El día que España derrotó a Inglaterra (36 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

—El sol nos ha detenido. No han sido los hombres de Lezo.

En cambio, Lezo pensaba: «Gracias, Señor, por haber detenido el sol, que ahora los quema».

Nadie podía encajar tantas bajas sin sentirse desmoralizado y sin fuerzas. Los atacantes del fuerte del Pastelillo tampoco corrían con mejor suerte. Las baterías del Fuerte y el fuego cruzado con San Felipe impedían el avan­ce. Ni siquiera pudieron los ingleses aproximarse a sus murallas defensivas y mucho menos intentaron escalarlas. Más al sur, el fuerte Manzanillo tam­bién resistía el ataque. Las cosas no estaban saliendo tan bien para los ingle­ses que ahora reparaban en sus grandes pérdidas.

Los regimientos españoles de San Lázaro se replegaron un tanto hacia arriba y la artillería del San Felipe comenzó a batir nuevamente las filas enemigas, causándoles infinidad de bajas. Lezo aprovechó el momento para enviar doscientos marinos más al frente de batalla con municiones y pertre­chos de guerra para reabastecer a los soldados. Tres mil doscientos hombres habían sido, finalmente, detenidos por ochocientos hambrientos, pero va­lientes soldados españoles y neogranadinos. La ventaja para los ingleses era de cuatro a uno. En las trincheras arreciaba el combate cuerpo a cuerpo y los soldados hacían uso de bayonetas, dagas y pistolas, si las tenían. Pero otra vez las dos líneas de ejército quedaron muy próximas y el fuego de artillería tuvo que ser suspendido de nuevo. Similar cosa fue ordenada por los británicos. La superioridad numérica del enemigo, no obstante, amena­zaba desbordar las filas españolas. La línea de combate estaba detenida casi a los pies de la muralla. Las trincheras habían sido rebasadas en algunos puntos y las casacas rojas y azules se entremezclaban, exhaustas, en la zeta zigzagueante, por dentro y por fuera de ella, en un maremagno de confu­sión y sangre. Y es, justo en ese momento, que Blas de Lezo ordena a Desnaux sacar las reservas del fuerte y lanzarlas al ataque:

—Coronel, ordenad abrir las puertas del Castillo y lanzad mis trescien­tos marinos de refresco al combate; que calen la bayoneta.

—¡Abrir las puertas del Castillo, mi General! Esto supone un grave ries­go, pues el enemigo es muy superior y el resultado del combate en el cam­po es muy incierto.

—Vos mismo hicisteis notar que los ingleses temen la carga española del cuerpo a cuerpo, Coronel. ¡Hay que salir con todo!

—Es cierto, pero, ¡vais a dejar sin defensas interiores el Castillo y sin quien opere las baterías!

—Abrid las puertas, como os ordeno, Coronel. No hay tiempo que per­der. ¡Es ahora o nunca!

El coronel Desnaux ordenó la apertura de las puertas y se lanzaron a la carga trescientos artilleros e infantes de marina quienes, a bayoneta calada, se enfrentaron frescos y energúmenos contra un enemigo amorcillado. To­dos salieron gritando, en formidable algarabía.

—¡A ellos, a ellos! ¡Matad a los perros herejes!

