El día que España derrotó a Inglaterra (23 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

El día 15 de marzo, el grueso de la Armada Invencible inglesa estaba fondeado en la ensenada de Punta Canoa, frente a La Boquilla. El General ya no pudo contenerse y se volvió a dirigir al palacio virreinal, donde con­frontó a Eslava, entrando directamente a su despacho sin solicitar audien­cia ni anuncio:

—¡Vive Dios que van a masacrar a esos muchachos en las baterías de La Boquilla, Señor Virrey, y vos seréis responsable de lo que allí suceda! —entró diciendo al despacho de Eslava, quien se levantó inmediatamente de su silla al ver la impetuosidad del General. Lezo continuó, señalando al Virrey—: La Armada de Vernon está fondeada en la ensenada de Punta Canoa y va a desembarcar hombres y pertrechos por allí. Es imperativo que hagáis algo; de lo contrario, me veré precisado a sacar a mis marinos de Cartagena y trasladarlos a La Boquilla para evitar una masacre.

—¡No sacaréis a nadie de Cartagena, General! —contestó el Virrey en­fadado en grado sumo. Y añadió—: Yo atenderé eso enviando hombres desde La Popa.

—Como digáis, Vuecencia, pero sabed que es preciso enviar suficientes refuerzos a esas baterías —dijo golpeando la mesa—. Yo, francamente, no entiendo qué hacéis con tantos soldados en La Popa cuando se necesitan en el frente… Y, en todo caso, tras el Caño del Ahorcado, para no dejar pasar al enemigo, y no donde los tenéis. ¡Os repito, seréis el único responsable de que esta plaza caiga en poder del enemigo y de que masacren a los ejércitos del Rey! —Y diciendo esto, salió del despacho del Virrey, dando un porta­zo que se sintió en los pasillos, por lo que varios funcionarios salieron a ver qué pasaba y cuál era la escandalera. La gente se quedó atónita, pues nadie se había atrevido a hablar de esa manera al Virrey de la Nueva Granada, Teniente General Don Sebastián de Eslava, Lazaga, Berrío y Eguiarreta, Señor de Eguillor, y quedarse en su puesto tan impávido…, particularmen­te cuando se salía con el característico toc toc de una pata que se oía a leguas y anunciaba un portador que no era, precisamente, el más gallardo e influ­yente gentilhombre del reino. No permitiría que este generalucho, medio­hombre y de paso incierto, para más señas, se cruzara en su camino de la manera en que lo estaba haciendo. Y menos aun que desde el pasillo se le oyera decir: «¡Que los hombres y la artillería deberían estar dispuestos tras el Caño, para parar al enemigo, y no escondidos en La Popa, para dejarlo pasar!», dejando un rastro de imprecaciones tras de sí. El Virrey se sentía humilladísimo, pues Lezo había dejado la impresión pública de su incom­petencia militar.

Lezo tenía en mente escalonar las defensas con un primer peldaño en La Boquilla y un segundo tras el Caño del Ahorcado, que era una vía de agua que estaba entre La Popa y las playas de La Boquilla, donde Vernon tendría que tender pontones para cruzarlo; lo difícil del terreno dificultaría sus maniobras, lo cual, era de suponer, permitiría una más fácil defensa desde la otra orilla del caño para mantener al invasor lejos de los castillos y, sobre todo, no darle tregua en el asedio con baterías empotradas en tierra. Pero ya el General, a estas alturas, comenzó a dudar seriamente de que Cartagena pudiese ser defendida con solvencia y temió su caída. Por eso se dirigió a su casa y, abriendo la puerta de un golpe, dijo a voces:

—Josefa, debes salir de Cartagena cuanto antes, mientras queda tiempo. Debes partir hacia Mompox a ponerte a salvo, porque esta Plaza se va a per­der. Este maldito Virrey está cometiendo cada cagada que no te la imaginas…

