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Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (5 page)

En la práctica, los oficiales y suboficiales de servicio de guardia recorrían el borde de sus propias murallas sin formalismos; los soldados los conocían bien de vista y habría parecido ridículo intercambiarse la contraseña. Sólo con Tronk los soldados seguían el reglamento al pie de la letra.

Era bajo y delgado, con una cara de vejete, el pelo rapado; hablaba poquísimo, incluso con sus colegas, y en sus horas libres prefería en general quedarse solo, estudiando música. Era su manía, hasta el punto de que el maestro de la banda, el brigada Espina, era quizá su único amigo. Poseía una buena armónica, pero no la tocaba casi nunca, aunque la leyenda decía que era buenísimo; estudiaba armonía y decían que había escrito marchas militares. Pero no se sabía nada concreto.

No había peligro, cuando estaba de servicio, de que se pusiera a silbar, como era su costumbre durante el descanso. Normalmente caminaba a lo largo de las almenas, escrutando el valle del norte, en busca de quién sabe qué. Ahora estaba al lado de Drogo y le indicaba el camino de herradura que, a lo largo de abruptas pendientes, llevaba al Reducto Nuevo.

—Ahí tiene la guardia saliente —decía Tronk, señalando con el índice derecho; pero Drogo no logró distinguirla en la penumbra del crepúsculo. El sargento primero meneó la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó Drogo.

—Pasa que el servicio así no marcha, siempre lo he dicho, es de locos —respondió Tronk.

—Pero ¿qué ha ocurrido?

—El servicio así no marcha —repitió Tronk—, tendrían que hacerlo primero, el relevo, en el Reducto Nuevo. Pero el señor coronel no quiere.

Giovanni lo miró asombrado. ¿Era posible que Tronk se permitiera criticar al coronel?

—El señor coronel —continuó el sargento primero con profunda seriedad y convicción, y desde luego no para rectificar sus últimas palabras— tiene toda la razón desde su punto de vista. Pero nadie le ha explicado el peligro.

—¿El peligro? —preguntó Drogo. ¿Qué peligro podía haber en trasladarse de la Fortaleza al Reducto Nuevo por aquel cómodo sendero en una localidad tan desierta?

—El peligro —repitió Tronk—. Un día u otro sucederá algo con esta oscuridad.

—¿Y qué habría que hacer? —preguntó Drogo, por mostrarse amable; toda aquella historia le interesaba muy relativamente.

—En tiempos —dijo el sargento primero, muy contento de poder alardear de su competencia—, en tiempos, en el Reducto Nuevo la guardia se cambiaba dos horas antes que en la Fortaleza. Siempre de día, incluso en invierno; y además el asunto de la contraseña estaba más simplificado. Se necesitaba una para entrar en el Reducto, y se necesitaba la contraseña nueva para el día de guardia y el regreso a la Fortaleza. Bastaba con dos. Cuando la guardia saliente estaba de regreso en la Fortaleza, aún no había entrado aquí la guardia nueva y valía todavía la contraseña.

—Ya, ya entiendo —decía Drogo, renunciando a seguirlo.

—Pero después tuvieron miedo —contaba Tronk—. Es imprudente, decían, dejar sueltos, fuera de los confines, tantos soldados que saben la contraseña. Nunca se sabe, decían, es más fácil que traicione un soldado entre cincuenta que un solo oficial.

—Sí, claro —asintió Drogo.

—Y entonces pensaron: mejor que la contraseña la sepa sólo el comandante del puesto. Así, ahora salen de la Fortaleza tres cuartos de hora antes del relevo. Supongamos que es hoy. El relevo general se ha hecho a las seis. La guardia para el Reducto Nuevo se ha marchado de aquí a las cinco y cuarto, y ha llegado allá a las seis en punto. Para salir de la Fortaleza no necesita la contraseña, porque es una sección formada. Para entrar en el Reducto necesitaba la contraseña de ayer, y ésa la sabía sólo el oficial. Hecho el relevo en el Reducto, comienza la contraseña de hoy, y ésa también la sabe sólo el oficial. Y dura veinticuatro horas, hasta que llega la nueva guardia a hacer el relevo. Mañana por la tarde, cuando los soldados regresen (podrán llegar a las seis y media, el camino de vuelta es menos fatigoso), en la Fortaleza habrá cambiado la contraseña. De modo que se necesita una tercera. El oficial tiene que saber tres: la que sirve para la ida, la que se gasta en el servicio y la tercera para la vuelta. Y todas estas complicaciones para que los soldados, mientras están por el camino, no sepan nada.

