—Paz a esta casa —a lo cual Doña Josefa, las criadas y los visitantes, respondieron, según el rito:
—Y a todos los que en ella moran —con lo cual el Obispo se hizo conducir a la habitación del enfermo, y rociándola con agua bendita, dijo en latín:
—Asperges me, Domine, hysopo, et mundabor… —mientras rociaban la habitación y al enfermo con agua bendita. A eso se respondió:
—Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam team. —Acto seguido, abrió el ritual y entre todos recitaron el Confiteor y después de decir el Misereatur e Indulgentiam, invitó a los oyentes a rezar por el enfermo. Y luego, solemnemente, prosiguió:
—En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, extíngase en ti toda influencia del demonio por la imposición de nuestras manos y por la invocación de la gloriosa y Santísima Virgen María, Madre de Dios, de su ilustre esposo, San José, de todos los santos ángeles, arcángeles, patriarcas, profetas, apóstoles, mártires, confesores, vírgenes y de la gran comunidad de los santos… —Y tomó, entonces, el santo óleo, aquel que había sido bendecido el Jueves Santo reciente, y con el dedo pulgar hizo una unción sobre cada uno de los sentidos del General quien, en ese momento, comprendió la irrenunciabilidad de su muerte. Se sintió doblemente atrapado: por el Virrey y por la muerte; ya no había salida, y un general que no la tenga lleva a la ruina a su ejército. Todos estos pensamientos cruzaban su mente, cuando el Obispo aplicó el óleo sobre los ojos, las orejas, nariz, los labios, las manos y los pies, enjugando con el algodón los restos del aceite. «Por esta santa unción y su benignísima misericordia, te perdone el Señor lo que has pecado con la vista.» Definitivamente, sólo le restaba morir.
Las mujeres lloraban, en silencio, la escena y de cuando en cuando volteaban la cara para enjugarse las lágrimas. Luego lo confesó y le dio la comunión. El Obispo, sin duda, salió conmovido de allí.
El 5 Lezo pidió su crucifijo y se abrazó a él con ternura. Continuaba lloviendo. Dos lágrimas le brotaron de los ojos. La enfermedad, que no la guerra, lo estaba rindiendo. Su rostro lucía demacrado, pálido como la cera. Ya no comía. Sólo pedía agua, que vomitaba con frecuencia. Luego le empezó una hemorragia interna que lo dejó sin fuerzas. Asesaba; se sentía falto de oxígeno. Se le intensificaron los dolores del abdomen. El pulso lo tenía disparado. Nadie sabía qué hacer. Fue en 1948 cuando se aprendió a tratar la fiebre tifoidea y mantener al paciente con los líquidos corporales en equilibrio. El contagio se prevenía hirviendo lo que el enfermo había usado. Su mujer y las criadas rezaban el rosario junto a su lecho de enfermo y pedían por su pronta recuperación; él lo seguía con atención y a veces con desmayo: entraba en un sopor parecido a la muerte. Pero Dios tenía otros designios…
—Josefa…, he vivido con honor. Deseo morir con valentía. Sólo me acobardo ante la idea de dejarte sola y sin recursos… Ni siquiera hay dinero para mi entierro… En el cofre que guardo en el desván, tras los tiestos que están contra la pared, hay unos pesos; apenas son suficientes para un ataúd… Dile al Obispo que permita que me entierren en la capilla de la Vera Cruz de los Militares; allí, junto al convento de San Francisco… Pídele al marqués prestado para tu sostenimiento, mientras llegan los sueldos. Luego vete a España y reúnete con los hijos…
—¿Y por qué quieres que te entierren allí, Blas? —preguntaba su mujer, con lágrimas en los ojos, presintiendo que el fin se hallaba cerca y habiéndose atrevido a pronunciar aquella terrible palabra.
—…Porque allí estoy cerca de la pólvora y del arsenal de mis navíos, que es alrededor de lo cual he vivido y el único recuerdo que dejo para la historia: pólvora, porque así ha sido mi vida… Ah, pero defendiendo a España y defendiendo a Cristo.
En las primeras horas de la tarde del 6 la criada, dando voces, llamó la atención de Doña Josefa:
—Mire —le dijo emocionada— hay una araña subiendo por la puerta de la habitación de Don Blas…
—¿Y qué tiene que ver eso? —respondió intrigada la matrona.
—Pues que es de siete patas —dijo la criada, sorprendida por tanta ignorancia—, lo que significa que va a haber una sorpresa en esta casa. A lo mejor es que Don Blas se va a restablecer —concluyó con la certeza de los que apostaban por los números que aparecían en los peces y las ranas.
—¿Sorpresa? ¿Qué dices, mujer?
—Eso siempre pasa, señora. Las arañas de siete patas anuncian acontecimientos imprevisibles…
Doña Josefa miró a la criada con escepticismo y dio la vuelta para comprobar las siete patas de la araña. «¿Cómo podía la gente fijarse en esas cosas?», pensó.