—¡Que dices! —interrumpió Josefa—; ¿que te deje aquí? ¿De qué me estás hablando? Yo voy a permanecer en Cartagena el tiempo que tú estés aquí defendiéndola, Blas. Ni sueñes que me voy a Mompox a aguardar y aguardar noticias retrasadas sobre lo que aquí está pasando… El Virrey po­drá cometer todas las cagadas que quiera, pero mientras tú estés aquí, yo me quedaré contigo. Sé que no permitirás que esta ciudad caiga en manos de los ingleses, por más imbécil que sea Eslava… Aquí me quedo, Blas. Con lo cual Lezo no tuvo más remedio que resignarse a la decisión de su mujer. Pero ello también le sirvió de acicate para redoblar su determinación de defenderla costare lo que costare. ¡Ningún inglés entraría a mancillar el honor de su Dama!

El Virrey, en el entretanto, así vuelto a ser presionado por Lezo, decidió el 16 de marzo enviar dos piquetes de cincuenta granaderos a La Boquilla, comandados por el capitán Pedro Casellas, con lo cual las baterías de Cres­po y Mas quedaron con cien hombres cada una, todavía insuficientes para resistir un desembarco masivo. Los hombres fueron sustraídos de las guar­niciones de La Popa, quedando ésta con quinientos soldados. El Virrey debió pensar que, ante tanta insolencia, estaba ya concediendo suficiente, porque desde aquel momento su resentimiento contra Lezo fue cobrando una dimensión insospechada que se iría acrecentando con el tiempo y con la guerra.

Desde el baluarte de la Merced el mismo 16 de marzo en las horas de la tarde el Virrey pudo observar con su catalejo que el enemigo intentaba desembarcar en La Boquilla y que el fuego de las baterías comenzaba a hacerle daño. Sus lanchas de desembarco fueron alcanzadas con varios im­pactos y las que llegaron a la playa fueron contenidas por la fusilería; los sobrevivientes intentaron avanzar para consolidar una cabeza de playa, pero pronto tuvieron dificultades con el terreno. Este primer intento fue un fracaso, y desgraciadamente pareció confirmar las apreciaciones del Virrey en el sentido de que, en primer lugar, no se necesitaba de tanta fuerza para contener el desembarco; y en segundo, que, frustrado el desembarco, frus­trada también la trampa tendida. «Este maldito general me ha hecho hacer lo que no quería», pensó agriamente y se lamentó de haberlo escuchado. En Cartagena sonaban los primeros vítores a las tropas del Rey.

Los ingleses se demoraron todavía cuatro días en decidir lo que iban a hacer y por dónde desembarcar. Exploraron las playas, reconocieron el te­rreno, observaron las fortificaciones, contaron las baterías y, una vez hecho esto, comenzaron a concentrar sus efectivos entre Bocagrande y Bocachica, lugar donde fondearon cuatro navíos y dos paquebotes. Los cartageneros observaban estas maniobras con el corazón oprimido por la angustia y con el estómago hecho un nudo. Los hombres que marchaban al frente se des­pedían de sus familias, amigos y conocidos. La ciudad estaba, como nunca, silenciosa y se respiraba un ambiente de zozobra ante la inminencia del ataque. Nadie cesaba de comentar sobre los enormes efectivos de que dis­ponía el enemigo y muchos dudaron de que Cartagena pudiera resistir un sitio como ése, particularmente cuando se veía que impunemente Vernon se paseaba frente a la bahía como un tigre olfateando su presa. A nadie se le escapaba que esta vez el General no había sacado sus barcos fuera de la bahía y eso era un síntoma inequívoco de debilidad. Para Lezo estaba claro, más allá de toda duda, de que el ataque principal se verificaría por Bocachica, asediando las baterías de Chamba, San Felipe y Santiago, que defendían el castillo de San Luis, el cual también recibiría el castigo combinado de tierra y mar. Así las cosas, Vernon convocó un consejo de guerra con el general Wentworth y el almirante Ogle para trazar el plan definitivo a bordo de la nave almiranta.

