El día que España derrotó a Inglaterra (20 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

Dos veces más vinieron los padres con Doña Josefa a Lima para facilitar el encuentro de los dos jóvenes y una vez fue Don Blas a Locumba a visitar­la. Pero a diferencia de lo que en América se decía en relación con los amoríos a distancia, «amor de lejos, amor de pendejos», a ellos les ocurrió todo lo contrario. El vínculo fue creciendo hasta que se hizo insoportable la distancia. En su pueblo, la joven echaba de menos la fanfarria y la gran vida de la capital; el teatro, los toros, los bailes que le fascinaban y aquel gustillo que sentía de dar paseíllos por las grandes avenidas de Lima… ¡Ah, y el comercio! Entrar en las tiendas, probarse vestidos, soñar con la gran vida capitalina… ¡Qué lujo se veía allí! Era el Perú la más rica posesión de España en toda América y, con Méjico y la Nueva Granada, los más importantes virreinatos. Por eso, volver a su pueblo era como un demérito. Por el con­trario, estar con Blas era como si se abriera todo un mundo de aventuras sin fin que contrastaba con aquel aburrimiento de Locumba…

Todo dicho, el matrimonio se pactó el 5 de mayo de 1725 y se celebró en la hacienda de Don Tomás de Salazar, en la Magdalena, cerca de Lima. El mismo Morcillo, quien entonces sólo ejercía como Arzobispo de la capi­tal del Perú, ofició la ceremonia religiosa y ya para aquellas calendas los padres de la novia habían conseguido casa en Lima para estar más cerca de su hija; para ello habían encargado a su hijo mayor, Sebastián, de los nego­cios en Locumba, y Don José Carlos se aprestaba a ensancharlos con su presencia en la capital del Perú. Todos recibieron con alegría aquella noti­cia. Ellos mismos prestaron su concurso para que Don Blas se estableciese como correspondía a su rango y dejase de vivir en hoteles, buques y pensio­nes como un trashumante marino; procuraron que se hiciese a una casa en la capital y no es improbable que hayan colaborado económicamente para su adquisición, aunque los sueldos atrasados que le debía la Marina ayuda­ron bastante. La suegra se entretuvo en escoger muebles y sugirió decora­ciones para la nueva vivienda. La hija estaba radiante. Se casaría con uno de los más valientes militares de toda España y se sentía orgullosa; más ahora, cuando había realmente aprendido a apreciar las virtudes de aquel joven lisiado que, tras sus heridas, ocultaba un alma grande, como pocas, y tras sus desfiguraciones, una apuesta figura. Además, ¡qué le importaba a ella su pata de palo, su brazo medio muerto y su ojo ciego, si todavía le quedaba una pierna, otro brazo y otro ojo, para caminar a su lado, y abrazarla y mirarla con ternura…! Al fin y al cabo, su corazón también lo tenía intacto. Pronto quedó embarazada, con lo cual Lezo podía pasearse orgulloso por las calles de Lima del brazo de su mujer.

El pequeño Blas nació en mayo de 1726 y fue bautizado el 1 de junio del mismo año. Doña Josefa había tenido un buen parto; cuando supo que era varón, se alegró por su padre; ella sabía que él deseaba ardientemente un varón para continuar su apellido. Dejó caer la cabeza sobre la almohada y se dispuso a soñar con el futuro… ¡Ella había aprendido a amarlo tanto! «Menos mal que el pequeño Lezo tenía dos piernas, dos ojos y dos brazos, y eso más que compensaba», pensó. Pero también Blas, padre, sintió gran regoci­jo porque no sólo por las guerras se podía demostrar su hombría, sino por aquel hijo que le nacía, pues la maledicencia de las gentes daba a entender que también estaba lisiado de sus partes nobles… No podía olvidar aquella vez, cuando cojeando por una calle de Lima, algún travieso jovenzuelo que andaba con su pandilla le había gritado: «Ahí va medio-hombre», y había echado a correr. ¡Qué vergüenza había pasado frente a los demás transeún­tes que no pudieron sino ocultar una sonrisa de picardía! «¡Ya no era me­dio-hombre, sino hombre y medio!», pensó para sus adentros.