La carga fue de un empuje terrible. Aquellos hombres parecían enloque­cidos. Sabían que los ingleses no tendrían merced con ellos si llegaban a entrar a saco. Pamplona no vio mejores toros; aquellos enfurecidos españo­les y neogranadinos se lanzaron como fieras embravecidas en el encierro. Lezo los seguía detrás, espada y pistola en mano, cojeando con su pata de palo que se enterraba en la tierra suelta de las trincheras y por momentos parecía que perdía el equilibrio. El General, con su mano en el arriaz de la espada, unas veces la blandía para dar órdenes y otras la descansaba en el suelo, desafiante, ordenando avanzar sin cuartel. Las balas le zumbaban por los oídos, mientras sus hombres caían a diestra y siniestra. El ejemplo fue imitado por el resto del ejército defensor que comenzó a proferir gritos de victoria y muerte a los herejes; el campo de batalla se había convertido súbitamente en un tropel de hombres aullando como lobos, estrellándose contra la vanguardia enemiga y dando aliento a los defensores; los primeros cuatrocientos ingleses de la fuerza de choque comenzaron a retroceder, pri­mero con asombro, luego con pánico y en desorden; pronto, esto contagió a los demás asaltantes, que detuvieron, estupefactos, el ascenso, mientras otros retrocedían queriéndose poner a salvo. Una gigantesca brecha se abrió en las filas enemigas, que no podía ser reparada: a los ingleses les flaqueaba el ánimo. La amenaza de partir en dos el cuerpo atacante se hizo evidente por momentos. La situación fue inmediatamente captada por Cathcart, quien, en un intento por reagrupar la tropa, ordenó el repliegue. Pero los acontecimientos comenzaron a rebasar las previsiones y, entonces, el ene­migo, ya totalmente desconcertado por la carga y viéndose incapaz de dete­ner aquella horda de valientes, tocó a retirada, abandonando escaleras, sa­cos de estopa, palas, picos y fusiles, y dejando la quebrada —por donde se verificó el ataque— repleta de los muertos y heridos que rodaban cuesta abajo cayendo en sus aguas. La retirada se había convertido en una estam­pida. Al ver esta escena, los combatientes de la muralla se sumaron a los alaridos de victoria. Cathcart no había visto nunca nada semejante en toda su carrera militar. Los españoles persiguieron a las tropas inglesas que, pre­sas del pánico, corrían hacia abajo, los unos rodando, los otros tropezando y cayendo y los otros, con la punta de la bayoneta rascándoles las costillas. Los que caían eran traspasados en el suelo; los que eran alcanzados, emitían un grito de dolor y rodaban a tierra; los que no, huían despavoridos, sol­tando las armas para correr más rápido. Otros se arrodillaban y pedían clemencia, entregando las dagas. Algunos exclamaban: «I am a Catholic», intentando una oportunista aunque fallida, conversión que nadie escucha­ba. Otros más eran degollados a la vista de sus compañeros, mientras los oficiales galopaban hacia el mar y eran rescatados por las pocas embarcacio­nes que estaban en las orillas, junto con algunos afortunados soldados que las habían alcanzado primero. Cathcart fue el último en entrar a una de las barcas, sin comprender todavía lo que había pasado. El resto de la tropa fue hecha prisionera.

Los españoles y criollos no daban tregua. Persiguieron con loca furia a los ingleses hasta La Popa, donde quedaban sólo artilleros, y de donde el enemi­go también huyó despavorido. Luego se abrieron paso hasta donde estaba la compañía de Granaderos aislada e hicieron contacto con ella, salvándola de un aniquilamiento seguro. Los españoles habían roto no sólo el cerco del castillo de San Felipe, sino los anillos que cercaban a la compañía de Grana­deros en el Playón y al fuerte Manzanillo. Los ingleses no pudieron evacuar mucha tropa que, arrinconada contra el mar, soltaba las armas y se rendía. Muchos se tiraron al agua, pero los barcos de Vernon estaban muy distantes para poder auxiliarlos; los ingleses jamás contaron con que podían ser arro­jados al mar. En realidad, las únicas tropas que pudieron ser posteriormente evacuadas fueron las que sitiaban el fuerte de San Sebastián del Pastelillo, el cual heroicamente se defendió con el puñado de hombres que le quedaba.

Sus baterías cayeron, finalmente, en poder de los españoles y la bandera de los ejércitos reales volvió a ondear flamígera en el mástil de La Popa; Lezo ordenó a sus unidades que desde el Cerro entonaran los toques de guerra y se le rindieran honores militares a la bandera. Cartagena, por pri­mera vez desde la invasión, respiraba con alivio, mientras los prisioneros eran conducidos a filo de bayoneta hacia el interior del Fuerte.