—Hemos fallado en el plan de desembarco en La Boquilla porque el terreno no nos es favorable —comenzó por decir Vernon—. Debemos con­centrarnos en Bocachica, desembarcando en esta isla que veis al frente, la Cárex, para liquidar las baterías que protegen al San Luis y avanzar contra él bombardeándolo desde tierra y mar. General Wentworth, detallad los planes de desembarco y que la operación sea dirigida por Cathcart. Asegu­raos de que los colonos marchan en primera línea de desembarco coman­dados por Washington; los negros macheteros de Jamaica deben ser, entre ellos, los primeros. Nuestros hombres deben ser guardados para el final, en todo lo que podamos. Debemos asegurarnos que esta operación ha de ser un completo éxito. Como veis, nuestro intento de desembarco en La Bo­quilla ha sido repelido y el movimiento de distracción no ha funcionado del todo bien; si los españoles nos rechazan en este segundo intento, creo que tendremos que regresar a Jamaica con el rabo entre las piernas, por lo que también creo, generales, que ni vuestros puestos, ni el mío, estarán a salvo de la ira de los británicos.

—Yo no estoy tan seguro de que logréis vuestros objetivos con tropas que no han sido probadas, milord —dijo Wentworth—. Pienso que esos colonos no darán la talla. Y los negros, menos. Son flojos y cobardes. En cuanto al desembarco, Señor, debéis darme todo el apoyo naval que haga falta. Yo no pisaré tierra hasta tanto vos no hayáis neutralizado las tres bate­rías que defienden el San Luis.

—Algo harán los colonos americanos en debilitar las líneas españolas y ello ayudará a evitar bajas nuestras. No se diga más. Tendréis el apoyo nece­sario de mi Armada, general Wentworth. Almirante Ogle, alistaos a bom­bardear las tres baterías y a ablandar el castillo desde el mar —concluyó el almirante de la otra Armada Invencible.

—Como ordenéis, milord.

—Espero que hayáis dispuesto los navíos de patrulla para que no escape ningún correo a La Habana. De eso depende el éxito de nuestra operación —señaló Vernon.

—He dispuesto cuatro navíos y ocho fragatas para esa operación, Señor —contestó Ogle—. Patrullan todo el litoral.

—Disponed también de tres navíos que sirvan de hospitales —ordenó Vernon.

—Sí, Señor —respondió Ogle.

La noche del 17 de marzo Lezo fue sobresaltado por el fuego de las baterías costeras que disparaban contra una lancha inglesa que se había aproximado a la ensenada donde estaba el baluarte Santiago, como explo­rando el terreno, pero rápidamente se retiró. Así, desde el 17 de marzo hasta el 20, los navíos ingleses se aproximaban al litoral para medir el alcan­ce de los cañones y viraban rápidamente, con todos los rizos tomados a las gavias, cuando las baterías costeras respondían el reto. Ante esta situación, Don Sebastián de Eslava dispone la noche del 17 que, en una balandra a cargo de Don Pedro Mas, se envíen 155 marinos de refuerzo a Bocachica, sustrayéndolos de la reserva de 460 que quedaban tras los muros de la Pla­za. Ese día consigna Blas de Lezo en su diario de guerra que Don Sebastián de Eslava le escribe diciéndole que «sólo se hallaba con trescientos hombres dentro de la Plaza, por tenerlos destacados todos fuera de ella, y que me com­ponga con lo que me envía».

