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Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (18 page)

—Una idea magnífica —dijo Drogo, que sentía un nudo amargo en la garganta—. He oído que ésta es la mejor estación en Holanda. Dicen que hay llanuras llenas de tulipanes en flor.

—Oh, sí, debe ser bellísimo —aprobaba María.

—En vez de trigo cultivan rosas —continuaba Giovanni con leve ondulación de la voz—, millones y millones de rosas hasta perderse de vista, y sobre ellas se ven los molinos de viento, todos recién pintados de vivos colores.

—¿Recién pintados? —preguntó María, que empezaba a entender la broma—. ¿Qué quieres decir?

—Eso cuentan —respondió Giovanni—. Hasta lo he leído en un libro.

La franja de sol, tras recorrer toda la alfombra, subía ahora progresivamente a lo largo de la taracea de un escritorio. La tarde ya moría, la voz del piano se había vuelto débil, fuera del jardín un pajarillo aislado volvía a cantar. Drogo contemplaba los morillos de la chimenea, exactamente iguales a un par que había en la Fortaleza; la coincidencia le daba un sutil consuelo, como si demostrase que, después de todo, Fortaleza y ciudad eran un solo mundo, con iguales hábitos de vida. Pero aparte los morillos, Drogo no había conseguido descubrir nada en común.

—Debe ser bonito, sí —dijo María, bajando los ojos—. Pero ahora que estamos a punto de partir, se me han quitado las ganas.

—Bobadas, siempre ocurre en el último momento, ¡es tan aburrido preparar el equipaje! —dijo aposta Drogo, como si no hubiera entendido la alusión sentimental.

—Oh, no es por el equipaje, no es por eso…

Habría sido menester una palabra, una simple frase, para decirle que su partida le disgustaba. Pero Drogo no quería pedir nada, en aquel momento no era capaz, de verdad, le habría parecido una mentira. Por eso calló, con una sonrisa ambigua.

—¿Salimos un momento al jardín? —propuso por fin la muchacha, sin saber ya qué decir—. El sol debe de haberse puesto.

Se levantaron del sofá. Ella callaba, como esperando que Drogo le hablase, y lo miraba quizá con un resto de amor. Pero el pensamiento de Giovanni, a la vista del jardín, voló a los áridos prados que rodeaban la Fortaleza; también allá arriba estaba a punto de llegar la estación templada, valientes hierbecillas despuntaban entre las piedras. Precisamente por aquellos días, cientos de años antes, habían llegado quizá los tártaros. Drogo dijo:

—Hace ya mucho calor para ser abril. Ya verás como vuelve a llover.

Dijo exactamente eso, y María tuvo una pequeña sonrisa desolada.

—Sí, hace demasiado calor —respondió con voz átona, y ambos se dieron cuenta de que todo había acabado. Ahora estaban otra vez lejos, entre ellos se abría un vacío, en vano alargaban las manos para tocarse, la distancia aumentaba cada minuto.

Drogo comprendía que aún quería a María y que amaba su mundo; pero todas las cosas que alimentaban su vida de antes se habían quedado lejos; un mundo ajeno, donde su puesto había sido ocupado fácilmente. Y lo consideraba ahora desde fuera, aunque con nostalgia; volver a entrar en él le habría resultado incómodo, caras nuevas, costumbres distintas, nuevas bromas, nuevos modos de hablar, para los que no estaba entrenado.

Aquélla ya no era su vida, él había cogido otro camino, retroceder habría sido estúpido e inútil.

Como Francesco no llegaba, Drogo y María se despidieron con exagerada cordialidad, guardándose cada uno para sí sus secretos pensamientos. María le estrechó la mano con fuerza, mirándolo fijamente a los ojos, quizá una invitación a que no se marchara así, a perdonarlo, a volver a intentar lo que ya estaba perdido…

También él la miró con fijeza y dijo:

—Adiós, espero que nos veamos antes de tu marcha.

Después se fue sin volverse hacia atrás, con pasos marciales, hacia la verja de entrada, haciendo rechinar en el silencio la gravilla del sendero.

VEINTE

Cuatro años de Fortaleza bastaban, de costumbre, para tener derecho a un nuevo destino, pero Drogo, para evitar una guarnición alejada y quedarse en su ciudad, solicitó, de todas maneras, una conversación de carácter privado con el comandante de la división. Fue su madre la que insistió en esa conversación; decía que era preciso adelantarse para que no lo olvidaran; nadie se preocuparía espontáneamente por él, Giovanni Drogo, si él no se movía; y probablemente le tocaría otra triste guarnición fronteriza. Fue también su madre la que se las ingenió, por intermedio de algunos amigos, para que el general recibiese a su hijo con benévolas disposiciones.

El general estaba en un inmenso despacho, sentado tras una gran mesa, fumando un cigarro; y era un día cualquiera, quizá de lluvia, quizá sólo cubierto. El general era viejecito y miró benignamente al teniente Drogo a través de su monóculo.

—Deseaba verlo —fue lo primero que dijo, como si la conversación la hubiera querido él—. Deseaba saber cómo van las cosas allá arriba. ¿Sigue bien Filimore?

