Frente a los globos oculares del cráneo hay una hormiga que pregunta por quinta vez qué es lo que tiene que comunicar.
En el cerebro aparece un nuevo charco de sangre. Se puede utilizar para seguir reflexionando un poco. Entre una placa entera de memoria y el sistema emisor-receptor se materializa la orden eléctrica y química. Alimentado por la energía de algunas proteínas y de azúcares que subsisten en el lóbulo frontal, el cerebro consigue entregar un mensaje.
Chli-pu-ni quiere lanzar una cruzada para matarlos a todos. Hay que avisar deprisa a las rebeldes.
103.638 no comprende. Aquella hormiga, o mejor dicho, aquel desecho de hormiga, habla de «cruzada», de «rebeldes». ¿Habrá rebeldes en la Ciudad? ¡Qué novedad! Pero la soldado nota que su cráneo no va a poder dialogar durante mucho tiempo. No perder una molécula en digresiones inútiles. Frente a una frase tan desconcertante, ¿cuál es la mejor pregunta? Las palabras salen por sí mismas de sus antenas.
¿Dónde puedo encontrar a esas «rebeldes» para avisarles?
El cráneo consigue producir todavía un esfuerzo, vibra.
Encima de los nuevos establos para escarabajos rinoceronte… Un falso techo…
103.683 se juega el todo por el todo.
¿Contra quién va dirigida esa cruzada?
El cráneo se estremece. Sus antenas tiemblan. ¿Logrará escupir una última semiferomona?
Emerge un resto, apenas perceptible, en la antena. No contiene otra cosa que una sola palabra perfumada. 103.683 lo toca con el último segmento de su apéndice sensorial. Lo huele. Ella conoce esa palabra. Incluso la conoce demasiado bien.
Dedos.
Las antenas del cráneo ya están completamente secas. Se crispan. En aquella bola negra no queda ya el menor olor de información.
103.683 está estupefacta.
Una cruzada para acabar con todos los Dedos…
Así, de buenas a primeras.
¿Por qué se ha apagado de pronto la claridad? La mariposa había notado, desde luego, que el fuego estaba a punto de consumirle las alas, pero estaba completamente dispuesta para saborear el éxtasis de la luz… ¡Había estado tan cerca de lograr esa ósmosis con el calor!
La esfinge, decepcionada, se vuelve al bosque de Fontainebleau y se eleva muy alto en el cielo. Vuela durante mucho tiempo antes de alcanzar los lugares en que su metamorfosis ha de terminar.
Gracias a sus millares de facetas oculares, divisa perfectamente, desde el cielo, el plano de la región. En el centro, el hormiguero de Bel-o-kan. Alrededor, aldeas y pueblos construidos por las reinas rojas, que llaman a ese conjunto la «federación de Bel-o-kan». De hecho, ha adquirido tal importancia política que ya se trata de un imperio. En el bosque nadie se atreve a poner en cuestión la hegemonía de las hormigas rojas.
Son las más inteligentes, las más organizadas. Saben utilizar las herramientas, han vencido a las termitas y a las hormigas enanas. Abaten animales cien veces más voluminosos que ellas. En el bosque nadie duda de que sean las verdaderas dueñas del mundo, y las únicas.
Al oeste de Bel-o-kan se extienden territorios peligrosos, llenos de arañas y de mantis religiosas. (¡Ten cuidado, mariposa!)
Al Sudoeste, una comarca algo menos salvaje está invadida por avispas asesinas, por serpientes y por tortugas. (Peligro.)
Al Este, todo tipo de monstruos de cuatro, de seis o de ocho patas y otras tantas bocas, colmillos y aguijones que envenenan, aplastan, mascan y licuan.
Al Nordeste está la reciente ciudad abeja, la colmena de Askolein. En ella viven abejas feroces que, con el pretexto de ampliar su zona de recolección de polen, ya han destruido varios nidos de avispas.
Más al Este se encuentra el río llamado «Cómelo todo», porque engulle al instante cuanto se posa sobre su superficie. Basta el nombre para incitar a la prudencia.
Vaya, una nueva ciudad ha hecho su aparición en la orilla. Intrigada, la mariposa se acerca. Han debido construirla hace poco las termitas. La artillería situada en las torretas más elevadas trata de abatir al instante a la intrusa. Pero esta última planea demasiado alto para que esas miserables la inquieten.
Le esfinge cambia de parecer, sobrevuela los acantilados del Norte, las montañas escarpadas que rodean la gran encina. Luego desciende hacia el Sur, país de los fasmos y de los hongos rojos.
De pronto descubre una mariposa hembra que exhala hasta esa altura el fuerte perfume de sus hormonas sexuales. Acude para verla más de cerca. Sus colores resultan aún más brillantes que los suyos. ¡Es tan hermosa! Pero permanece extrañamente inmóvil. ¡Qué raro! Tiene los efluvios, las formas y la consistencia de una señora mariposa, pero… ¡Infamia! Sólo es una flor que, por mimetismo, se hace pasar por lo que no es. En esa orquídea todo resulta falso: los olores, las alas, los colores. ¡Pura engañifa botánica! ¡Ay! La esfinge lo ha descubierto demasiado tarde. Sus patas han quedado enviscadas. No puede despegarlas de la flor.
