¡Cómo! Si usted ha conseguido encontrar este segundo volumen, es que usted es un pillo y que ya sabe muchas cosas de mi mundo. ¿Qué ha hecho usted con los conocimientos que le aportó el primer volumen? ¿Una revolución? ¿Una evolución? Probablemente nada.
Ahora instálese cómodamente para leer mejor. Ponga recta su espalda. Respire con tranquilidad. Relaje su boca.
¡Escúcheme!
Nada de lo que le rodea en el tiempo y en el espacio es inútil. Usted no es inútil. Su efímera vida tiene un sentido. No lleva a un callejón sin salida. Todo tiene su sentido.
A mí que le hablo mientras usted me lee, me están devorando unos gusanos. ¿Qué digo? Sirvo de abono a unos jóvenes brotes de perifollo muy prometedores. Las gentes de mi generación no comprendieron en qué quería convertirme.
Es demasiado tarde para mí. Lo único que puedo dejar es un frágil rastro, este libro.
Es demasiado tarde para mí, pero no es demasiado tarde para usted.
¿Está usted bien instalado? Relaje sus músculos. No piense en nada más que en el Universo, en el que usted no es otra cosa que un ínfimo polvo.
Imagine el tiempo acelerado. ¡Paf!, usted nace, proyectado de su madre como un vulgar hueso de cereza. ¡Chaf, chaf! Se atraca usted con miles de platos multicolores, transformando así algunas toneladas de vegetales y de animales en excrementos. ¡Y paf!, ya está usted muerto.
¿Qué ha hecho con su vida?
No lo suficiente, a buen seguro.
¡Actúe! ¡Haga algo, tal vez minúsculo, pero páselo bien! ¡Haga algo con su vida antes de morir!
No ha nacido usted para nada. Descubra por qué ha nacido. ¿Cuál es su ínfima misión?
Usted no ha nacido por azar.
Preste atención.
Edmond Wells
Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II
No le gusta que le digan lo que tiene que hacer.
La gorda oruga peluda, verde, negra y blanca, se aleja de aquella libélula que le aconseja tener cuidado con las hormigas y se dirige al extremo de la rama del fresno.
Se desliza por reptación y ondulación. Pone primero sus seis patas delanteras. Sus diez patas traseras se unen a las delanteras gracias a los bucles que la oruga forma con su cuerpo.
Llegada a la extremidad de su promontorio, la oruga escupe un poco de saliva-cola para fijar su cuarto trasero y se deja caer, colgada cabeza abajo.
Está muy cansada. Ha terminado con su vida de larva. Sus sufrimientos tocan a su fin. Ahora, o muda o muere.
¡Chitón!
Se arropa en un capullo formado por un sólido cabo de cristal flexible.
Su cuerpo se transforma en caldero mágico.
Ha esperado ese día durante mucho tiempo, durante muchísimo tiempo. Tanto tiempo.
El capullo se endurece y se pone blanco. La brisa acuna ese extraño fruto de color claro.
Pocos días más tarde, el capullo se hincha, como si estuviera a punto de lanzar un suspiro. Su respiración se vuelve más regular. Vibra. Se produce toda una alquimia. Se mezclan colores, ingredientes raros, aromas delicados, perfumes sorprendentes, juegos, hormonas, lacas, grasas, ácidos, carnes e incluso costras.
Todo se ajusta, se dosifica con una precisión inigualable con el objetivo de fabricar un ser nuevo. Y luego, la parte superior de la concha se desgarra. De la envoltura de plata sale una tímida antena que desenrolla su espiral.
La silueta que se desprende de su ataúd-cuna no tiene ya nada en común con la oruga de la que ha salido.
Una hormiga, que andaba por aquellos parajes, ha seguido ese instante sagrado. Fascinada al principio por el esplendor de la metamorfosis, razona y recuerda que sólo se trata de una presa. Galopa por la rama con objeto de matar al maravilloso animal antes de que salga pitando.
El cuerpo húmedo de la mariposa esfinge se desprende completamente del huevo original. Las alas se despliegan. Espléndidos colores. Tornasol de velos ligeros, frágiles y puntiagudos. Festones pardos sobre los que resaltan tintes desconocidos: amarillo flúor, negro mate, naranja brillante, rojo carmín, bermellón medio y antracita nacarado.
La hormiga cazadora bascula su abdomen bajo su tórax para colocarse en posición de tiro. Centra a la mariposa en su mira visual y olfativa.
La esfinge ve a la hormiga. Está fascinada por el extremo del abdomen que la apunta, pero sabe que de allí puede brotar la muerte. Y no está dispuesta a morir en absoluto. Por lo menos ahora no. Sería realmente una lástima.
Cuatro ojos esféricos se contemplan de hito en hito.
La hormiga mira a la mariposa. Es preciosa, desde luego, pero hay que alimentar a las cresas con carne fresca. No todas las hormigas son vegetarianas, al contrario. Ésta adivina que su presa se apresta a despegar y anticipa su movimiento levantando su órgano de tiro. La mariposa aprovecha ese instante para lanzarse al aire. El chorro de ácido fórmico, desviado, traspasa su velamen, haciendo un pequeño agujero de redondez perfecta.