—Cuando lo he dejado, el coronel estaba perfectamente, excelencia —respondió Drogo.

El general calló un momento. Después meneó la cabeza paternalmente:

—Nos han creado bastantes problemas ustedes allá arriba, en la Fortaleza… Claro, claro… Aquel asunto de los confines. La historia de aquel teniente, ahora no recuerdo su nombre, desde luego disgustó mucho a Su Alteza.

Drogo callaba, sin saber qué decir.

—Sí, aquel teniente… —continuaba monologando el general. ¿Cómo se llama? Un nombre como Arduino, creo.

—Se llamaba Angustina, excelencia.

—Claro, Angustina, ¡un buen cabezota! Comprometer la línea fronteriza por una estúpida obstinación… No sé cómo hemos… ¡Bueno, dejémoslo! —concluyó resueltamente, para demostrar su generosidad de ánimo.

—Pero, permítame, excelencia —se atrevió a observar Drogo—. ¡Angustina es el que murió!

—Puede ser, perfectamente, tendrá usted razón, ahora no me acuerdo bien —dijo el general, como si fuera un detalle sin la mínima importancia—. ¡Pero a Su Alteza la cosa le desagradó mucho, muchísimo!

Calló y alzó unos ojos interrogantes hacia Drogo.

—Usted está aquí —dijo con tono diplomático, lleno de sobreentendidos—. Usted está aquí para que lo trasladen a la ciudad, ¿no es cierto? Todos ustedes tienen la manía de la ciudad, sí que la tienen, y no comprenden que precisamente en las guarniciones alejadas es donde se aprende a ser soldado.

—Sí, excelencia —dijo Giovanni Drogo, tratando de controlar las palabras y el tono—. Y, de hecho, yo he pasado allí cuatro años…

—¡Cuatro años! ¡A su edad! ¿Qué significan? —replicó riendo el general—. De todos modos, yo no se lo reprocho… Decía que, como tendencia general, quizá no sea la mejor para consolidar el espíritu de los elementos del mando…

Se interrumpió, como si hubiera perdido el hilo. Se concentró un instante, continuó:

—De todos modos, mi querido teniente, trataremos de contentarlo. Ahora vamos a pedir su hoja de servicios.

En espera de los documentos, el general prosiguió:

—La Fortaleza… —dijo—, la Fortaleza Bastiani, veamos… ¿Sabe usted, teniente, cuál es el punto débil de la Fortaleza Bastiani?

—No sabría decirlo, excelencia —dijo Drogo—. Quizá está demasiado aislada.

El general lanzó una benévola sonrisa de compasión.

—¡Qué ideas más raras tienen ustedes, los jóvenes! —dijo—. ¡Demasiado aislada! Le confieso que nunca se me habría pasado por la cabeza. El punto débil de la Fortaleza, si quiere que se lo diga, es que hay demasiada gente, ¡demasiada gente!

—¿Demasiada gente?

—Y justamente por eso —continuó el general, sin hacer caso de la interrupción del teniente—, justamente por eso se ha decidido cambiar el reglamento. ¿Qué dicen al respecto los de la Fortaleza?

—¿Sobre qué, excelencia? No entiendo…

—Pero ¡si estamos hablando de eso! Del nuevo reglamento, ya se lo he dicho —repitió el general, fastidiado.

—Nunca oí hablar de eso, de verdad que nunca… —respondió Drogo, turbado.

—Ya; quizá no se ha hecho una comunicación oficial —admitió el general, apaciguado—, pero pensaba que lo sabía de todas formas; los militares son maestros, en general, en saber las cosas los primeros.

—¿Un nuevo reglamento, excelencia? —preguntó Drogo, curioso.

—Una reducción de plantilla; la guarnición se queda en la mitad —dijo el otro, brusco—. Demasiada gente, siempre lo he dicho, ¡había que aligerar esa fortaleza!

En aquel momento entró el ayudante de campo trayendo un gran paquete de hojas de servicio. Tras hojearlas sobre una mesa sacó una, la de Giovanni Drogo, y se la entregó al general, que le echó un vistazo con mirada de competencia.

—Perfecto —dijo—. Pero aquí falta, me parece, la petición de traslado.

—¿La petición de traslado? —preguntó Drogo—. Creía que no era necesaria, después de cuatro años.

—Normalmente no —dijo el general, evidentemente aburrido de tener que dar explicaciones a un subalterno. Pero como esta vez hay una reducción de plantilla tan grande y todos quieren marcharse, es preciso tener en cuenta la precedencia.

—Pero en la Fortaleza nadie lo sabe, excelencia, nadie ha presentado aún la petición…

El general se dirigió al ayudante de campo:

—Capitán —le preguntó—, ¿hay ya peticiones de traslado de la Fortaleza Bastiani?

—Unas veinte creo, excelencia —respondió el capitán.

¡Qué broma!, pensó Drogo, anonadado. Sus compañeros, evidentemente, habían guardado el secreto para poder pasar por delante de él. ¿Incluso Ortiz lo había engañado tan bajamente?