Justo hacía dos años se había posesionado el nuevo Virrey de su cargo y, desde entonces, la reorganización de la escuadra del Pacífico marchaba a ritmo frenético. Don José de Armendáriz, marqués de Castelfuerte, era un hombre dinámico y se había trazado el propósito de fortalecer la Hacienda mediante la reactivación del comercio y para ello era menester dar buena cuenta de los piratas que asolaban aquellos mares. Sin embargo, la reorga­nización de la escuadra trajo contratiempos; en primer lugar, el nepotismo del Virrey, intentando colocar familiares y validos suyos en puestos de la Armada, ocasionó varios enfrentamientos con Don Blas de Lezo quien, apoyado en una vieja ley de Felipe III, promulgada en 1623, ordenaba que tales cargos fueran ocupados por personas de suficiente idoneidad; en se­gundo lugar, los gastos de mantenimiento de una escuadra que crecía en la medida en que más y más barcos piratas eran capturados, también crecían, y el Virrey juzgó oportuno desmantelar algunos de ellos para reducir los costos. Esto contó con la oposición del General quien preveía que el cre­ciente poderío de su flota era la mejor arma disuasoria contra futuros ata­ques, sobre todo porque las relaciones con Holanda e Inglaterra iban po­niéndose cada vez más tensas en razón de la eficiencia de las capturas. Los intercambios entre Lezo y el Virrey debieron ser fuertes e inamistosos, pues el General era hombre de pocas pulgas y aún de menos palabras, y las que decía eran lo suficientemente toscas como para no dejar duda. Por supues­to, al Virrey no le hacía ninguna gracia el tono poco diplomático del mili­tar y se sintió ofendido. La situación llegó a tal punto, que Lezo se vio precisado en 1727 a escribirle a Don José Patiño, entonces Ministro de Marina, que le concediese la baja del servicio «para retirarme a mi tierra a criar mis hijos y cuidar y establecer mi familia con los pobres terrones de mi casa, pues ni siquiera el sueldo de comandante me es suficiente para mi manu­tención…, además de que en lo que va corrido se me deben muchos pesos, aparte de los desaires y pesadumbres que aquí experimento». Era también una forma oportuna de cobrarle los sueldos atrasados.

El General se quejaba agriamente de los tratos recibidos del Virrey, aun­que lo que más le dolía era el «juicio de residencia» al que fue sometido para demostrar su incompetencia en las labores asignadas. Esta fue la venganza del marqués de Castelfuerte por haber Lezo cuestionado la propia compe­tencia de sus validos. Sin embargo, el juicio se falló a su favor, pero ya Lezo estaba deshecho por la pena causada y hasta la salud se le afectó. Era la primera vez, aunque no la última, que su salud se veía atacada por un pro­blema emocional. Don José Patiño, inteligente conocedor de la psicología de los hombres y de las necesidades de la Marina de Guerra, no concedió la petición de baja del heroico marino, pero sí ordenó su traslado a la Penín­sula, lo cual se hizo mediante Real Orden del 13 de febrero de 1728. Lezo permaneció en el Perú restableciéndose de su enfermedad y, finalmente, decidió marchar a la Península una vez pudo conseguir el dinero para el pasaje y su establecimiento en Cádiz. Tuvo que esperar todo este tiempo porque su penuria era tal que si la Marina no le enviaba lo adeudado, ni siquiera tendría con qué sufragar los costos del viaje y los gastos que supon­dría instalarse en España; su suegro acudió en su auxilio.

Había permanecido en tierras peruanas diez años. Llegó a Cádiz el 18 de agosto de 1730, después de haber manifestado a sus suegros su inmenso reconocimiento por haberlo mantenido a él, a su mujer y a sus hijos duran­te todo este tiempo, y prometió resarcirlos de cuanto gasto les había causa­do. Aunque sus suegros se opusieron a recibir compensación alguna, Blas insistió en que deudas eran deudas, al tenor de lo que su padre le había enseñado, porque, según decía, «no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague». España pagaría la que con él había adquirido, pero en­tonces ya muy vencido el plazo y harto disminuida por el paso de los años. Sus sueldos atrasados le fueron reconocidos desde el 23 de febrero de 1726, es decir, más de cuatro años, como Comandante de la Escuadra Virreinal del Perú, aunque, efectivamente, el dinero contante y sonante que, en ese caso, lo debía abonar el Virreinato del Perú, no lo recibió sino hacia enero de 1737, transcurridos siete años de permanentes reclamaciones y once de deuda impagada. En efecto, el marqués de Castelfuerte se negaba sistemáticamente a pagar las sumas adeudadas, a pesar de que el propio Rey intervino a favor de Lezo:

[…] He tenido a bien condescender con su instancia y en su conformidad os ordeno y mando que luego, que se presente el expresado Don Blas de Lezo representado en este Despacho, deis orden a los oficiales reales de esa Ciudad para que de cualesquiera [maneras] que hubieren o entraren en las cajas de su cargo le den y paguen sin embargo de cualesquiera órdenes.

