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Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (14 page)

Llevaban media hora andando cuando el capitán dijo:

—Con esos chismes —aludía a las botas de Angustina— se cansará.

Angustina no dijo nada.

—No quisiera que tuviéramos que detenernos —repitió al cabo de un rato el capitán—. Le harán daño, ya lo verá.

Angustina respondió:

—Ya es demasiado tarde, mi capitán; habría podido decírmelo antes, si es como usted dice.

—Total —replicó Monti—, habría sido lo mismo. Le conozco, Angustina, se las habría puesto lo mismo.

Monti no lo podía aguantar. «Con todos esos aires que te das —pensaba—, ya te enseñaré dentro de poco». Y forzaba al máximo la marcha, incluso en las pendientes más empinadas, sabiendo que Angustina no era robusto. Entre tanto se habían acercado a la base de las paredes. La grava se había vuelto más menuda y los pies se hundían trabajosamente en ella.

El capitán dijo:

—Normalmente sopla un viento infernal por esta garganta… Pero hoy se está bien.

El teniente Angustina calló.

—Por suerte no hace sol —siguió Monti—. Se marcha bien hoy.

—Pero ¿usted ya ha estado por aquí? —preguntó Angustina.

Monti respondió:

—Una vez, había que buscar a un soldado fug…

Se interrumpió porque de lo alto de un gris murallón, cortado a pico sobre ellos, había llegado un sonido de derrumbamiento. Se oían los golpes de las piedras berroqueñas que estallaban contra las rocas, y rebotaban con salvaje ímpetu abismo abajo, entre humaredas de polvo. Un estruendo de trueno repercutía de una pared a otra. El misterioso derrumbamiento continuó durante unos minutos en el corazón de los despeñaderos, pero se agotó en las profundas torrenteras antes de llegar abajo; a la grava por donde subían los soldados sólo llegaron dos o tres piedrecillas.

Todos habían callado, en aquellos estruendos de derrumbamiento se había sentido una presencia enemiga. Monti miró a Angustina con un vago aire de desafío. Esperaba que tuviese miedo, pero nada de eso. Sin embargo, el teniente parecía exageradamente acalorado por la breve marcha; su elegante uniforme se había descompuesto.

«Con todos los aires que te das, maldito esnob —pensaba Monti—, ya te quiero ver dentro de poco». Reanudó de inmediato la marcha, forzando aún más el paso, y de vez en cuando lanzaba breves ojeadas hacia atrás para examinar a Angustina; sí, tal y como había esperado y previsto, se veía que las botas empezaban a torturarle los pies. No es que Angustina aflojase el paso o su cara expresase dolor. Se notaba por el ritmo de la marcha, por la expresión de severo empeño marcada en su frente.

Dijo el capitán:

—Noto que hoy seguiremos adelante unas seis horas. Si no fuera por los soldados… Hoy todo va muy bien —insistía con ingenua malicia—, ¿Qué tal, teniente?

—Perdone, mi capitán —dijo Angustina—. ¿Qué ha dicho?

—Nada —y sonreía, avieso—, le preguntaba qué tal iba.

—Ah, sí, gracias —dijo Angustina evasivamente; y tras una pausa, para ocultar el jadeo de la subida—; lástima que…

—Lástima ¿qué? —preguntó Monti, esperando que el otro se confesara cansado.

—Lástima que no se pueda venir más a menudo aquí arriba, son lugares bellísimos —y sonreía con su tono de despego.

Monti aceleró aún más el paso. Pero Angustina seguía detrás; su cara estaba ahora pálida por el esfuerzo, regueros de sudor bajaban desde el borde de la gorra, también la tela de la chaqueta, en la espalda, se había humedecido, pero no decía una palabra ni perdía terreno.

Ahora habían entrado entre las peñas, horrendas paredes grises se alzaban a plomo a su alrededor, el valle parecía seguir subiendo hasta alturas inconcebibles.