»Y yo digo —continuaba, sin preocuparse de si Drogo le hacía caso—, yo digo: si la contraseña la sabe sólo el oficial y, supongamos, se siente mal por el camino, ¿qué hacen los soldados? No podrán obligarlo a hablar. Y tampoco pueden volver al sitio del que han salido, porque mientras tanto también allí ha cambiado la contraseña. ¿No piensan en eso? Y además, ellos, que tanto buscan el secreto, no se dan cuenta de que así se necesitan tres contraseñas en lugar de dos, y que la tercera, para regresar al día siguiente a la Fortaleza, se pone en circulación más de veinticuatro horas antes… Suceda lo que suceda, están obligados a mantenerla, si no la guardia no puede volver a entrar.

—Pero —objetó Drogo— en la puerta los reconocerán, ¿no? ¡Verán perfectamente que es la guardia saliente!

Tronk miró al teniente con cierto tono de superioridad:

—Eso es imposible, mi teniente. Es la regla en la Fortaleza. Por la parte del norte nadie puede entrar sin contraseña, sea quien sea.

—Pero, entonces —dijo Drogo, irritado por aquel absurdo rigor—, entonces, ¿no sería más sencillo dar una contraseña especial para el Reducto Nuevo? Hacen el relevo primero, y la contraseña para regresar se le dice sólo al oficial. Así los soldados no saben nada.

—Claro —dijo el suboficial, casi triunfante, como si hubiera estado al acecho de esa objeción—. Quizá fuera la mejor solución. Pero habría que cambiar el reglamento, se necesitaría una ley. El reglamento dice —entonó la voz con cadencia didáctica—: «La contraseña dura veinticuatro horas desde un relevo de la guardia al sucesivo; una sola contraseña rige en la Fortaleza y sus dependencias». Dice precisamente «sus dependencias». Habla claro. No cabe ningún truco.

—Pero en tiempos —dijo Drogo, que al principio no había estado atento—, ¿se hacía antes el relevo en el Reducto Nuevo?

—¡Seguro! —exclamó Tronk, y luego se corrigió—. Sí, mi teniente. Esta historia viene de hace dos años. Antes era mucho mejor.

El suboficial calló, Drogo lo miraba espantado. Tras veintidós años de Fortaleza, ¿qué quedaba de aquel soldado? ¿Recordaba aún Tronk que existían, en alguna parte del mundo, millones de hombres semejantes a él que no vestían uniforme? Que vagaban libres por la ciudad y por la noche podían, a su placer, meterse en la cama o ir a una taberna o al teatro… No (al mirarlo se comprendía perfectamente), Tronk se había olvidado de los demás hombres, para él no existía sino la Fortaleza con sus odiosos reglamentos. Tronk ya no recordaba cómo sonaban las dulces voces de las muchachas, ni cómo eran los jardines, ni los ríos, ni otros árboles que los endebles y escasos arbustos diseminados por las cercanías de la Fortaleza. Tronk miraba, sí, hacia septentrión, pero no con el ánimo de Drogo; él contemplaba el sendero del Reducto Nuevo, el foso y la contraescarpa, inspeccionaba las posibles vías de acceso, pero no las salvajes rocas, ni aquel triángulo de llanura misteriosa, y mucho menos las nubes blancas que navegaban por el cielo ya casi nocturno.