El 7 de septiembre, muy temprano, llamaron a la puerta de la casa. Sorprendió la hora porque todavía los gallos del amanecer se escuchaban en uno y otro patio. Era un mensajero con una carta lacrada que, evidentemente, había llegado el día anterior y a la que se encargó de proteger para que las alas del sombrero de jipijapa que llevaba no depositaran su contenido de agua de lluvia sobre ella. Era un oficio de alguien importante. Doña Josefa lo abrió apresuradamente; las manos le temblaban y el corazón le latía fuertemente. La lectura del oficio la heló. Se trataba de un mensaje anónimo, quizás escrito por algún amigo de su marido en la Corte, que le decía: «Lamento comunicaros que el Rey ha sido persuadido de castigaros en breve por los hechos acaecidos en la defensa de Cartagena de Indias, a pesar de los buenos oficios que varios consejeros han hecho para que tal castigo no se ejecute». Se le aflojaron las corvas y tuvo que apoyarse en la pared. Mandó traer un vaso de agua, que bebió de golpe. Se le escurrieron las lágrimas cuando releyó el oficio que, como una exhalación, cayó de sus manos. Cerró la puerta y puso la aldaba y fue, entonces, cuando rompió a llorar amargamente. Así permaneció largo rato… No volvió a recoger la carta que en el suelo estuvo, por orden suya, hasta muchos días después del deceso del General. Luego se acordó de la araña.
Los amigos a quienes Blas de Lezo se había dirigido en sus cartas debieron hacer un esfuerzo por enderezar las cosas ante el Rey y conseguir algún reconocimiento. El influyente José Patiño ya tampoco podría ayudarle pues había muerto cinco años antes, en 1736. Pero, por más que se intentó, las intrigas del Virrey no habían podido ser contrarrestadas; el daño estaba hecho y, además, los mismos métodos empleados por el General para hacer llegar sus informes carecían de ese sello especial que da la formalidad de los correos oficiales. Había una cierta e injusta clandestinidad en ellos, a más de las intrigas personales, que había obligado a las autoridades españolas a creer más la versión del Virrey y la de sus áulicos.
Ese día, 7 de septiembre de 1741, a las ocho horas, y cincuenta y dos años de edad, Don Blas dejó, sin fuerzas ya, escurrir el crucifijo de sus manos; el mismo que lo había acompañado en tantas otras batallas de su vida, de las que siempre había salido victorioso. Comprendió que de ésta no lo podría hacer. Vernon, en cambio, moriría a los setenta y tres años de edad, en 1757, y, en ese sentido, había obtenido su victoria sobre Lezo: si no lo podía vencer, por lo menos sí sobrevivir. Triple victoria, pues ni siquiera había recibido deshonores, sino, más bien, ocultamientos y cómplices silencios; además, una tumba conocida y, para el resto de ignorantes mortales, un epitafio que lo hacía entrar en el panteón de los héroes nacionales. Tampoco murió de pena, ni lo alcanzó la peste por él mismo promovida y, menos aún, la perversidad e ingratitud de los hombres…
—¿Quién era, mujer? ¿Era algún correo…? ¿Me escribió el Rey…? —preguntó lánguidamente.
—No era nadie, Blas… —Y Josefa miró el reloj. Eran las nueve. La misma hora en que habían aparecido las velas en el horizonte de Cartagena.
—…Me muero, Josefa —dijo exhalando un suspiro—. Muy seguramente el Rey me otorgará el título nobiliario que le he pedido… Pero no te olvides de cobrar mis sueldos… Mira, cómprate un billete de lotería de ésas cuyos números salen marcados en las ranas y los peces… —Y, poco más adelante, continuó—: No ha venido nadie, ¿no es cierto? Entiérrame con mi crucifijo de plata, que él me hará compañía… Ah, y con mis patas de palo… Dile a mis hijos que morí como un buen vasco, amando y defendiendo la integridad de España y del Imperio… Gracias por todo lo que me has dado, mujer… Ah, pero te ruego que no me traigas plañideras a que giman y den alaridos sobre mi cadáver…; no lo podría soportar… —Y luego murmuró casi imperceptiblemente—: ¡Fuego!, ¡Fuego…! —Fueron sus últimas palabras, como dando la orden a invisibles cañones de imposibles navíos, y sin que se tuviera certeza de cual Imperio defendía.
A los pocos minutos, después de que, primero los labios, y luego la cara, se le fueran poniendo cenicientos como una gran mancha de muerte que se iba extendiendo sobre la vida, concluyó: «Dios mío y Señor mío…», con voz agonizante, trémula, y entregó su alma aquel medio-hombre, el hombre y medio, que había defendido el Imperio de la más grave amenaza que jamás se extendiera sobre el continente hispano.
Josefa se abrazó al cadáver y se quedó allí, sobre él, vertiendo lágrimas de dolor e ira porque en su memoria, una y otra vez, aparecía aquella infame carta de advertencia. Sólo la consoló que su marido no hubiera llegado a conocerla.
