tiempo de regresar. Pero Giovanni Drogo en ese momento dormía, ignorante, y sonreía en sueños como hacen los niños.

Pasarán días antes de que Drogo comprenda lo que ha sucedido. Será entonces como un despertar. Mirará a su alrededor, incrédulo; después oirá un pataleo de pasos que llegan a sus espaldas, verá la gente que, despertada antes que él, corre afanosa y se le adelanta para llegar primero. Oirá el latido del tiempo escandir ávidamente la vida. A las ventanas ya no se asomarán risueñas figuras, sino rostros inmóviles e indiferentes. Y si él pregunta cuánto camino queda, ellos señalarán de nuevo al horizonte, sí, pero sin ninguna bondad ni alegría. Mientras tanto los compañeros se perderán de vista, alguno se queda atrás, agotado; otro ha escapado delante; ahora ya no es sino un minúsculo punto en el horizonte.

Detrás de aquel río —dirá la gente—, diez kilómetros más y habrás llegado. Pero nunca se acaba, los días se hacen cada vez más breves, los compañeros de viaje más escasos; en las ventanas hay apáticas figuras pálidas que sacuden la cabeza.

Hasta que Drogo se quede completamente solo y aparezca en el horizonte la franja de un inmenso mar azul, de color plomo. Ahora estará cansado, las casas a lo largo del camino tendrán casi todas las ventanas cerradas y las escasas personas visibles le responderán con un gesto desconsolado: lo bueno estaba detrás, muy detrás, y él ha pasado por delante sin saberlo. ¡Oh!, es demasiado tarde ya para regresar, detrás de él se amplía el estruendo de la multitud que lo sigue, empujada por idéntica ilusión, pero aún invisible por el blanco camino desierto.

Giovanni Drogo ahora duerme en el interior del tercer reducto. Sueña y sonríe. Por última vez llegan a él, en la noche, las dulces imágenes de un mundo completamente feliz. ¡Ay! Si pudiera verse a sí mismo, como estará un día, allá donde el camino acaba, parado a la orilla del mar de plomo, bajo un cielo gris y uniforme, y a su alrededor ni una casa, ni un hombre, ni un árbol, ni siquiera una brizna de hierba, y todo así desde tiempo inmemorial…

SIETE

Llegó por fin de la ciudad el cajón con la ropa del teniente Drogo. Entre otras cosas había una capa novísima, de extraordinaria elegancia. Drogo se la puso y se miró palmo a palmo en el pequeño espejo de su habitación. Aquello le pareció un vivo lazo con su mundo; pensó con satisfacción que todos lo mirarían, tan espléndida era la tela, tan orgullosos los pliegues que resultaban.

Pensó que no debía echarla a perder para el servicio de la Fortaleza, en las noches de guardia, entre los muros húmedos. También era de mal agüero ponérsela allá arriba por primera vez, como admitiendo que no tendría ocasiones mejores. Pero le disgustaba que no se la vieran y, aunque no hacía frío, quiso ponérsela al menos para ir al sastre del regimiento, al que le compraría otra de un tipo más corriente.

Salió, pues, de su habitación y echó a andar escaleras arriba, observando, donde la luz lo permitía, la elegancia de su sombra. Sin embargo, a medida que se adentraba por el corazón de la Fortaleza, la capa parecía perder en cierto modo su inicial esplendor. Drogo, además, se dio cuenta de que no conseguía llevarla con naturalidad; le parecía algo extraño, que llamaba la atención.

Le agradó, por tanto, que las escaleras y los corredores estuvieran casi desiertos. Un capitán al que encontró finalmente respondió a su saludo sin una mirada más de lo necesario. Ni siquiera los escasos soldados volvían la vista para mirarlo.

Bajó por una angosta escalera de caracol, excavada en el cuerpo de una muralla, y sus pasos resonaban por arriba y por abajo como si hubiera otra gente. Los preciosos faldones de la capa golpeaban, oscilando, los blancos mohos de los muros.

Drogo llegó así a los subterráneos. El taller del sastre Prosdocimo estaba situado en un sótano. Un rayo de luz bajaba, en los días buenos, de una pequeña ventanita al nivel del suelo, pero aquella tarde habían encendido ya las luces.

—Buenas noches, mi teniente —dijo Prosdocimo, el sastre del regimiento, en cuanto lo vio entrar.

En la gran habitación sólo había algunos pequeños trechos iluminados: una mesa donde escribía un vejete, la mesa donde trabajaban tres jóvenes ayudantes. Todo alrededor colgaban flojos, con siniestro abandono de ahorcados, decenas y decenas de uniformes, gabanes y capas.

—Buenas noches —respondió Drogo—. Quisiera una capa, una capa que no cueste mucho, quisiera, basta con que dure cuatro meses.