—Perdone si insisto, excelencia —se atrevió a decir Drogo, que comprendía que la cuestión era decisiva—. Pero me parece que haber servido durante cuatro años sin interrupción tendría que valer más que una simple precedencia formal.

—Sus cuatro años no son nada, mi querido teniente —replicó el general, frío, como ofendido—, no son nada en comparación con otros muchos que llevan allá arriba toda una vida. Yo puedo considerar su caso con la mayor benevolencia, puedo favorecer una justa aspiración suya, pero no puedo prescindir de la justicia. Y, además, también hay que calcular los méritos…

Giovanni Drogo había palidecido.

—Pero entonces, excelencia —preguntó casi balbuciente— entonces corro el riesgo de quedarme allá arriba toda la vida.

—…calcular los méritos —continuó imperturbable el otro, hojeando siempre los documentos de Drogo—. Y aquí veo, por ejemplo, lo tengo exactamente ante los ojos, una «amonestación en regla». La «amonestación en regla» no es una cosa grave… —(y mientras tanto leía)—, pero aquí tiene un asunto bastante ingrato, me parece, un centinela muerto por equivocación…

—Por desgracia, excelencia, yo no…

—No puedo escuchar sus justificaciones; usted comprenderá, mi querido teniente —dijo el general, interrumpiéndolo. Leo solamente lo que está escrito en su informe y admito incluso que se trate de una pura desgracia, puede ocurrir perfectamente… Pero están sus colegas, que han sabido evitar esas desgracias… Estoy dispuesto a hacer lo posible, he accedido a recibirlo personalmente, ya ve usted, pero ahora… Sólo si hubiera hecho la petición hace un mes… Es raro que no estuviera informado… Una notable desventaja, desde luego.

El inicial tono bonachón había desaparecido. Ahora el general hablaba con un sutil matiz aburrido y burlón, haciendo oscilar doctoralmente la voz. Drogo comprendió que había hecho el papel de un imbécil, comprendió que sus compañeros se la habían jugado, que el general debía de tener una impresión muy mediocre de él y que no había ya nada que hacer. La injusticia provocaba una aguda quemazón en su pecho, del lado del corazón. «Podría marcharme, solicitar la baja —pensó—; después de todo, no voy a morirme de hambre, y soy todavía joven».

El general le hizo un gesto familiar con la mano:

—Bueno, adiós, teniente, y levante el ánimo.

Drogo se cuadró rígidamente, dio un taconazo, se retiró sin volver la espalda hacia la puerta, en el umbral hizo un último adiós.

VEINTIUNO

El paso de un caballo remonta el valle solitario y en el silencio de las gargantas produce un vasto eco; las matas de la cima de los peñascos no se mueven, inmóviles están las hierbecitas amarillas; hasta las nubes pasan por el cielo con especial lentitud. El paso del caballo sube despacio por el camino blanco, es Giovanni Drogo que regresa.

Es él, ahora que se ha acercado se le reconoce perfectamente, y en su cara no se lee ningún especial dolor. No se ha rebelado, pues, no ha solicitado la baja, se ha tragado la injusticia sin rechistar y regresa al puesto de siempre. En el fondo de su alma hay incluso una tímida complacencia por haber evitado bruscos cambios de vida, por poder volver tal cual a sus viejos hábitos. Se hace la ilusión, Drogo, de un glorioso desquite a largo plazo, cree tener aún una inmensidad de tiempo disponible, renuncia así a la lucha menuda por la vida cotidiana. Llegará un día en que todas las cuentas se salden generosamente, piensa. Pero entre tanto los otros llegan, se disputan ávidamente el paso para estar los primeros, adelantan a la carrera a Drogo, sin preocuparse por él, lo dejan atrás. Él los mira desaparecer allá al fondo, perplejo, asaltado por insólitas dudas: ¿y si se hubiera equivocado realmente? ¿Si fuera un hombre normal al que por derecho le toca sólo un mediocre destino?

Giovanni Drogo subía a la solitaria Fortaleza como en aquel día de septiembre, aquel día remoto. Sólo que ahora por el otro lado del valle no avanzaba ningún otro oficial, y en el puente, donde se unían los dos caminos, no venía ya a su encuentro el capitán Ortiz.

Drogo esta vez marchaba solo, y mientras tanto meditaba sobre la vida. Regresaba a la Fortaleza para quedarse quién sabe aún cuánto tiempo, y precisamente en los días en que muchos compañeros la abandonaban para siempre. Sus compañeros habían sido más rápidos, pensaba Drogo, pero tampoco había que excluir que fueran realmente mejores; ésta podía ser la explicación.

Cuanto más tiempo pasaba, más importancia perdía el fuerte. En tiempos remotos quizá había sido una guarnición de importancia, o al menos se lo consideraba tal. Ahora, reducida a la mitad de sus fuerzas, era sólo una barrera de seguridad, excluida estratégicamente de cualquier plan de guerra. Se la mantenía únicamente para no dejar desguarnecida la frontera. Ya no se admitía la posibilidad de la menor amenaza desde la llanura del norte, a lo sumo podía aparecer en el desfiladero alguna caravana de nómadas. ¿En qué se convertía la existencia allá arriba?

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