—Gracias a Dios —murmuró Lezo, santiguándose. Pidió agua y orde­nó que se la llevara también a la tropa exhausta y sedienta. Luego pensó: «estos herejes estarán ya ardiendo en el infierno».

Cuando Vernon divisó con su catalejo aquel maremagno y supo la noti­cia de la derrota, lo único que atinó a murmurar, fue:

—Esto les pasó por haber dejado a esos malditos españoles invocar a sus espíritus, observar sus agüeros, rezar a sus santos y no sé qué tantas otras jodas que les han permitido hacer… God damn you, Lezo! —Y escupió al suelo cuando vio la bandera de su católica majestad ondear en el mástil.

Aquella noche, los ingleses volvieron a hacer toque de llamada y a sacar bandera blanca para recoger a sus muertos y solicitar intercambio de prisio­neros. Los españoles concedieron. Milicianos indios y mulatos fueron en­viados por el mando enemigo a levantar cadáveres y buscar heridos. Retira­ron seiscientos muertos, mientras que a la ciudad habían sido llevados, por parte de los defensores cuatrocientos ingleses heridos. El salvajismo de la lucha tenía estos visos de humanidad. Cuarenta y tres oficiales ingleses ha­bían quedado tendidos en el campo de batalla, entre ellos el coronel Grant, quien, agonizante, alcanzó a decir al aproximarse el general De Guise, cuando acudió en su socorro al saber de la trampa:

—Ya es demasiado tarde, milord. El general debe ahorcar a los guías, y el rey debe ahorcar al general —y expiró. De Guise no se atrevió a agregar palabra; miró con vergüenza a sus soldados.

Pero aquéllos eran los muertos que los ingleses habían retirado; el saldo completo era aterrador. El alférez Ordigoisti, encargado de llevar la macabra estadística, daba parte al Virrey de que los ingleses habían sufrido mil qui­nientas bajas, con lo cual se quedaban en el campo novecientos muertos, por incapacidad física de recogerlos. También informaba que, según la in­teligencia hecha sobre el campo enemigo, y por relatos de prisioneros y desertores, el ejército invasor había perdido dos mil quinientos hombres más a causa de las enfermedades.

Los ingleses habían estado confiados en que aquel día caería San Felipe y nunca imaginaron que la resistencia y posterior lucha serían tan feroces. El desmoronamiento de la moral del atacante no se hizo esperar; los infor­mes decían que había demasiados enfermos y bajas en sus filas y, además, que carecían de víveres. Aparentemente, los ingleses, en su afán por apode­rarse del Castillo, habían desembarcado más hombres que víveres, ocasio­nando con ello un desequilibrio logístico. Pero, según se supo después, esta carencia era ya bastante generalizada en sus filas, a las que se repartía como se podía las escasas provisiones. Lezo pensó, entonces, que la imprevisión de los ingleses de no enterrar los muertos en Bocachica había sido la ayuda que Dios había mandado a los cartageneros. Ayuda que se convirtió en una especie de bendición disfrazada, pues Lezo mismo sería, eventualmente, una de sus víctimas.

—La peste —comentó— los está devorando y la Providencia tiene mu­chas formas de ayudar a quienes le piden por causas justas. —Pero era la misma peste que a él también devoraría.

Un consejo de guerra fue convocado, inmediatamente después de este desastre militar, por el almirante Vernon en su puesto de mando de Punta Perico. Wentworth se aproximó a él a pasos agigantados, gritando:

—¡Vos sois el culpable de esta situación, milord ! No me habéis dado el suficiente apoyo de vuestra Armada y me habéis hecho presión para efec­tuar un ataque de infantería a una fortaleza amurallada. Sois responsable ante el Rey y el pueblo británico por este desastre! —espetó Wentworth.

—No podéis acusarme de negligencia alguna, General, pues yo he reci­bido un castigo muy grande en mis navíos. Me era imposible acercar barcos de guerra a esas aguas para apoyaros —contestó en tono menor Vernon, casi disculpándose.