—Déjeme ver —dijo el sastre con una sonrisa de desconfiada curiosidad, cogiendo un borde de la capa de Drogo y llevándolo hacia la luz; su graduación era la de brigada, pero su calidad de sastre parecía concederle el derecho de cierta irónica familiaridad con los superiores—. Buena tela, buena… Le habrá costado un ojo de la cara, imagino; allá en la ciudad no se andan con bromas —echó una ojeada de conjunto, de hombre que sabe de su oficio, meneó la cabeza haciendo temblar las mejillas llenas y sanguíneas. Lástima que…

—Lástima ¿de qué?

—Lástima que el cuello sea tan bajo, es poco militar.

—Se usa así ahora —dijo Drogo con superioridad.

—La moda dirá que cuello bajo —dijo el sastre—, pero con nosotros, los militares, la moda no tiene nada que ver. La moda ha de ser el reglamento, y el reglamento dice «el cuello de la capa pegado al cuello, en forma de tira, de siete centímetros de ancha». Quizá usted crea, mi teniente, que yo soy un sastrecillo de poca monta, al verme en este agujero.

—¿Por qué? —dijo Drogo—. Nada de eso, al contrario.

—Usted probablemente cree que soy un sastrecillo de poca monta. Pero muchos oficiales me aprecian, incluso en la ciudad, y oficiales importantes. Estoy aquí arriba de forma ab-so-lu-ta-men-te pro-vi-sio-nal —y destacó las dos últimas palabras, como premisa de gran importancia.

Drogo no sabía qué decir.

—Espero marcharme de un día a otro —continuaba Prosdocimo—. Si no fuera por el coronel, que no quiere dejarme ir… Pero ¿de qué os reís vosotros?

En efecto, en la penumbra se había oído la risa sofocada de los tres ayudantes; ahora habían inclinado la frente, exageradamente atentos al trabajo. El vejete seguía escribiendo, ocupándose en lo suyo.

—¿Qué os daba tanta risa? —repitió Prosdocimo—. Sois tipos demasiado listos vosotros. Un día u otro os daréis cuenta.

—Ya —dijo Drogo—, ¿qué les daba tanta risa?

—Son unos estúpidos —dijo el sastre—. Mejor no hacerles caso.

En ese momento se oyeron pasos que bajaban por las escaleras y apareció un soldado. A Prosdocimo lo llamaban arriba, el brigada del almacén de vestuario.

—Discúlpeme, mi teniente —dijo el sastre—. Es un asunto del servicio. Dentro de dos minutos estoy de regreso.

Y siguió al soldado de arriba.

Drogo se sentó, preparándose para esperar. Al marcharse el jefe, los tres ayudantes habían interrumpido el trabajo. El vejete alzó por fin los ojos de sus papeles, se puso de pie, se acercó cojeando a Giovanni.

—¿Lo ha oído? —le preguntó con extraño acento, haciendo un ademán para señalar al sastre que había salido. ¿Lo ha oído? ¿Sabe, mi teniente, cuántos años hace que está aquí, en la Fortaleza?

—No tengo ni idea…

—Quince años, mi teniente, quince condenados años, y sigue repitiendo la consabida historia: estoy aquí de forma provisional, de un día a otro espero…

Alguien rezongó en la mesa de los ayudantes. Ése debía ser su habitual objeto de risa. El vejete ni siquiera hizo caso.

—Y, en cambio, nunca se moverá de aquí —dijo—. Él, el señor coronel y otros muchos se quedarán aquí hasta que revienten; es una especie de enfermedad; tenga cuidado usted, mi teniente, que es nuevo; usted, que está recién llegado, tenga cuidado mientras aún está a tiempo…

—¿Tener cuidado de qué?

—De irse en cuanto pueda, de no coger su manía.

Drogo dijo:

—Yo estoy aquí sólo por cuatro meses, no tengo la menor intención de quedarme.

El vejete dijo:

—Tenga cuidado igual, mi teniente. La cosa empezó con el coronel Filimore. Se preparan grandes acontecimientos, empezó a decir, lo recuerdo perfectamente, hará ya dieciocho años. «Acontecimientos», eso decía. Ésa es su frase. Se le metió en la cabeza que la Fortaleza es importantísima, mucho más importante que todas las demás, que en la ciudad no entienden nada.

Hablaba despacio, entre una palabra y otra tenía tiempo de insinuarse el silencio.

—Se le metió en la cabeza que la Fortaleza es importantísima, que debe suceder algo.

Drogo sonrió:

—¿Que suceda algo? ¿Quiere decir una guerra?

—¿Quién sabe? Puede ser, incluso una guerra.

—¿Una guerra del lado del desierto?

—Del lado del desierto, probablemente —confirmó el vejete.

—Pero ¿quién? ¿Quién debería venir?

