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Authors: Dino Buzzati

Tags: #Clásico, Relato

El desierto de los tártaros (2 page)

Un hombre como él, por fin; una criatura amiga con quien podría reír y bromear, hablar de la próxima vida en común, de caza, de mujeres, de la ciudad. De la ciudad que ahora le parecía a Drogo relegada a un mundo lejanísimo.

Al estrecharse mientras tanto el valle, los dos caminos se acercaban, y Giovanni Drogo vio que el otro era un capitán. Al principio no se atrevió a gritar, habría parecido inútil y poco respetuoso. Saludó, en cambio, varias veces, llevándose la diestra a la gorra, pero el otro no respondía. Evidentemente, no se había fijado en Drogo.

—¡Mi capitán! —gritó por fin Drogo, dominado por la impaciencia. Y saludó de nuevo.

—¿Qué pasa? —respondió una voz desde el otro lado.

El capitán, parándose, había saludado con corrección y ahora le preguntaba a Drogo la razón de aquel grito. No había en su pregunta ninguna severidad, pero se notaba que el oficial estaba sorprendido.

—¿Qué pasa? —resonó de nuevo la voz del capitán, esta vez levemente irritada.

Giovanni se detuvo, hizo bocina con las manos y respondió con todo resuello:

—¡Nada! ¡Deseaba saludarlo!

Era una explicación estúpida, casi ofensiva, porque podía hacer pensar en una broma. Drogo se arrepintió de ella inmediatamente. ¿En qué ridículo lío había ido a meterse, y todo porque era incapaz de bastarse a sí mismo?

—¿Quién es? —gritó de rebote el capitán.

Era la pregunta temida por Drogo. Aquella extraña conversación, de un lado a otro del valle, iba asumiendo así el tono de un interrogatorio jerárquico. Desagradable comienzo, puesto que era probable, si no seguro, que el capitán fuese alguien de la Fortaleza. En cualquier caso, era preciso responder.

—¡Teniente Drogo! —gritó Giovanni para presentarse.

El capitán no lo conocía, con toda probabilidad no podía entender el nombre a aquella distancia, pero pareció calmarse, ya que reanudó su camino haciendo un gesto de inteligencia, como diciendo que dentro de poco se encontrarían. Y, en efecto, media hora después, en un estrechamiento de la garganta, apareció un puente. Los dos caminos se unían en uno.

En el puente se encontraron los dos. Sin bajar del caballo, el capitán se acercó a Drogo y le tendió la mano. Era un hombre de unos cuarenta años o quizá más, de rostro seco y señorial. Su uniforme era de corte tosco, pero perfectamente en regla.

—Capitán Ortiz —se presentó.

Estrechándole la mano, a Drogo le pareció entrar por fin en el mundo de la Fortaleza. Aquél era el primer lazo, y después vendrían otros innumerables de todo género, que lo encerrarían en ella.

El capitán reanudó sin más el camino; Drogo lo siguió, a su lado, algo detrás por respeto jerárquico, y esperaba alguna desagradable alusión al embarazoso coloquio de poco antes. Pero el capitán callaba, quizá no tenía ganas de hablar, quizá era un tímido y no sabía por dónde empezar. Como el camino era empinado y calentaba el sol, los dos caballos avanzaban despacio.

Por fin el capitán Ortiz dijo:

—No he entendido su nombre hace poco, a esa distancia. ¿Droso, creo?

Giovanni respondió:

—Drogo, con —
g
—, Giovanni Drogo. También usted, mi capitán, debe disculparme por haberlo llamado hace poco. ¿Sabe? —añadió embrollándose—, a través del valle no había visto su grado.

—Efectivamente, no se podía ver —admitió Ortiz, renunciando a desmentirlo, y se rió.

Cabalgaron así un ratito, un poco turbados ambos. Después Ortiz dijo:

—Entonces, ¿adónde se dirige?

—A la Fortaleza Bastiani. ¿No es éste el camino?

—Sí, efectivamente.

Callaron, hacía calor, siempre montañas por todas partes, gigantescos montes herbosos y salvajes.

Ortiz dijo:

—¿De modo que usted viene a la Fortaleza? ¿Trae quizá un mensaje?

—No, mi capitán, voy a entrar en servicio; me han destinado.

—¿Destinado por el escalafón?

—Creo que sí, de plantilla, primer servicio.

—De modo que de plantilla, claro… Bien, bien, entonces… reciba mis felicitaciones.

—Gracias, mi capitán.

Callaron y siguieron adelante un poco más. Giovanni tenía una gran sed, una cantimplora de madera colgaba de la silla del capitán y se oía el agua que hacía chac, chac en su interior.

Ortiz preguntó:

—¿Por dos años?

—Perdone, mi capitán… ¿por dos años?

—Digo por dos años, si hará el consabido turno de dos años, ¿no?

—¿Dos años? No sé, no me han dicho el tiempo.

—Oh, está claro, dos años; todos ustedes, tenientes recién nombrados, dos años y después se van.

—¿Son normales los dos años para todos?

