El día que España derrotó a Inglaterra (34 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

—Esto es una trampa, milord.

—No lo creo. El enemigo está desmoralizado y comienzan a pasarse a nuestro campo. Empezaron los portugueses. Ahora son los españoles.

—El ahorcamiento del portugués ha tenido que servir de lección y dudo que alguien más se atreva a hacerlo —concluyó Grant.

—Por eso mismo no lo creo. No serán tan estúpidos en pensar que, tras ese ajusticiamiento, pueden tendernos una trampa tan infantil. Estos de­sertores son en verdad desertores, Coronel, y hay que atender las noticias que traen. Utilícelos para buen provecho de nuestras fuerzas.

Y fue así como quedó montada y creída la trampa más infantil e invero­símil en la historia de la guerra. Los supuestos desertores se aprestaron a conducir a los ingleses en la oscuridad de la madrugada hacia la ladera oriental, donde, según habían explicado al alto mando inglés, había un punto por donde escalar.

La noche del 19 de abril el enemigo continuó desembarcando más mor­teros y hombres. Se aprestaban, muy temprano en la madrugada, a tomar por asalto el Castillo. Pero el gran problema había sido la escasa cobertura que, a juicio de Wentworth, la Marina británica había dado a las tropas de asalto, como resultado del intenso fuego de artillería proveniente del casti­llo de San Felipe, del fuerte de San Sebastián del Pastelillo y el apoyo de la ciudad amurallada. Los navíos británicos habían recibido tal castigo que no les quedó más remedio que retirar los buques fuera del alcance del cañón. Se limitaron a enviar bombardas de noche para continuar lanzando bom­bas contra la ciudad y los castillos, cosa que provocó la prolongación de los incendios. La penuria de los cartageneros iba en aumento a causa del agua que tenían que emplear para sofocar las llamas que todo lo devoraban. Las casas de los pudientes, que tenían aljibes propios, suministraban ahora el agua para la ciudad y sus habitantes.

Durante las horas siguientes los españoles continuaron cavando el foso defensor y las trincheras; esta operación era nocturna, porque a lo largo del día los ingleses los acosaban con el fuego de los navíos y bombardas que, de todas maneras, eran también castigados por las baterías costeras. Los navíos ingleses se encontraban frente a la desventaja de la altura del castillo de San Felipe de Barajas que, cual un Coloso, dominaba el Cerro San Lázaro y desde allí batía con mayor facilidad al enemigo. Vernon pronto observó que esta desventaja obraba muy en contra suya y, por tanto, insistió en que su ablandamiento y eventual toma debía verificarse por tierra, sin importar los hombres sacrificados en la operación. Para él era más importante poner a salvo su Armada.

Los defensores, atendiendo las órdenes de Lezo, también empezaron a desbrozar el monte que había alrededor de la huerta de Belesain y Gaviria, adonde estaban las últimas avanzadas españolas que habían sido rebasadas, pero no dominadas y, por supuesto, atrincheradas en uno de los flancos de mayor peligro. Éstas quemaron las chozas y tejares para obtener una mejor visión sobre el enemigo que también estaba empeñado en hacer trincheras paralelas y reducir aquellas avanzadas que, como un bolsón, permanecían aisladas de las fuerzas principales del Castillo. El enemigo se había hecho fuerte en la isla de Manga, emplazando morteros y artillería en la orilla este de la Isla, separada del Castillo por el Caño de Gracia, desde donde dispa­raban sus bombas contra ambos fuertes, el de San Felipe y el de San Sebastián del Pastelillo.