La mariposa pierde un poco de altura, el agujero de su ala derecha deja pasar un silbido. La hormiga es una tiradora de élite y está convencida de haberle dado. Pero no por eso la otra deja de bracear en el aire. Sus alas todavía húmedas se secan un poco más con cada batir. Recupera altura y distingue abajo su capullo. Pero no siente la menor nostalgia.
La hormiga cazadora sigue emboscada. Nuevo disparo. Una hoja impulsada por una brisa providencial intercepta el mortal proyectil. La mariposa gira sobre su ala y se aleja, vivaracha.
La soldado 103.683 del Bel-o-kan ha fallado el tiro. Su blanco está ahora fuera de alcance. Contempla, soñadora, al lepidóptero que vuela y por un momento siente envidia. ¿A dónde va? Parece dirigirse hacia el confín del mundo.
En efecto, la esfinge desaparece hacia el Este. Hace varias horas que vuela y, cuando el cielo empieza a oscurecerse, divisa a lo lejos una claridad y se precipita al acto hacia ella.
Cautivada, no tiene más que un objetivo: alcanzar aquella claridad fabulosa. Cuando, a toda velocidad, llega a unos centímetros de la fuente luminosa, sigue acelerando para saborear más deprisa el éxtasis.
Ya está cerca del fuego. La punta de sus alas está a punto de quemarse. Pero no le importa, quiere hundirse allí, gozar de aquella fuente de calor. Fundirse en aquel sol. ¿Se quemará?
—¿No?
Sacó un chicle de su bolsillo y lo engulló de un bocado.
—No, no y no. No deje entrar a los periodistas. Voy a examinar tranquilamente mis fiambres y luego ya veremos. ¡Y apágueme las velas de ese candelabro! ¿Por qué las han encendido? Ah, ¿había un corte de fluido en el inmueble? Pero ya ha vuelto la corriente, ¿no? Pues entonces, por favor, no corramos riesgo de incendio.
Alguien apagó las velas. Una mariposa, cuyas alas estaban quemándose ya por sus extremidades, escapó por poco a la cremación.
El comisario masticó ruidosamente su chicle mientras inspeccionaba el piso de la calle de la Faisanderie.
En este comienzo del siglo XXI, habían sido pocos los cambios respecto al siglo anterior. Sin embargo, las técnicas de criminología habían evolucionado algo. Los cadáveres se cubrían de formol y de cera vitrificante para que conservasen la posición exacta que tenían en el momento de su muerte. La Policía tenía tiempo, por tanto, para estudiar a capricho la escena del crimen. El método era mucho más práctico que los arcaicos contornos con tiza.
El procedimiento desconcertaba un poco, pero los investigadores habían terminado por acostumbrarse a aquellas víctimas de ojos abiertos, cuya piel y cuyas ropas quedaban enteramente recubiertas de cera transparente, fijadas como al segundo siguiente a su muerte.
—¿Quién ha sido el primero en llegar?
—El inspector Cahuzacq.
—¿Émile Cahuzacq? ¿Dónde está? Ah, abajo… Perfecto, dile que me busque.
Un joven agente vaciló.
—Eh, comisario… Hay ahí una periodista del
Eco del domingo
que pretende que…
—¿Quién pretende qué? ¡No! ¡Nada de periodistas por ahora! Que me busquen a Émile.
Méliés empezó a caminar a zancadas por el salón antes de inclinarse sobre Sébastien Salta. Su cara se pegó al rostro deformado, a los ojos desorbitados, a las cejas levantadas, a las aletas de la nariz separadas, a la boca totalmente abierta, a la lengua tensa. Llegó a ver incluso unas prótesis dentarias y los relieves de una última colación. El hombre había debido comer cacahuetes y pasas.
Méliés se volvió luego hacia los cuerpos de los otros dos hermanos. Pierre tenía los ojos desorbitados y la boca abierta. La cera vitrificadora había conservado la carne de gallina que erizaba su piel. En cuanto a Antoine, su rostro estaba desfigurado por una atroz mueca de terror.
El comisario sacó de su bolsillo una lupa luminosa y escrutó la epidermis de Sébastien Salta. Los pelos estaban hirsutos como estacas. También se le había quedado la carne de gallina.
Una silueta familiar se perfiló delante de Méliés. El inspector Émile Cahuzacq. Cuarenta años de buenos y leales servicios en la Brigada Criminal de Fontainebleau. Sienes plateadas, bigote en punta y una barriga tranquilizadora. Cahuzacq era un hombre tranquilo que se había labrado su sitio exacto en la sociedad. Su único anhelo era alcanzar pacíficamente, sin demasiados altibajos, el retiro.
—¿Has sido tú, Émile, el primero en llegar aquí?
—Afirmativo.
—¿Y qué has visto?