Así, mientras llegaba la oscuridad, se apoderaba nuevamente de Drogo el deseo de huir. ¿Por qué no se había ido en seguida?, se reprochaba. ¿Por qué había cedido a la meliflua diplomacia de Matti? Ahora tenía que esperar que se consumieran cuatro meses, ciento veinte larguísimos días, la mitad de ellos de guardia en las murallas. Le pareció encontrarse entre hombres de otra raza, en una tierra extranjera, mundo duro o ingrato. Miró a su alrededor, reconoció a Tronk, que, inmóvil, observaba a los centinelas.

SEIS

Ya había caído la noche. Drogo estaba sentado en la desnuda habitación del reducto y se había hecho llevar papel, tinta y pluma para escribir.

«Querida mamá», comenzó a escribir, e inmediatamente se sintió como cuando era niño. Solo, a la luz de un farol, mientras nadie lo veía, en el corazón de la Fortaleza desconocida para él, lejos de su casa, de todas las cosas familiares y buenas, le parecía un consuelo poder al menos abrir completamente su corazón.

Con los demás, con sus colegas oficiales, tenía que aparentar ser un hombre, tenía que reír con ellos y contar historias jactanciosas de militares y mujeres. ¿A quién, sino a su madre, podía decirle la verdad? Y la verdad de Drogo esa noche no era una verdad de valiente soldado, no era probablemente digna de la austera Fortaleza, sus camaradas se habrían reído de ella. La verdad era el cansancio del viaje, la opresión de los tétricos muros, el sentirse completamente solo.

«He llegado agotado después de dos días de camino —así le escribiría—, y, al llegar, he sabido que si quería podía regresar a la ciudad. La Fortaleza es melancólica, no hay pueblos cercanos, no hay ninguna diversión y ninguna alegría. » Eso le escribiría.

Pero Drogo se acordó de su madre, a esas horas ella pensaba en él y se consolaba con la idea de que el hijo lo estaba pasando bien, con amigos simpáticos y acaso, quién sabe, en amable compañía. Desde luego, ella lo creía satisfecho y sereno.

«Querida mamá —escribió su mano—. He llegado anteayer tras un viaje espléndido. La Fortaleza es grandiosa… » Oh, darle a entender la sordidez de aquellas murallas, aquel aire vago de castigo y exilio, aquellos hombres ajenos y absurdos. Y, en cambio: «Los oficiales me han acogido cariñosamente —escribía—. Incluso el comandante, ayudante del coronel, ha sido muy amable y me ha dejado en entera libertad de regresar a la ciudad si quería. Pero yo…».

Quizá en ese momento su madre andaba por su habitación abandonada, abría un cajón, ponía en orden algunos de sus trajes viejos, los libros, la escribanía; los había ordenado ya muchas veces, pero le parecía encontrar así en parte la viva presencia de él, como si fuera a volver a casa, como de costumbre, antes de cenar. Le parecía oírlo, el conocido rumor de sus pasitos inquietos que se dirían preocupados siempre por alguien. ¿Cómo iba a tener valor para amargarla? Si hubiera estado a su lado, en la misma habitación, absortos bajo la luz familiar, entonces sí que Giovanni se lo habría dicho todo, y ella no habría tenido tiempo de contristarse, porque él estaba a su lado y lo peor había pasado ya. Pero así, de lejos, ¿por carta? Sentado a su lado, ante la chimenea, en la consoladora tranquilidad de la antigua casa, entonces sí que le habría hablado del comandante Matti y de sus insidiosas lisonjas, de las manías de Tronk… Le habría dicho cuán estúpidamente había aceptado quedarse cuatro meses, y probablemente ambos se habrían reído de ello. Pero ¿cómo hacer, desde tan lejos?

«Pero yo —escribía Drogo— he creído conveniente para mí y para mi carrera quedarme algún tiempo aquí arriba… Además, la compañía es muy simpática, el servicio fácil y nada fatigoso. » ¿Y su habitación, el ruido del aljibe, el encuentro con el capitán Ortiz y la desolada tierra del norte? ¿No tenía que explicarle los férreos reglamentos de la guardia, el desnudo reducto donde se encontraba? No, ni siquiera con su madre podía ser sincero, ni siquiera confesarle a ella los oscuros temores que no le dejaban en paz.