Cesaban los aspectos de la vida habitual para dejar su puesto a la inmóvil desolación de la montaña. Fascinado, Angustina alzaba de vez en cuando los ojos a las crestas que gravitaban sobre ellos.

—Haremos una parada más adelante —dijo Monti, que no le quitaba ojo—. Aún no se ve el sitio. Pero, sinceramente, ¿no está cansado, verdad? A veces uno no está en condiciones. Y es mejor decirlo, aunque se corra el riesgo de llegar tarde.

—Sigamos, sigamos —fue la respuesta de Angustina, como si el superior fuera él.

—¿Sabe? Se lo decía porque a cualquiera le puede ocurrir no estar en condiciones. Lo decía sólo por eso…

Angustina estaba pálido, regueros de sudor fluían desde el borde de la gorra, la chaqueta estaba totalmente empapada. Pero apretaba los dientes y no cedía, antes se hubiera muerto. Tratando de que el capitán no lo viese, lanzaba realmente ojeadas hacia el extremo del valle, buscando un final a sus fatigas.

Mientras tanto el sol se había alzado e iluminaba las cimas más altas, aunque sin el fresco esplendor de las buenas mañanas de otoño. Un velo de calígine se extendía lentamente por el cielo, subrepticio y uniforme.

Ahora en realidad las botas empezaban a hacerle un daño infernal, el cuero mordía el empeine del pie; a juzgar por el sufrimiento de la piel, debía ya de haberse desgarrado.

De repente cesaron los paredones y el valle desembocó en una breve altiplanicie con enfermizas hierbecillas, al pie de un circo de paredes. A un lado y otro se alzaban, en una maraña de torres y de hendiduras, murallas cuya altura era difícil estimar.

Aunque a regañadientes, el capitán Monti ordenó una parada y dio tiempo para comer a los soldados. Angustina se sentó en un peñasco con toda compostura, aunque temblaba con el viento que le helaba el sudor. Él y el capitán compartieron un poco de pan, una loncha de carne, queso, una botella de vino.

Angustina tenía frío, miraba al capitán y los soldados, por si alguno desataba el rollo del capote, para poderlo imitar. Pero los soldados parecían insensibles a la fatiga y bromeaban entre sí, el capitán comía con ávida complacencia, mirando entre un bocado y otro una escarpada montaña sobre ellos.

—Ahora —dijo—, ahora ya veo por dónde se puede subir y señalaba la abrupta pared que finalizaba sobre la cresta en litigio—. Hay que subir rectos por aquí. Bastante empinado, ¿no? ¿Qué le parece, teniente?

Angustina miró la pared. Para alcanzar la cresta del confín no había otro remedio que subir por allí, a menos que se quisiera rodearla por algún puerto. Pero eso llevaría mucho más tiempo y había que apresurarse, en cambio; los del norte llevaban la ventaja de haberse puesto en marcha los primeros, y por su lado el camino era mucho más fácil. Había que atacar la pared precisamente de frente.

—¿Por ahí arriba? —preguntó Angustina, observando los abruptos despeñaderos, y notó que unos cien metros más a la izquierda el camino habría sido mucho más sencillo.

—Rectos por ahí, claro —repitió el capitán—. ¿Qué le parece?

Angustina dijo:

—Todo consiste en llegar antes que ellos. El capitán le miró con manifiesta antipatía. —Bueno —dijo—. Ahora juguemos una partidita. Sacó del bolsillo un mazo de cartas, extendió sobre una piedra cuadrada su capote, invitó a Angustina a jugar, y después dijo:

—Esas nubes… Usted las mira de cierta manera, pero no tenga miedo, no son nubes de mal tiempo, ésas… —y se rió, quién sabe por qué, como si hubiera gastado una ingeniosa broma.

Empezaron a jugar. Angustina se sentía helado por el viento. Mientras que el capitán se había sentado entre dos grandes piedras que lo abrigaban, a él le daba el aire en plena espalda. «¡Esta vez enfermo!», pensaba.