Es decir, el Virrey había ya dispuesto de los 180 hombres de ejército que tenía reservados en Cartagena, enviando a cincuenta de ellos, granaderos todos, hacia las baterías de Crespo y Mas, y los restantes 130 a La Popa, por constituir este plan la obsesión del Virrey. La explicación de continuar re­forzando, así fuera débilmente, aquellas baterías, queda explicada por las dudas que, de todas maneras, tendría que albergar Eslava sobre la realiza­ción de su plan. Estas baterías, contarían, entonces, con tres compañías de granaderos y sus defensas se habrían incrementado a 150 hombres, mien­tras que las de La Popa a 630, pues no existe evidencia alguna de que se hubiese dispuesto otra cosa. En el costado nordeste de La Popa, el Virrey había comenzado a excavar trincheras y a poner empalizadas y obstáculos para el eventual asedio del enemigo a ese punto, intentando impedir que se lo tomara. Pero Lezo había recomendado al virrey Eslava hacer justamente lo contrario: atrincherar las tropas en el costado sur del Cerro, pues era previsible que, si las defensas de Bocachica caían, el inglés desembarcaría en Manzanillo y atacaría por esa parte del Cerro. La Popa, entonces, quedaría amenazada, como amenazado quedaría el castillo de San Felipe.

Así, pues, vacilante, el Virrey no se decide plenamente a acometer los hombres necesarios a la defensa del punto neurálgico ya que, no queriendo ser débil en ninguna parte, había logrado serlo en todas y con ello sellaba el destino de la primera línea de defensa que, sin duda alguna, la constituía de manera principalísima el castillo de San Luis, en la entrada de Bocachica. Particularmente, porque al día siguiente ocurre algo totalmente inesperado y fuera de todo contexto: ¡cuál sería la sorpresa de Don Blas de Lezo cuan­do el día 18 le llega comunicación en el África, barco que servía de enlace entre el puerto y el frente de batalla, de que el Virrey carecía de hombres y que era preciso que le devolviera la tropa que el día anterior le había enviado!

—Señor —llega agitado Pedro Mas—, el Virrey solicita se le devuelvan los hombres enviados anoche.

—¿Qué decís?

—Como lo oís —replica Mas—. Ha llegado comunicación escrita. Hela aquí, leed. Pero, como si fuera poco, dice que también le faltan víveres.

Lezo toma el papel y exclama:

—Maldita sea —añadiendo—; este cabrón está loco. Llamadme a Desnaux y a Alderete. Que suban a bordo, ¡que nos van a joder!

Lezo llamaba así a Suillar de Desnaux, por su segundo apellido, pues no ha sido cosa rara en España llamar por el apellido que más suena, así sea el segundo. Poco después se hacen presentes los dos oficiales y Lezo les expli­ca la situación:

—Nos quitan los hombres que nos han dado. ¡Dizque debemos devol­vérselos al Virrey! ¡Esto es una pura mamadera de gallo, como dicen por aquí! —dijo haciendo uso de una expresión que en la jerga local significaba «tomadura de pelo»—. ¡Que no se está tomando la guerra en serio este Virrey! De paso nos informa que no tiene víveres, como esperando que nosotros se los enviemos o informándonos que nos va a dejar aquí comien­do mierda —agregó.

—No lo puedo creer —replicó Alderete—. Yo tenía dispuesto que parte de estos hombres estuviesen tras las baterías, en los matorrales, esperando el desembarco de los ingleses para caerles por sorpresa. Yo no entiendo nada, mi General. Las baterías no podrán resistir un ataque sostenido de la escua­dra inglesa, y lo único que puede preservar la defensa del San Luis es una carga contra la playa, en caso de desembarque.

—El San Luis podrá resistir —se limitó a decir el coronel Carlos Desnaux.

—No podrá resistir si el enemigo emplaza baterías en tierra —comentó agriamente Lezo, fulminándolo con una mirada—. Volvemos a quedar en nuestras platas: 342 hombres en el San Luis y 150 en las baterías. Esto no sirve para mierda. Don Pedro, disponed el reemplazo de estos 155 hombres extrayéndolos de mis seis navíos y de ellos destacad cincuenta hom­bres para el capitán Alderete. ¡Embarcad de nuevo los 155 hombres que nos envió el Virrey y que se vaya para la gran puta mierda este cabrón que está más loco que una cabra!

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