—¿Qué quiere que sepa yo? No vendrá nadie, claro. Pero el coronel en jefe estudió los mapas, dice que aún hay tártaros, dice, un resto del antiguo ejército que se entrega al pillaje aquí y allá.

En la penumbra se oyó una risa idiota de los tres ayudantes.

—Y aún está aquí, esperando —prosiguió el vejete—. Mire al coronel, al capitán Stizione, al capitán Ortiz, al teniente coronel, cada año va a suceder algo, siempre igual, hasta que les llegue el retiro —se interrumpió, dobló la cabeza a un lado, como para escuchar—. Me parecía oír pasos —dijo, pero no se oía a nadie.

—No oigo nada —dijo Drogo.

—¡Hasta Prosdocimo! —dijo el vejete—. Es un simple brigada, el sastre del regimiento, pero se ha unido a ellos.

También él espera, hace ya quince años… Pero usted no está convencido, mi teniente, lo veo, usted se calla y piensa que son todo cuentos —agregó casi suplicante—: Tenga cuidado, le digo, se dejará usted sugestionar, también usted acabará quedándose, basta con mirarle a los ojos.

Drogo callaba, le parecía indigno de un oficial confiarse con un pobre hombre.

—Pero usted —dijo—, ¿qué hace entonces?

—¿Yo? —dijo el vejete—. Yo soy su hermano, trabajo aquí con él.

—¿Su hermano? ¿Su hermano mayor?

—Claro —sonrió el vejete—, su hermano mayor. También yo fui militar en tiempos, después me rompí una pierna, estoy reducido a esto.

En el silencio subterráneo Drogo sintió entonces los golpes de su corazón, que se había puesto a latir con fuerza. ¿De modo que también el vejete agazapado en el sótano haciendo cuentas, también aquella oscura y humilde criatura esperaba un destino heroico? Giovanni lo miraba a los ojos y el otro sacudió un poco la cabeza con amarga añoranza, como indicando que sí, que no había remedio: así estamos hechos —parecía decir— y no tenemos cura.

Quizá debido a que en alguna parte de la escalera se había abierto una puerta, se oían ahora, filtradas por los muros, lejanas voces humanas de indefinible origen; de vez en cuando cesaban dejando un vacío, poco después volvían a aflorar, iban y venían, como una lenta respiración de la Fortaleza.

Ahora Drogo comprendía por fin. Miraba las sombras múltiples de los uniformes colgados, que temblaban con el oscilar de las luces, y pensó que en ese mismo momento el coronel, en el secreto de su oficina, había abierto la ventana hacia el norte. Estaba seguro: en una hora tan triste como aquélla por la oscuridad y el otoño, el comandante de la Fortaleza miraba hacia el septentrión, hacia las negras simas del valle.

Del desierto del norte tenía que llegar su fortuna, la aventura, la hora milagrosa que al menos una vez le toca a cada uno. Por esa posibilidad vaga, que parecía volverse cada vez más incierta con el tiempo, hombres hechos y derechos consumían allá arriba la mejor parte de su vida.

No se habían adaptado a la existencia común, a las alegrías de la gente normal, a un semidestino; unos al lado de otros vivían con idéntica esperanza, sin decir nunca una palabra de ella, porque no se daban cuenta o simplemente porque eran soldados, con el celoso pudor de la propia alma.

Quizá también Tronk, probablemente. Tronk seguía los artículos del reglamento, la disciplina matemática, el orgullo de la responsabilidad escrupulosa, y se hacía la ilusión de que eso le bastaba. Mas si le hubieran dicho: siempre así mientras vivas, todo igual hasta el final, también él habría despertado. Imposible, habría dicho. Algo distinto tendrá que venir, algo verdaderamente digno, como para poder decir: ahora, aunque haya acabado, paciencia.

Drogo había comprendido su fácil secreto y con alivio pensó que estaba al margen, espectador incontaminado. Dentro de cuatro meses, gracias a Dios, los dejaría para siempre. Las oscuras fascinaciones de la vieja bicoca se habían disuelto ridículamente. Eso pensaba. Pero ¿por qué el vejete seguía mirándolo, y con aquella expresión ambigua? ¿Por qué Drogo sentía deseos de silbar un poco, de beber vino, de salir al aire? ¿Quizá para demostrarse a sí mismo que era verdaderamente libre y estaba tranquilo?

OCHO

He aquí los nuevos amigos de Drogo: los tenientes Cario Morel, Pietro Angustina, Francesco Grotta, Max Lagorio. Están sentados con él en el comedor, en esta hora vacía. Sólo queda un camarero, apoyado en la jamba de una lejana puerta, y los retratos de los ex coroneles, alineados en las paredes de alrededor, inmersos en la penumbra. Ocho botellas negras sobre el mantel, en el desorden de la cena acabada.

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