—¡Ah, esto es demasiado para usted! —gritó, literalmente chilló, el capitán Monti, sin previo aviso—. ¡Por Dios, darme así un as! Pero, mi querido teniente, ¿dónde tiene la cabeza? Sigue mirando para arriba y ni siquiera se fija en las cartas.

—¡No, no! —respondió Angustina—. ¡Ha sido un error! Y trató de reír sin conseguirlo.

—Diga la verdad —dijo Monti con triunfal satisfacción—. Diga la verdad; esos chismes le hacen daño, lo habría jurado desde que salimos.

—¿Qué chismes?

—Sus hermosas botas. No son para estas marchas, mi querido teniente. Diga la verdad: le hacen daño.

—Me molestan —admitió Angustina con un tono de desprecio, como para indicar que le fastidiaba hablar de eso—. Me han molestado, efectivamente.

—¡Ja, ja! —rió contento el capitán—. ¡Ya lo sabía yo! Claro, no hay que andar con botas peñas arriba.

—Mire que le he echado un rey de espadas —advirtió gélido Angustina—. ¿No tiene para seguirme?

—Sí, sí, no me daba cuenta —dijo el capitán, siempre alegrísimo—. ¡Claro! ¡Esas botas!

Las botas del teniente Angustina no se agarraban bien, en realidad, a las rocas de la pared. Desprovistas de clavos, tendían a resbalar, mientras que los zapatones del capitán Monti y de los soldados mordían sólidamente en los salientes. No por eso Angustina se quedaba atrás; con multiplicado empeño, aunque ya estaba cansado y penaba con el sudor helado encima, conseguía seguir de cerca al capitán por la quebrada muralla.

La montaña resultaba menos difícil y empinada de lo que parecía mirándola desde abajo. Estaba enteramente surcada por galerías, por hendiduras, por cornisas pedregosas, y las rocas estaban agrietadas por innumerables salientes, a los que era fácil agarrarse. Nada ágil por naturaleza, el capitán trepaba a fuerza de brazos, en sucesivos saltos, mirando de vez en cuando hacia abajo con la esperanza de que Angustina estuviera reventado. Pero Angustina aguantaba bien; buscaba con la máxima presteza los apoyos más anchos y seguros y casi se asombraba de poder subir tan prestamente, a pesar de sentirse agotado.

A medida que el abismo aumentaba bajo ellos, parecía alejarse cada vez más la cresta final, defendida por un amarillo murallón cortado a plomo. Y la noche se acercaba cada vez más velozmente, aunque un espeso techo de nubes grises impedía valorar la altura del sol. Incluso empezaba a hacer frío. Un viento malo subía desde el valle y se le oía jadear dentro de las grietas de la montaña.

—¡Mi capitán! —se oyó en cierto momento gritar desde abajo al sargento que cerraba la marcha.

Monti se detuvo, se detuvo Angustina, y después todos los soldados, hasta el último.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó el capitán, como si ya le trastornaran otros motivos de preocupación.

—¡Ya están en la cresta los del norte! —gritó el sargento.

—¿Estás loco? ¿Dónde los ves? —replicó Monti.

—A la izquierda, en aquel pequeño puerto, ¡inmediatamente a la izquierda de esa especie de nariz!

En efecto, allí estaban. Tres minúsculas figuras negras se destacaban contra el cielo gris, y visiblemente estaban moviéndose. Era evidente que habían ocupado ya el trecho inferior de la cresta y con toda probabilidad llegarían a la cima antes que ellos.

—¡Por Dios! —dijo el capitán con una ojeada rabiosa hacia abajo, como si los soldados fueran responsables del retraso. Después, a Angustina:

—Al menos tenemos que ocupar nosotros la cima, sin más historias. ¡Si no, estamos frescos con el coronel!