En su casa, en la ciudad, los relojes, uno tras otro, con voces distintas, daban ahora las diez; con los toques tintineaban levemente los vasos en los aparadores, de la cocina llegaba el eco de una carcajada, del otro lado de la calle el sonido de un piano. A través de una estrechísima ventanita, casi una tronera, Drogo podía, desde el sitio donde estaba sentado, echar un vistazo al valle del norte, aquella tierra triste; pero ahora no se veía más que oscuridad. La pluma rechinaba un poco. Aunque triunfaba la noche, el viento empezaba a soplar entre las almenas trayendo ignotos mensajes, aunque dentro del reducto se amontonaban densas las tinieblas y el aire era húmedo e ingrato, «en conjunto estoy muy contento y me encuentro muy bien», escribía Giovanni Drogo.

Desde las nueve de la noche al alba, cada media hora sonaba una campana en el cuarto reducto, en el extremo derecho del desfiladero, donde acababan las murallas. Sonaba una pequeña campana y en seguida el último centinela llamaba al camarada más próximo; la llamada corría en la noche desde éste al soldado siguiente, y después avanzaba hasta el extremo opuesto de las murallas, de reducto en reducto, a través del fuerte y a lo largo del conjunto de bastiones. «¡Alerta! ¡Alerta!». Los centinelas no ponían el menor entusiasmo en el grito, lo repetían mecánicamente, con extraños timbres de voz.

Tendido en el camastro, sin haberse desnudado, Giovanni Drogo, invadido por una creciente pesadez, sentía llegar a intervalos, desde lejos, aquel grito. «Aé…, aé…, aé… », le llegaba sólo. Se hacía cada vez más fuerte, pasaba sobre él con la máxima intensidad, se alejaba hacia otra parte, hundiéndose poco a poco en la nada. Dos minutos después estaba de regreso, devuelto, como contraprueba, desde el primer fortín de la izquierda. Drogo lo oía acercarse una vez más, a pasos lentos e iguales: «aé…, aé…, aé… ». Sólo cuando estaba sobre él, repetido por sus propios centinelas, conseguía distinguir la palabra. Pero pronto el «¡alerta!» se confundía de nuevo en una especie de lamento que moría por fin en el último centinela, junto al pedestal de las rocas.

Giovanni oyó llegar la llamada cuatro veces, y cuatro veces volver a bajar por los bordes del fuerte hasta el punto de donde había salido. A la quinta, a la conciencia de Drogo llegó sólo una vaga resonancia que provocó en él un leve estremecimiento. Se le pasó por la cabeza que no estaba bien, en un oficial de guardia, dormir; el reglamento lo permitía a condición de que no se desvistiera, pero casi todos los oficiales jóvenes de la Fortaleza, por una especie de elegante altanería, se quedaban despiertos toda la noche, leyendo, fumando cigarros, visitándose también abusivamente unos a otros y jugando a las cartas. Tronk, a quien antes Giovanni le había pedido información, le había dado a entender que era una buena norma estar despierto.

Tendido en el camastro, fuera del halo de la lámpara de petróleo, mientras fantaseaba sobre su propia vida, a Giovanni Drogo lo asaltó repentinamente el sueño. Y mientras tanto, precisamente esa noche —oh, si lo hubiera sabido, quizá no tendría ganas de dormir—, precisamente esa noche comenzaba para él la irreparable fuga del tiempo.

Hasta entonces había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años discurren lentos y con paso ligero, de modo que nadie nota su marcha. Se camina plácidamente, mirando con curiosidad alrededor, no hay ninguna necesidad de apresurarse, nadie nos hostiga por detrás y nadie nos espera, también los compañeros avanzan sin aprensiones, parándose a menudo a bromear. Desde las casas, en las puertas, las personas mayores saludan benignas, y hacen gestos indicando el horizonte con sonrisas de inteligencia; así el corazón empieza a latir con heroicos y tiernos deseos, se saborea la víspera de las cosas maravillosas que se esperan más adelante; aún no se ven, no, pero es seguro, absolutamente seguro, que un día llegaremos a ellas.

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