Y no hubo dinero para su entierro. Ni una lápida. Ni una inscripción con su nombre. Ni siquiera un cortejo fúnebre con la presencia de sus soldados. Todos temían las represalias del Virrey. La Misa de difuntos fue pronunciada por el Obispo.
—Requiem aeternam dona ei, Domine: et lux perpetua luceat ei —a lo cual se contestaba:
—Dale, Señor, el descanso eterno y brille para él tu luz perpetua.
La iglesia estaba vacía. Lezo no tenía deudos. Sólo su mujer y unos cuantos vecinos lo acompañaron. Alderete, su amigo, también asistió al entierro y ayudó a poner el ataúd en el carromato tirado por mulas. El Obispo, conmovido por la situación en que quedaba la viuda, le dio un dinero para que sobreviviese el tiempo que hacía falta hasta que llegasen las mesadas salariales y no pidió un solo centavo por las nueve Misas que se dijeron por su alma. También garantizó al marqués de Valdehoyos el pago de los arrendamientos atrasados. Unos pocos amigos, muy íntimos de la familia, con Doña Josefa a la cabeza, marcharon llevando el féretro hacia su última morada. Era un día triste de lluvia, que milagrosamente se suspendió a la marcha de los dolientes. Tres truenos en la lejanía dieron, como salvas de honor, su último adiós a uno de los más heroicos marinos de España. Los acompañantes miraron el firmamento como en busca de explicación. Hoy ya nadie está seguro de que, en efecto, su cuerpo haya sido enterrado donde él dispuso. No hay rastro cierto. Pero nos consolamos con la posibilidad de que así fue.
El 21 de octubre de 1741 se emitía una real orden por la cual se destituía a Don Blas de Lezo de su puesto de comandante y se le ordenaba regresar a España con la intención de ser sometido a juicio de responsabilidades. La muerte lo había hecho escapar del último ultraje y vejación. Nadie nunca tampoco escribió una verdadera biografía sobre el héroe. Años más tarde, demasiado tarde, su nombre era rehabilitado y se le concedía el marquesado de Ovieco. Sus descendientes lo disfrutaron.
Casi coincidiendo con la terminación de esta biografía, España botaría al mar una fragata llamada Blas de Lezo el año 2003.
Requiescat in pace.
PABLO VICTORIA, es doctor en economía y doctor en filosofía. Ha sido congresista y Senador de la República de Colombia, profesor universitario, escritor, historiador y columnista de diversas publicaciones.
Colombiano de nacimiento, actualmente reside en España. Estudió en los Estados Unidos, donde obtuvo una licenciatura, maestría y doctorado en economía. En la actualidad es candidato para un doctorado en filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Su vida profesional ha alternado en la empresa privada, en la que ha desempeñado importantes puestos ejecutivos y en la cátedra universitaria, pues es autor de varios libros de economía. Es miembro de las Sociedades Nacionales de Honor de los Estados Unidos,
Pi Gamma Mu
y
Phi Theta Kappa
; ha sido mencionado en el libro
Who is Who in America
y en la revista
Dinero
como una de las 100 personas más influyentes de Colombia. Entre los libros de su autoría se cuentan
Hacia una Economía Libertaria
, Bogotá, 1974;
Foundations of Economic Development
, Nueva York, 1983;
Macroeconomía analítica
. Santafé de Bogotá, 1993;
Fundamentos del desarrollo económico, inteligencia vs. capital
. Santafé de Bogotá, 1996;
El escándalo de la educación sexual en Colombia
, Santafé de Bogotá, 1997;
Yo Acuso
, Santafé de Bogotá, 1997;
Protestantes Vs. católicos, el juicio final
, Santafé de Bogotá, 2000;
La Sociedad postliberal y sus amigos. El genocidio del intelecto
, Madrid, 2003;
El día que España derrotó a Inglaterra
, Madrid, 2005;
España contraataca
, Madrid, 2007 y están por publicarse:
El capitalismo en la Biblia; Memorias de un Golpe de Estado
y
Al oído del Rey (2 tomos)
en el que narra la verdadera historia de la independencia de América.
Pablo Victoria ha sido también periodista de distintos diarios colombianos, parlamentario y Senador de la República. Su más connotada intervención en el Congreso de Colombia fue su acusación contra el presidente Ernesto Samper por haber financiado con dineros de la mafia su campaña presidencial, amén de otras intervenciones contra la corrupción política que le valieron el reconocimiento nacional. Decidió poner su familia a salvo tras varios años de recibir graves amenazas contra su vida por parte diferentes bandas criminales de extrema izquierda y grupos narco-terroristas. Su reciente incursión en la historia de España promete dar al lector una visión fresca de los acontecimientos que marcaron el Imperio Español e iluminar las sombras que la historiografía comprometida ha echado sobre sus hazañas.