—Tendrían que pararse ésos un poco —dijo Angustina—. Desde el puerto a la cima no tardan más de una hora. Si no se paran un poco, a la fuerza llegaremos después.

El capitán dijo entonces:

—Quizá será mejor que me adelante yo con cuatro soldados; siendo pocos se va más deprisa. Usted síganos con calma, o bien espere aquí, si se siente cansado.

A eso quería ir a parar aquel bribón, pensó Angustina, quería dejarlo atrás, para hacer un buen papel él solo.

—A sus órdenes, mi capitán —respondió—. Pero prefiero subir yo también; al quedarse parado, uno se hiela.

El capitán, con cuatro de los soldados más ligeros, volvió a partir, pues, como patrulla avanzada. Angustina tomó el mando de los restantes y esperó inútilmente poder seguir aún de cerca a Monti. Los suyos eran demasiados; la fila, forzando el paso, se alargaba desmesuradamente, hasta el punto de que los hombres se perdían completamente de vista.

Angustina vio así cómo la pequeña patrulla del capitán Monti desaparecía allá arriba, tras grises repisas de roca. Durante un rato oyó los pequeños derrumbamientos que producían en las torrenteras, después ni siquiera eso. Hasta sus voces acabaron por disolverse en lontananza.

Pero mientras tanto el cielo se ensombrecía. Las rocas de alrededor, las pálidas paredes del otro lado del valle, el fondo del precipicio, tenían un tinte lívido. Pequeños cuerpos volaban a lo largo de las aéreas aristas emitiendo chillidos, parecían llamarse unos a otros ante peligros inminentes.

—Mi teniente —le dijo a Angustina el soldado que lo seguía—. Dentro de poco tendremos lluvia.

Angustina se detuvo a mirarlo un instante y no dijo palabra. Las botas ahora ya no lo torturaban, pero comenzaba un profundo cansancio. Cada metro de subida le costaba un supremo esfuerzo. Por fortuna las rocas de aquel trecho eran menos empinadas y aún más quebradas que las precedentes. Quién sabe hasta dónde había llegado el capitán —pensaba Angustina—, quizá ya a la cima, quizá haya plantado la banderita y puesto la señal de los confines, quizá estaba ya por el camino de vuelta.

Miró hacia arriba y advirtió que la cumbre ya no estaba muy lejos. Sólo que no comprendía por dónde podrían pasar, tan escarpado y liso era el murallón rocoso que la sustentaba.

Finalmente, al desembocar en una ancha senda pedregosa, Angustina se encontró a pocos metros del capitán Monti. Encaramado a hombros de un soldado, el oficial intentaba trepar por una breve pared cortada a pico, no más alta de una docena de metros, desde luego, pero en apariencia inaccesible. Era evidente que Monti llevaba ya varios minutos obstinándose en sus tentativas, sin conseguir encontrar un camino.

Gesticuló tres o cuatro veces buscando un sostén, pareció encontrarlo, se le oyó blasfemar, se le vio caer nuevamente sobre los hombros del soldado, que vibraba totalmente con el esfuerzo. Por fin renunció y de un salto estuvo sobre la grava del sendero.

Monti, jadeante de fatiga, miró con aire hostil a Angustina:

—Podía haber esperado abajo, teniente —dijo—. Por aquí, desde luego, no pasamos todos, ya será mucho si puedo ir yo con un par de soldados. Era mejor que esperara abajo, ahora cae la noche y bajar resulta asunto serio.

—Pero lo dijo usted, mi capitán —respondió Angustina sin la mínima participación—. Me dijo que hiciera lo que prefiriese: esperar o subir detrás de usted.

—Está bien —dijo el capitán—. Ahora es preciso encontrar un camino, sólo quedan esos pocos metros para llegar a la cima.

—¿Cómo? ¿La cima está inmediatamente detrás? —preguntó el teniente con una indefinible ironía que Monti ni siquiera sospechó.

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