Felipe V, 3 de noviembre de 1731

En febrero y septiembre de 1732 vuelve Lezo a recordar al secretario de Marina, José Patiño, que sigue sin cobrar los sueldos atrasados. La excusa de Castelfuerte era que no había dinero con qué pagarle, y así dilataba el pago que es reclamado una y otra vez hasta 1735. En septiembre y noviem­bre de 1736, el Rey vuelve a dirigirse al Virrey del Perú y, por fin, al año siguiente, los sueldos le son restituidos. Fue así como Castelfuerte se des­quitó de las injurias y desobediencias del marino. En el entretanto, la Real Hacienda tuvo que socorrer a Don Blas, quien presto procedió a embarcar las sumas adeudadas a su suegro en el primer barco que de Cádiz salió para el Perú, entregándoselas a alguno de su confianza. Las sumas adeudadas a Lezo debieron reintegrarse a la Real Hacienda después de que el Virreinato las entregara al General. Cuando Lezo vio partir el barco en el que enviaba el dinero a su suegro, sintió la pesadumbre de quien, no resuelto a asumir su nueva vida, tampoco quiere dejar enteramente la vieja, ya que tantos y tan gratos recuerdos le traían aquellas lejanas y espléndidas tierras de Perú. El barco se llevaba algo de su propia alma.

El 28 de diciembre de 1731 Don José Patiño, ministro de Marina, In­dias y Hacienda, firmaba un despacho en el que señalaba el distintivo que debía desplegarse en la nave capitana de Don Blas de Lezo, la Real Familia, distintivo que era el reconocimiento de su jerarquía y mando y que se dis­tinguía del pabellón de Marina con el escudo de armas de Felipe V sobre fondo blanco. La bandera morada llevaba el escudo de España, alrededor del cual estaba la máxima condecoración de Francia, las órdenes del Espíri­tu Santo, y el Toisón de Oro, tan afecto a las casas reales españolas, en cuyos extremos aparecían cuatro anclas. Este distintivo se conserva hoy en el Museo Naval de Madrid. La despedida del año viejo y el comienzo del nuevo no podía ser más feliz para el marino y su familia, quienes veían en ese gesto una recompensa por tantos años de privaciones y sacrificios personales; sobre todo, viniendo del poderoso Patiño, quien había ascendido meteóricamente al poder después de la caída en desgracia de Jan Willem Ripperdá, favorito de Felipe V. Ripperdá había sido colmado de honores y títulos nobiliarios (fue nombrado Duque y Grande) por unos acuerdos di­plomáticos alcanzados con Viena en 1725 en los que, entre otras, se men­cionaba la posibilidad de un pacto matrimonial que uniera las dos casas reinantes; Viena también prometía ayuda para que a España le devolviesen Menorca y Gibraltar, ahora en poder de los ingleses. Pero la ambigüedad de las cláusulas hizo inviable el tratado y provocó amenazas de guerra por parte de Inglaterra.

La caída de Ripperdá catapultó a Patiño a las secretarías que antes esta­ban en manos del desgraciado ministro y pronto pudo comprobarse la in­fluencia que el nuevo funcionario ganaba en la Corte: en 1729, mientras el Rey hacía estancia de cinco años en Sevilla, el gobierno de Madrid pasó a manos suyas y en 1730, mediando la enfermedad de su hermano, Don Baltasar Patiño, marqués de Castelar, asumió la secretaría de Guerra. Su mayor logro había sido la restauración de la marina española y la creación de la toma de conciencia de que España necesitaba una fuerza de combate creíble y permanente.

Pese a todo, España construía mejores hombres que barcos; los ingleses los hacían más livianos y ágiles y su ventaja táctica consistía en ganarle el barlovento al enemigo para luego atacarlo en condiciones favorables. Frente a los pesados galeones españoles, que empleaban mucha gente en sus dota­ciones, los ingleses presentaban barcos no sólo más rápidos, sino de mejo­res cualidades veleras y con tripulaciones más aptas para este tipo de com­bate y maniobra marinera. Es posible que el hecho de que Sevilla hubiese sido la ciudad receptora del comercio y tráfico americano, con todas las limitaciones de calado del río Guadalquivir, los mantuviese, por mucho tiempo, panzudos en su diseño. Si bien los galeones, sin remos y alterosos, eran excelentes navíos tanto mercantes como de guerra, y en su momento habían representado una innovación española en el arte de navegar, los nuevos tiempos exigían diferente tipo de buques.

El traslado de Sevilla a Cádiz en 1717 del Consulado y de la Casa de Contratación, determinantes en su establecimiento como puerto de entra­da y salida del comercio, tendría mucho que ver con la mejora del diseño de los buques de guerra españoles. Aun así, Inglaterra ya se había colocado a la cabeza de Europa en diseño naval y nadie la igualaba en ceñir en un ángulo de 67.5 grados de la proa con la dirección del viento. Los marinos españoles conocían esta ventaja e intentaron siempre suplirla con combates más cercanos, dada la mayor robustez de sus naves y mayor calibre de sus cañones, pero, sobre todo, con el abordaje, al cual temían los ingleses como a la peste. «They give us the run for the money», decían los ingleses, alabando el valor de los españoles.

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