El enemigo continuó desembarcando hombres, morteros, artillería y pertrechos hasta el amanecer del 20 de abril, en previsión de lo que, se suponía, iba a ser una ofensiva a gran escala. Mucha artillería inglesa fue subida al cerro de La Popa para poder batir estratégicamente el Castillo. Los hombres se iban concentrando también a lo largo de la cañada que va desde el caserío de La Quinta hasta el tejar de Gabala. Fueron bajados algu­nos caballos de las embarcaciones para que la oficialidad tuviera mayor capacidad de movilidad y visión sobre el terreno. Wentworth inspecciona­ba la situación de las trincheras y del campo de muerte, además de confe­renciar con sus oficiales y generales sobre cual sería la mejor forma de lan­zar el ataque, mientras Lezo, al mando nuevamente de la situación, ordenaba que se trajesen las reservas de marinos que tenía acantonadas en Cartagena y desabasteció totalmente la ciudad; fueron introducidos al castillo de San Felipe al amparo de la noche. Cuando pidió a los civiles que se retirasen tras las murallas y ordenó volar el puente de San Anastasio que daba acceso a la ciudad amurallada desde Getsemaní, todo el mundo comprendió que la situación era verdaderamente crítica. Tras las gruesas murallas, la gente no hizo otra cosa que encender velas a la Virgen y a los Santos y rezar el Rosa­rio, reunidos por grupos, en las esquinas, cuando no en las Iglesias, para implorar victoria sobre el enemigo y la paz sobre la ciudad. La explosión, sacudiendo los cimientos de las casas circunvecinas, se había oído en todo el recinto amurallado e interrumpió, por un instante, los rezos y las súplicas que, con más vigor, volvieron a empezar. Lezo se estaba jugando sus restos. Así también lo entendieron los ingleses.

Wentworth, no obstante su superioridad, tenía algunas reservas sobre este segundo ataque. El grave problema era la falta de un apoyo naval efec­tivo que derrumbara las defensas españolas, tal y como se había hecho con el castillo San Luis. Exasperado por la cautela de Vernon, quien no se atre­vía a plantar cara con su flota sino que, más bien, efectuaba incursiones máso menos sostenidas contra la Plaza, se trasladó a su cuartel general y lo increpó diciendo:

—Almirante Vernon, bien sabéis que soy hombre decidido en la guerra y que valor no me falta para afrontar los más graves peligros. Pero no soy tonto. Mientras yo he dado una carga frontal contra el cerro San Lázaro, vos escondéis vuestros navíos en el mar, alejados del cañón del fuerte y de la ciudad. En estas circunstancias no puedo ser yo responsable del éxito de la operación ni su eventual fracaso puede ser atribuido a mi mando, ni a mis hombres, que ya han puesto su cuota de sangre en esta campaña.

—General, no estaréis insinuando que mi Armada no ha puesto la suya —contestó mientras observaba con el catalejo, desde Punta Perico, el des­embarco y emplazamiento de la artillería.

—Nada de eso, Almirante. Bien sé que habéis puesto la vuestra. Pero no la estáis poniendo aquí, en el ataque final a Cartagena. Yo he soportado casi todas las bajas y sostenido como he podido los combates. Hemos sido dete­nidos en todo el frente por los españoles y nuestra carga al Cerro nos ha ocasionado más bajas de las que creíamos o de las que nos era posible encajar.

—Pero no estáis reparando en que mis posibilidades para enfrentarme a los fuegos combinados del Castillo, de la muralla y del fuerte del Pastelillo, son muy limitadas. Esto se vio en los primeros días de mi incursión con la Armada. Ya he perdido tres navíos y cuatro fragatas han sido seriamente averiadas.

—Eso es cierto, pero no vendríais aquí con la ilusión de que vuestra flota iba a regresar intacta a Inglaterra…

—¿Pero qué decís Vos del hecho de que tampoco habéis hecho progreso alguno en Manzanillo, donde no hay fuegos cruzados y mi Armada os está dando el apoyo necesario?