—Pues la oportunidad de tomarnos a Cartagena se ha desvanecido, Al­mirante. Yo no cuento más que con 3.569 hombres para otro asalto y sin artillería naval esto no me es posible realizarlo.

—Pero vos tenéis artillería y morteros en tierra.

—De nada me sirven, pues los españoles se han hecho fuertes en la ladera de San Lázaro y hasta en la misma Popa, y ya es imposible desalojar­los de allí con duelos de artillería. El terreno es escarpado y nuestros tiros no son efectivos. Vos debéis derrumbar las murallas del Castillo por el lado occidental. De lo contrario, no hay caso. Además, debo informaros que la mitad de estos hombres están enfermos, con vómito negro, y parecen cadá­veres ambulantes. Intentar otro desembarco y carga para recuperar posicio­nes es un suicidio.

—Os demostraré, General, que lo que me pedís es un imposible militar. Os haré la prueba internando La Galicia, la nave capitana española captu­rada por nuestras fuerzas, y veréis lo que pasa. Vos mismo constataréis des­de aquí lo que va a suceder.

En el entretanto, los ingleses continuaban bombardeando la ciudad en rápidas operaciones que no plantaban cara ante la artillería de los fuertes. Una de esas bombas había caído en la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, rompiendo el muro y rodando hacia el Altar Mayor. En ese mo­mento la iglesia estaba atestada de gente que asistía a una Misa de rogativas por la salud de Cartagena y la aniquilación de sus enemigos. Bajo la bóveda de la capilla estaba el almacén de pólvora de Don Blas de Lezo. El fuego se propagó rápidamente y fue verdaderamente milagroso que ningún feligrés sufriera daño ni la pólvora explotara. Cartagena, a esas horas, ardía, con un fuego que se prolongó hasta el anochecer, envuelta por el resplandor rojizo de los tejados en llamas.

El 26 de abril Vernon ordenó, tal como quería demostrárselo a Wentworth, que La Galicia entrara a la bahía interior, vadeando por entre El Conquistador y El Dragón, que yacían a medio hundir y que para nada impedían la navegación hacia la ciudad amurallada; iba a cumplir con su demostración de impotencia. La situaron a medio tiro de cañón de la Pla­za, muy cercana al carenero. A las dos de la madrugada los centinelas del baluarte de San Francisco Javier daban la voz de alarma de que la nave capitana se acercaba con las velas hinchadas (todavía tenía algunas) y des­plegando la bandera inglesa. Los españoles observaban desde lo alto de los fuertes los movimientos de lo que entonces fue su nave insignia. Al amane­cer del 27, la nave, apoyada con cuatro bombardas, comenzó a abrir fuego. En su mástil ondeaba, orgullosa, la bandera de guerra británica. Blas de Lezo la contemplaba con tristeza; ¡aquel había sido su barco y hoy devolvía el fuego a sus compañeros de combate! Él mismo apuntó el cañón y ordenó que todas las baterías disponibles, al primer cañonazo, cerraran sobre la heroica nave. Y así fue.

—¡Fuego! —gritó el General, encendiendo la mecha, y la boca del ca­ñón lanzó un rugido de muerte. Acto seguido todas las baterías del ángulo suroeste de la ciudad, el baluarte de Santa Isabel y el Boquete, el fuerte de San Sebastián del Pastelillo y el de San Felipe, desgarraron el aire con sus estruendos y cegaron con el humo de sus bocas los incrédulos ojos de la marinería. «¡Fuego!», gritaban los artilleros de los baluartes del Reducto, Santa Isabel, San Francisco de Barahona y San Ignacio, y en seguida se apagaban sus voces, ahogadas por el trueno y el soplo de hierro que barría la cubierta del navío y desmantelaba sus palos. La Galicia respondía con gallardía suprema, mientras su cubierta se anegaba de sangre y desolación. Vernon y Wentworth miraban con sus catalejos la escena y la infernal lluvia de hierro que caía sobre la nave, hasta que el Almirante murmuró:

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