—Dos años, claro, valen cuatro para la antigüedad, eso es lo que les importa; si no, nadie lo pediría. Bueno, con tal de hacer carrera pronto, uno se acostumbra incluso a la Fortaleza, ¿no?

Drogo nunca lo había sabido, pero no quiso parecer un tonto; intentó una frase ambigua:

—Claro que muchos…

Ortiz no insistió, pareció que el tema no le interesaba. Pero ahora que el hielo se había roto, Giovanni probó a preguntar:

—¿Y la antigüedad en la Fortaleza es doble para todos?

—¿Para qué todos?

—Para los otros oficiales, decía.

Ortiz se rió:

—¡Ya, para todos! ¡Figúrese! Sólo para los subalternos, claro, si no, ¿quién pediría venir?

Drogo dijo:

—Yo no lo he pedido.

—¿No lo ha pedido?

—No, mi capitán; sólo hace dos días que he sabido que estaba destinado en la Fortaleza.

—Bueno, es raro, efectivamente.

Callaron de nuevo, cada uno parecía pensar en cosas distintas. Pero Ortiz dijo:

—A menos que…

Giovanni se sobresaltó:

—A sus órdenes, mi capitán.

—Decía, a menos que no hubiera ninguna otra petición, y entonces lo han destinado de oficio.

—¿Puede ocurrir eso, mi capitán?

—Claro, debe ser eso, efectivamente.

Drogo miraba la sombra neta de los dos caballos sobre el polvo del camino, las cabezas que hacían sí, sí a cada paso; sentía su cuádruple pisoteo, algún zumbar de moscardones y nada más. No se veía el final de la carretera. De vez en cuando, en una curva del valle, se divisaba enfrente, altísimo, cortado en escarpadas cuestas, el camino que trepaba en zigzag. Se llegaba allá, se miraba de nuevo hacia arriba, y allí estaba enfrente la carretera, cada vez más alta.

Drogo preguntó:

—Disculpe, mi capitán…

—Diga, diga lo que quiera.

—¿Falta aún mucho camino?

—No mucho, quizá dos horas y media, o incluso tres a este paso. Quizá para mediodía estemos allí, efectivamente.

Callaron durante un trecho; los caballos estaban completamente sudados; el del capitán estaba cansado, arrastraba las patas.

Ortiz dijo:

—¿Viene de la Academia Real, no?

—Sí, mi capitán, de la Academia.

—Ya… Dígame: ¿está aún el coronel Magnus?

—¿Coronel Magnus? No creo, no lo conozco.

El valle ahora se estrechaba, cerrando el paso a los rayos del sol. Sombrías gargantas laterales se abrían de vez en cuando, de ellas bajaban vientos gélidos, en la cumbre se divisaban abruptísimos montes en forma de cono; se habría dicho que no bastaba con dos o tres días para alcanzar las cumbres, tan altas parecían.

Ortiz dijo:

—Dígame, teniente: ¿está aún el comandante Bosco? ¿Da aún clase de tiro?

—No, señor, no creo; está Zimmermann, el comandante Zimmermann.

—Ya, Zimmermann; efectivamente, he oído hablar de él. El caso es que han pasado muchos años desde mis tiempos a ahora… Habrán cambiado todos ya.

Ambos pensaban ahora en algo. La carretera había salido de nuevo al sol, unas montañas sucedían a otras, ahora más pendientes y con algunas paredes de roca.

Drogo dijo:

—Ayer la vi de lejos.

—¿Qué? ¿La Fortaleza?

—Sí, la Fortaleza —hizo una pausa, y después, para mostrarse amable—: debe de ser grandiosa, ¿no? Me pareció inmensa.

—¿Grandiosa la Fortaleza? No, no, es una de las más pequeñas, una construcción viejísima; sólo de lejos hace cierto efecto.

Calló un momento, agregó:

—Viejísima, completamente superada.

—Pero es una de las principales, ¿no?

—No, no, es una fortaleza de segunda categoría —respondió Ortiz.

Parecía que disfrutaba hablando mal de ella, pero con un tono especial, como uno se divierte anotando los defectos de su hijo, seguro de que siempre serán ridículos comparados con sus ilimitados méritos.

—Es un trozo de frontera muerta —añadió Ortiz—. De modo que no la han cambiado nunca, se ha quedado siempre como hace un siglo.

—¿Cómo frontera muerta?

—Una frontera que no preocupa. Delante hay un gran desierto.

—¿Un desierto?

—Un desierto, efectivamente, piedras y tierra seca; lo llaman el desierto de los Tártaros.

Drogo preguntó:

—¿Por qué de los tártaros? ¿Había tártaros?

—Antiguamente, creo. Pero más que nada es una leyenda. Nadie debe haber pasado por allí, ni siquiera en las últimas guerras.

—¿De modo que la Fortaleza nunca sirvió para nada?

—Para nada —dijo el capitán.

Al subir cada vez más el camino, los árboles habían acabado, sólo quedaban aquí y allá escasos arbustos; lo demás eran prados requemados, rocas, desprendimientos de tierra roja.

—Perdone, mi capitán, ¿hay pueblos cerca?

—Cerca, no. Está San Rocco, pero habrá unos treinta kilómetros.

—No muchas diversiones, entonces, me imagino.