—Pues es evidente, Almirante, que no se puede atacar todo a la vez, sino que hay que establecer prioridades. Mi ataque en cuatro puntos distintos ha debilitado la contundencia de cualquiera de ellos, y esta imprudencia se debe a vuestra insistencia de tomárselo todo a la vez. El ataque al fuerte de Manzanillo debe suspenderse y, por el contrario, debemos concentrar tro­pas para reducir el fuerte de San Sebastián del Pastelillo y luego sí proceder a tomarnos el de San Felipe. Tenemos que inutilizar ese fuerte primero porque estamos cogidos entre dos fuegos. Ahora bien, el abastecimiento de pertrechos y municiones a mis fuerzas se ha convertido en un verdadero dolor de cabeza. Carecemos de los abastecimientos necesarios para susten­tar los ataques de manera simultánea… Además, estamos escasos de agua y víveres y mis soldados están enfermos.

—Lo que sucede, General, es que habéis atacado a Manzanillo, pero también habéis avanzado de esa península hacia La Popa, dividiendo allí vuestras fuerzas. Después de la toma de La Popa, hemos sido detenidos en todo el frente de batalla…

—Si no hubiera dividido allí mis fuerzas no se habría podido empren­der el asalto al cerro de San Lázaro, Almirante. Debéis tener en cuenta que tengo aislado y neutralizado un regimiento de España contra el playón de San Lázaro. Si no me hubiese tomado La Popa, ¿cómo diablos suponéis que estaría sitiando a San Felipe? ¿O cómo suponéis que he de cruzar el caño de Gracia desde la isla de Manga? ¿A nado? Mis maniobras han sido impecables: he aislado un regimiento y tengo acorralados a los españoles contra el Castillo. El gran problema que esquiváis con vuestras apreciacio­nes, Almirante, es que no me estáis dando la suficiente cobertura naval para avanzar sobre San Felipe y estáis insistiendo en mantener el ataque al Manzanillo. Yo estoy diciendo que éste debe suspenderse, que debemos concentrarnos en la toma del Pastelillo, primero, y luego arremeter contra el San Felipe. ¡También estoy insistiendo en vuestro apoyo naval!

—Mis cañones navales no llegan al Cerro, a menos que me aproxime demasiado y me meta en la boca del lobo por el caño de Gracia. Ninguna Armada puede soportar tres fuegos desde tres flancos distintos. El peligro de suspender el ataque al Manzanillo es que dejaréis vuestra espalda descu­bierta en vuestro avance por La Popa y eso no lo puedo consentir. Hay que reducir al enemigo para evitar un ataque por detrás. Lo que estáis insinuan­do es que me suicide, General.

—Lo que estoy insinuando es que me prestéis el debido apoyo para avanzar y para esto se requiere de una gran coordinación de fuerzas, pero también de un gran realismo militar en cuanto a las bajas se refiere. Es cierto que tendréis graves pérdidas, pero si no, ¿cómo rayos queréis tomaros a Cartagena? ¿O acaso creíais que esto iba a ser un paseo militar? Ya tengo desembarcados 4.000 hombres entre Manga, Manzanillo y La Popa, pero requiero de vuestro apoyo naval para escalar el cerro San Lázaro y tomar el Castillo, o de lo contrario esa gente será masacrada. Los españoles han ca­vado trincheras en la ladera sureste del Fuerte y se requiere algo más que el batimiento de las murallas para tomarse el Castillo: se requiere de una in­tensa concentración de fuego sobre murallas y trincheras, Almirante. He de concentrar el grueso de estos 4.000 hombres en el ataque a San Felipe y desde Manga apoyaré con morteros y artillería; también moveré artillería y morteros a La Popa, pero es vital vuestro apoyo, repito, para que estos hom­bres se tomen el Castillo.

Pero Vernon no iba a arriesgar demasiado lo que quedaba de su flota; dejaría el esfuerzo principal en manos del ejército de tierra. Por eso, cuando Wentworth se reunió con Cathcart para ultimar los detalles del ataque, éste le respondió indignado:

—Señor, yo no estoy dispuesto a llevar a mis hombres a una matanza segura con resultados inciertos. Si no hay apoyo de artillería naval, no de­bemos obedecer estas órdenes. El general De Guise está de acuerdo con mi parecer.