—Bueno, lo mismo que tú. Lo primero que he hecho ha sido pedir que se vitrificasen los cadáveres.
—Buena idea. ¿Qué piensas de todo esto?
—No hay heridas, no hay huellas, no hay arma del crimen, no hay posibilidades de entrar ni de salir… No hay duda, ¡es un caso enrevesado para ti! .
—¡Gracias!
El comisario Jacques Méliés era joven, apenas tenía treinta y dos años, pero ya gozaba de una reputación de fino sabueso. Desdeñaba la rutina y sabía encontrar soluciones originales a los casos más complicados.
Tras concluir sólidos estudios científicos, Jacques Méliés había renunciado a una brillante carrera de investigador para orientarse hacia su única pasión: el crimen. Al principio fueron los libros los que le orientaron en aquel viaje al país de los puntos de interrogación. Se había atiborrado de novelas policíacas. Del juez Ti a Sherlock Holmes, pasando por Maigret, Hércules Poirot, Dupin o Rick Deckard, se había zampado tres mil años de investigaciones policíacas.
Su Grial particular era el crimen perfecto, siempre rozado y nunca realizado. Para perfeccionarse más, se había matriculado de forma completamente natural en el Instituto de Criminología de París. Allí vivió su primera autopsia sobre un cadáver fresco (y su primer desmayo). Aprendió a abrir una cerradura con una horquilla, a fabricar una bomba artesana o a desactivarla. Exploró las mil maneras de morir propias del ser humano.
Sin embargo, había algo que le decepcionaba en aquellos cursos: la materia prima era mala. Sólo se conocían criminales que se habían dejado coger. Es decir, los imbéciles. De los otros, de los inteligentes, no se sabía nada, puesto que nunca los habían pillado. ¿Habría descubierto uno de aquellos impunes la forma de realizar el crimen perfecto?
El único medio de saberlo era meterse en la Policía y dedicarse en persona a la caza. Es lo que hizo. Fue ascendiendo sin dificultad los escalones jerárquicos. Obtuvo su primer éxito deteniendo a su propio profesor de desactivación de explosivos, ¡buena tapadera para el jefe de un grupo terrorista!
El comisario Méliés se puso a husmear por el salón, registrando con la vista el menor de sus recovecos. Sus ojos terminaron por fijarse en el techo.
—Dime, Émile, ¿había moscas cuando entraste aquí?
El inspector contestó que no se había fijado. Al llegar él, puertas y ventanas estaban cerradas, pero luego habían abierto la ventana y si hubiera habido moscas habrían tenido tiempo de volar.
—¿Es importante? —preguntó con inquietud.
—Sí. Bueno, no. Digamos que es una lástima. ¿Tienes un informe sobre las víctimas?
Cahuzacq sacó una carpeta de cartón de la bolsa que llevaba en bandolera. El comisario consultó las diferentes fichas que contenía.
—¿Qué piensas de todo esto?
—Hay ahí algo interesante… Todos los hermanos Salta eran químicos de profesión, pero uno de los tres, Sébastien, era un personaje menos anodino de lo que parece a primera vista. Llevaba una doble vida.
—Vaya, vaya…
—Ese Salta estaba dominado por el demonio del juego. Su gran pasión era el póquer. Le llamaban «el gigante del póquer». No sólo por su estatura, sino sobre todo porque apostaba sumas asombrosas. Recientemente había perdido mucho dinero. Se había metido en una espiral de deudas. Y para salir de ella, el único medio que había visto era jugar sumas cada vez más fuertes.
—¿Cómo sabes todo eso?
—No hace mucho tuve que meter las narices en los ambientes del juego. Sébastien estaba completamente quemado. Al parecer le habían amenazado de muerte si no pagaba en seguida.
Méliés, pensativo, dejó de masticar su chicle.
—Había por tanto un móvil por lo que se refiere a Sébastien…
Cahuzacq hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Crees que se adelantó y que se ha suicidado?
El comisario hizo caso omiso a la pregunta y se volvió de nuevo hacia la puerta:
—Cuando has llegado, estaba bien cerrada por dentro, ¿no?
—Afirmativo.
—¿Y también las ventanas?
—También las ventanas, todas.
Méliés volvió a masticar su chicle con ardor.
—¿En qué piensas? —preguntó Cahuzacq.
—En un suicidio. Claro que puede parecer simplista, pero con la hipótesis del suicidio queda explicado todo. No hay huellas extrañas porque no ha habido intrusión exterior. Todo ha ocurrido dentro. Sébastien ha matado a sus hermanos y se ha suicidado.
—De acuerdo, pero ¿con qué arma?
Méliés cerró los párpados para buscar mejor la inspiración. Finalmente enunció: Un veneno. Un potente veneno de efecto retardado. Algo como cianuro cubierto de caramelo. Cuando el caramelo se funde en el estómago, libera su contenido mortal. Como una bomba química de efecto retardado. ¿No me has dicho que era químico?
—Sí, en la CQG.
—¡Por lo tanto, a Sébastien Salta no le ha costado mucho fabricar su arma!