La esfinge bate tan fuerte las alas que genera una corriente de aire que le arranca las estrellas a una flor de diente de león. Patina suavemente por los bordes de la orquídea en forma de hondonada. Realmente esa corola no es más que un estómago abierto. Al fondo de la hondonada se disimulan todos los ácidos digestivos que permiten a una flor comerse una mariposa.
¿Es el fin? No. El Destino se presenta en forma de dos Dedos que, haciendo de pinza, le cogen las alas y le liberan del peligro para colocarla en un tarro transparente.
El tarro recorre una gran distancia.
La joven mariposa es conducida a una zona luminosa. Los Dedos la sacan del tarro, la barnizan con una sustancia amarilla muy olorosa que endurece las alas. ¡Imposible volar! Los Dedos cogen entonces una gigantesca estaca cromada coronada por una bola roja y, de un golpe seco, la hunden en su corazón. A guisa de epitafio, ponen una etiqueta justo encima de su cabeza:
Papillonus vulgaris.
CHOQUE ENTRE CIVILIZACIONES:
El encuentro entre dos civilizaciones siempre constituye un momento delicado. La llegada de los primeros occidentales a América Central dio lugar a una gran equivocación. La religión azteca enseñaba que, un día, llegarían a tierra mensajeros del dios serpiente emplumada, Quetzalcóatl. Tendrían la piel clara, dominarían sobre grandes animales de cuatro patas y escupirían rayos para castigar a los impíos.
Hasta el punto de que, cuando en 1519 les dijeron que los jinetes españoles acababan de desembarcar en la costa mexicana, los aztecas pensaron que se trataba de «teúles» (divinidades, en lengua náhuatl).
Sin embargo, en 1511, justo pocos años antes de esa aparición, un hombre les había puesto en guardia. Guerrero era un marinero español que había naufragado en las costas del Yucatán, cuando las tropas de Cortés aún estaban acantonadas en las islas de Santo Domingo y de Cuba.
A Guerrero no le costó mucho ser aceptado por la población local y se casó con una autóctona. Anunció que los conquistadores desembarcarían pronto. Les aseguró que no eran ni dioses ni enviados de los dioses. Les avisó que deberían desconfiar de ellos. Les enseñó a fabricar ballestas para defenderse. (Hasta entonces los indios sólo utilizaban flechas y hachas con punta de obsidiana; y la ballesta era la única arma capaz de traspasar las armaduras metálicas de los hombres de Cortés.) Guerrero repitió que no había que temer a los caballos y recomendó, sobre todo, que no había que enloquecer ante las armas de fuego. No eran ni armas mágicas ni fragmentos de rayo. «Como vosotros, los españoles están hechos de carne y de sangre. Se les puede vencer», repetía una y otra vez. Y para demostrarlo, él mismo se hizo un corte de donde brotó la sangre roja común a todos los hombres. Guerrero se preocupó tanto y tan bien de instruir a los indios de su poblado que, cuando los conquistadores de Cortés los atacaron, se vieron sorprendidos porque, por primera vez en América, se enfrentaban a un verdadero ejército indio que se les resistió durante varias semanas.
Pero la información no había circulado fuera de esa población. En septiembre de 1519, el rey azteca Moctezuma salió al encuentro del ejército español con carros alfombrados de joyas a modo de ofrendas. Aquella misma noche era asesinado. Un año más tarde, Cortés destruía a cañonazos Tenochtitlán, la capital azteca, cuya población moría de hambre después de tres meses de asedio.
En cuanto a Guerrero, murió mientras organizaba el ataque nocturno a un fortín español.
Edmond Wells
Enciclopedia del saber relativo y absoluto,
tomo II.
Tras su rápida resolución del caso Salta, el comisario Jacques Méliés fue convocado ante el prefecto Charles Dupeyron. El responsable de la Policía quería felicitarle en persona.
En un salón ricamente decorado, el prefecto le confió de entrada que aquel «caso de los hermanos Salta» había producido una fuerte impresión «en las alturas». Algunos de los políticos mejor situados habían calificado su investigación de «modelo de rapidez y de eficacia a la francesa».
El prefecto le preguntó luego si estaba casado. Sorprendido, Méliés contestó que era soltero, pero como el otro insistía admitió que se comportaba como todo el mundo: mariposeaba por aquí y por allá tratando de evitar el contagio de alguna enfermedad venérea.