—Si no obedecéis las órdenes, General, mucho me temo que eso se llame «insubordinación», y bien sabéis que Inglaterra os ahorcará por ello. Y a todos los que os acompañen.

—Esto es lo más estúpido que haya oído jamás. Vernon quiere resguar­dar sus barcos a costa de nuestros hombres.

—Es cierto —respondió Wentworth—, pero es, infortunadamente, el comandante supremo de la fuerza expedicionaria y hay que obedecer. Yo encuentro que es imposible razonar con ese hombre. Está demasiado infla­do de orgullo y de victorias precozmente celebradas.

Así, finalmente se acordó atacar al castillo de San Felipe por los cuatro costados; dos cuerpos de infantería al mando del general De Guise ataca­rían, por el sureste, mientras el grueso del ejército atacaría por el este, al mando del coronel Wynyard, al abrigo de la artillería de la ciudad, aunque aquella era la parte más empinada del Cerro; por el norte, el coronel Grant haría unas maniobras de distracción. En el entretanto, Cathcart había lla­mado a Washington a que liderara con sus fuerzas de colonos un ataque por el noroeste. Desde la toma del San Luis el prestigio de Lawrence Washing­ton estaba considerablemente aumentado y ahora era un militar respetable. Sus soldados coloniales habían resultado mejor de lo esperado, pues su des­empeño había sido intachable en aquellas jornadas. Esta situación era, pre­cisamente, la que hubiesen querido evitar los ingleses que se habían reser­vado para ellos la carga contra Cartagena; ahora veían que su triunfo tendría que ser compartido con unos colonos a quienes en el fondo despreciaban. Pero éstas eran las realidades de la guerra que se imponían sobre el designio de los hombres. El general Wentworth dio su visto bueno al ataque de Washington, quien se entregó a organizar lo que le correspondía.

Era evidente que, nuevamente, el peso del combate se concentraría en sus tropas, pues éstas quedarían bajo cobertura del fuego del Castillo y de las baterías del Reducto de Getsemaní. Sus virginianos y resto de tropas coloniales ya habían sido reunidas. Todos estos movimientos y posicionamientos fueron hechos al abrigo de la noche. La artillería y los morteros comenzaron a ser emplazados en el sigilo de las sombras; a estas alturas, Vernon ya tenía firmemente decidido que no daría la cobertura naval pedida por Wentworth. Meterse por el Caño de Gracia era demasia­do arriesgado y la flota inglesa ya estaba averiada en exceso como para arries­gar más buques. A lo sumo, maniobraría suficientemente cerca de las bate­rías de Getsemaní, el fuerte de Manzanillo y del Pastelillo, pero fuera del alcance de tiro del San Felipe.

El jueves 20 de abril, a las 3:45 de la madrugada las primeras avanzadas enemigas se aproximaron al Cerro por la parte que mira hacia la quebrada del Cabrero. El aire estancado de la madrugada impedía matizar el olor pestilente de los cadáveres insepultos que reptaba por la colina tras los hom­bres como un perro faldero. Cinco piquetes del ejército de tierra, con 250 hombres, dos de Marina, con cien, tres de Aragón, con 150, y tres de los granaderos de España, con 150 hombres, les hacían frente en las trincheras del Fuerte. A esa hora, en la quieta madrugada, muchos se ponían pañuelos para espantar el nauseabundo olor que, ahora escalando la muralla, les re­cordaba la miseria humana y en lo que quedaban los hombres después de tantas pretensiones y banalidades. Tras las murallas estaban desplegados otros trescientos soldados encargados de la defensa interior del Fuerte. El coronel Wynyard, poco antes, también había avanzado hacia la cortina del este guiado por los desertores españoles; pero toda la noche estuvieron dan­do vueltas sin encontrar el punto y, al rayar el día, fueron sorprendidos por una descarga de fusilería y metralla de artillería del Castillo que hizo estra­gos en sus filas.

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