—No muchas diversiones, no muchas, efectivamente.

El aire se había vuelto más fresco, los flancos de las montañas se redondeaban, dejando presagiar las crestas finales.

—¿Y no se aburre uno, mi capitán? —preguntó Giovanni con acento confidencial, riendo, como para indicar que a él le tenía sin cuidado.

—Uno se acostumbra —respondió Ortiz, y agregó con subyacente reproche—: Yo estoy aquí desde hace casi dieciocho años. Me equivoco, dieciocho años cumplidos.

—¿Dieciocho años? —dijo Drogo, impresionado.

—Dieciocho —respondió el capitán.

Un vuelo de cuervos pasó rasante junto a los dos oficiales, se abismó en el embudo del valle.

—Cuervos —dijo el capitán.

Giovanni no respondió, estaba pensando en la vida que le esperaba, se sentía ajeno a aquel mundo, a aquella soledad, a aquellas montañas. Preguntó:

—Y de los oficiales que van a cumplir allá arriba el servicio de su primer nombramiento, ¿hay alguno que después se quede?

—Ahora, pocos —respondió Ortiz, como arrepentido de haber hablado mal de la Fortaleza, dándose cuenta de que ahora el otro exageraba—; casi ninguno, incluso. Ahora todos quieren guarniciones brillantes. Antes era un honor la Fortaleza Bastiani, ahora casi parece un castigo.

Calló Giovanni, pero el otro insistía:

—Después de todo, es una guarnición de frontera. En general hay elementos de primera. Un puesto de frontera es siempre un puesto de frontera, efectivamente.

Drogo callaba, con una repentina opresión encima. El horizonte se había ensanchado; al fondo aparecían curiosos perfiles de montañas rocosas, peñas agudas que se superponían en el cielo.

—Ahora, incluso en el ejército, las concepciones han cambiado —continuaba Ortiz—. Antes la Fortaleza Bastiani era un gran honor. Ahora dicen que es una frontera muerta; no piensan que la frontera siempre es frontera y que nunca se sabe…

Un arroyo atravesaba el camino. Se detuvieron para dar de beber a los caballos, y bajando de las sillas, caminaron un poco de arriba abajo para desentumecerse.

Ortiz dijo:

—¿Sabe lo que es efectivamente de primera? —y se rió de gusto.

—¿Qué, mi capitán?

—La cocina, ya verá cómo se come en la Fortaleza. Y eso explica la frecuencia de las inspecciones. Cada quince días, un general.

Drogo rió por cumplido. No conseguía entender si Ortiz era un cretino, si ocultaba algo o si decía semejantes cosas sin más, sin el mínimo interés.

—¡Estupendo! —dijo Giovanni—, ¡tengo un hambre!

—Oh, ya no nos falta mucho. ¿Ve aquella joroba con una mancha de grava? Allí está, exactamente detrás.

Al reanudar su camino, exactamente detrás de la joroba con una mancha de grava, los dos oficiales desembocaron en el límite de una altiplanicie que subía levemente y la Fortaleza apareció ante ellos, a unos cientos de metros.

Realmente, parecía pequeña comparada con la visión de la tarde anterior. Del fuerte central, que en el fondo se parecía a un cuartel con pocas ventanas, salían dos bajos murallones almenados que lo unían con los reductos laterales, dos a cada lado. Las murallas cortaban así débilmente todo el desfiladero, de unos quinientos metros de ancho, cerrado en los costados por rocas altas y abruptas.

A la derecha, justamente bajo la pared de la montaña, la altiplanicie se hundía en una especie dé puerto de montaña; por allí pasaba la vieja carretera del desfiladero, y terminaba contra las murallas.

El fuerte estaba silencioso, inmerso en el pleno sol meridiano, carente de sombras. Sus murallas (el frente no se divisaba, pues estaba orientado a septentrión) se extendían desnudas y amarillentas. Una chimenea emitía un pálido humo. A lo largo de todo el borde del edificio central, de las murallas y de los reductos se veían docenas de centinelas, con el fusil al hombro, caminando metódicos de un lado a otro, cada uno por un breve trecho. Semejantes a un movimiento pendular, escandían la marcha del tiempo, sin romper el encanto de aquella soledad que resultaba inmensa.

Las montañas se prolongaban a derecha e izquierda hasta perderse de vista en escarpadas cadenas, aparentemente inaccesibles. También ellas, al menos a esa hora, tenían un color amarillo y requemado.

Instintivamente Giovanni Drogo detuvo su caballo. Girando lentamente la vista, contemplaba los tétricos muros, sin conseguir descifrar su sentido. Pensó en una cárcel, pensó en un palacio abandonado. Un leve soplo de viento hizo ondear una bandera sobre el fuerte, que antes colgaba fláccida, confundiéndose con el mástil. Se oyó un vago eco de cornetas. Los centinelas caminaban lentos. En la explanada ante la puerta de entrada tres o cuatro hombres (no se veía a esa distancia si eran soldados) estaban cargando sacos en un carro. Pero todo se estancaba en una pereza misteriosa.

También el capitán Ortiz se había parado a mirar el edificio.

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