Charles Dupeyron pasó a sugerirle que pensara en tomar esposa. De este modo se labraría una imagen social que le permitiría entrar en política. Para empezar, él le veía de diputado o de alcalde. Subrayó que la nación, todas las naciones necesitaban personas que supiesen resolver problemas complejos. Si él, Jacques Méliés, era capaz de comprender la forma en que tres personas habían sido asesinadas a puerta cerrada, también podría resolver otras cuestiones delicadas como la forma de reabsorber el paro, luchar contra la inseguridad de los suburbios, reducir el déficit de la Seguridad Social y equilibrar la balanza del presupuesto. En resumen, todos esos pequeños enigmas a los que se ven enfrentados cotidianamente los dirigentes de un país.
—Necesitamos personas aptas para utilizar el cerebro y, en los tiempos que corren, son escasas —se lamentó el prefecto—. Sepa que si usted quiere lanzarse a esa otra aventura que es la política, yo seré el primero en apoyarle.
Jacques Méliés contestó que lo que le interesaba en un enigma consistía en que fuera abstracto y gratuito. Nunca investigaría con el objetivo de adquirir poder. Dominar a los demás resultaba demasiado fatigoso. En cuanto a su vida sentimental no funcionaba mal y prefería que siguiese perteneciendo a su dominio privado.
El prefecto Dupeyron se rió de buena gana, le puso la mano en el hombro afirmando que también él había tenido exactamente las mismas ideas a su edad. Y que luego había cambiado. No había sido la necesidad de dominar a los demás lo que le había empujado, sino la necesidad de no ser dominado por nadie.
—¡Hay que ser rico para despreciar el dinero, hay que tener poder para despreciar el poder!
El joven Dupeyron había aceptado, por lo tanto, subir uno por uno los estratos de la jerarquía humana. Ahora declaraba estar protegido de todo, no temía ya al futuro que decepciona, había engendrado dos herederos a los que había metido en una de las escuelas privadas más caras de la ciudad, poseía un coche de lujo y tiempo libre, y se había rodeado de centenares de cortesanas. ¿Podía soñarse algo mejor?
«Seguir siendo un niño fascinado por las novelas policíacas», pensó Méliés, que sin embargo decidió guardarse ese pensamiento para sí.
Acabada la entrevista, el comisario salía de la prefectura cuando observó junto a la verja un gran tablero cubierto de carteles electorales con eslóganes diversos: «¡Por una democracia basada en los verdaderos valores, votad socialdemócrata!», «¡No a la crisis! ¡Basta de promesas incumplidas! ¡Uníos al Movimiento de los radicales republicanos!» «¡Salvad el planeta apoyando la Renovación Nacional-Ecologista!», «¡Rebelaos contra las injusticias! ¡Uníos al Frente Popular Independiente!»
¡Y en todas partes las mismas caras de tipos bien alimentados, que tienen a su secretaria por amante y se creen cabecillas! Y el prefecto le proponía convertirse en uno de ellos. ¡Un notable!
Para Méliés no había ninguna duda. ¡Al cuerno con los honores! Valían mucho más su vida disoluta, su tele y sus investigaciones criminales. «Si no quieres quebraderos de cabeza, no tengas ambiciones», preconizaba su padre. Si no hay deseos, no hay sufrimientos. Y hoy tal vez añadiría: «No tengas las mismas ambiciones que todos esos cretinos, invéntate una búsqueda propia que trascienda la vida trivial.»
Jacques Méliés se había casado dos veces, y dos veces se había divorciado. Había resuelto con gusto una cincuentena de enigmas. Poseía un piso, una biblioteca y un grupo de amigos. Estaba satisfecho. En cualquier caso, se contentaba con ello.
Regresó a casa a pie, pasando por la plaza del Poids-de-l'Huile, por la avenida del Maréchal-de-Lattre-de-Tassigny y por la calle de la Butte-aux-Cailles.
A su alrededor, y por todas partes, la gente corría en todas direcciones, los automovilistas tocaban el claxon, agotados, y las mujeres vapuleaban ruidosamente sus alfombras en las ventanas. Unos chiquillos se perseguían disparándose con pistolas de agua. «¡PAM, PAM, muertos los tres!», gritó uno de ellos. Aquellos chavales jugando a policías y ladrones molestaron profundamente a Jacques Méliés.
Llegó delante de su edificio. Era un gran conjunto que formaba un rectángulo perfecto de ciento cincuenta metros de alto por otros tantos de ancho. Los cuervos daban vueltas alrededor de las antenas de televisión.
Siempre al acecho, la portera sacó la cabeza por la ventanilla de su portería. Y le habló inmediatamente:
—¡Buenos días, señor Méliés! ¿Sabe? He leído en el periódico lo que cuentan de usted. ¡Es pura envidia!
Él quedó sorprendido.
—¿Cómo?
—En cualquier caso, yo estoy segura de que es usted el que tiene razón.
Subió de cuatro en cuatro las escaleras de su piso. Allí le esperaba, como de costumbre,
Marie-Charlotte,
que le amaba con amor-pasión y que, como todos los días, había ido a buscar el periódico. Cuando abrió la puerta, aún lo sostenía entre los dientes. Le ordenó.