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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

El día que España derrotó a Inglaterra (32 page)

A las nueve y cuarenta y cinco de la mañana del 13 de abril comenzó el bombardeo sobre la ciudad amurallada, mientras otra escuadra asediaba, si­multáneamente, a Manzanillo. Las bombas habían caído por primera vez sobre la Heroica. Lezo ordenó a sus piquetes a permanecer alerta toda la noche y retirarse al bosque antes de la madrugada para evitar las bajas causa­das por la artillería. En efecto, esa mañana se abrió fuego sobre el tejar de Gracia, ya en tierra firme y tras la isla de Manga que, aunque sin tropa ni civiles, sus edificaciones encajaron el castigo del enemigo. Lo curioso fue que sólo tres cañonazos fueron respondidos desde la ciudad amurallada, según Lezo anota en su diario, lo cual podría significar que reinaba algún tipo de caos dentro de ella. Parecía evidente que la oficialidad no estaba cumpliendo con las órdenes, o que éstas eran demasiado confusas. Esto era verdaderamen­te sorprendente, y el General no llegaba a explicárselo. ¿Acaso faltaba pólvora y munición? ¿No habían abierto los polvorines para ese propósito? ¿Acaso no la habían suministrado a tiempo? ¿Qué clase de comandante era el Virrey?

En todo caso, Lezo entendió que la Plaza no estaba preparada, en ese momento, para una defensa efectiva y que si el enemigo se decidía a atacar en forma, la ciudad podría sucumbir. El enemigo había osado penetrar campante por la segunda línea de defensa constituida por los fuertes de Cruz Grande, ya desmantelado, y Manzanillo, situado en la boca misma de acceso a Cartagena. Pero es posible que el enemigo interpretara ésto como algún tipo de trampa encaminada a tenderle una celada y no hizo movi­mientos de ataque frontal, porque, si los hubiera hecho, el resultado hubie­ra sido catastrófico para Cartagena.

Es en ese momento cuando Lezo decide enviar un comunicado al Virrey sugiriéndole, nuevamente, que se fabricase una trinchera desde el Caño de Gracia hasta el caserío de la Quinta y de la Quinta hasta la Ciénaga de Tesca, y que se esperase al enemigo allí; esto con el propósito de que las tropas de La Popa defendieran el flanco sur, tal y como el General lo había previsto en sus primeros enfrentamientos con el Virrey. En el entretanto, los barcos seguían descargando su artillería sobre la zona de Manzanillo y hasta un paquebote de seis cañones y ocho pedreros entró dentro del Caño de Alcivia y comenzó a cañonear el puesto comandado por Joseph de Ro­jas, quien no permitió que otra lancha de desembarco dejara hombres en tierra. Los ingleses tenían ya prácticamente rodeado el sitio escogido de desembarque y cruzaban fuegos con las baterías apostadas en tierra y en el Fuerte. Don Sebastián de Eslava pasó revista a las tropas el día 15, pero no contestó los requerimientos y sugerencias del General; éste, reaccionando con entereza y decisión, llamó a su oficial de órdenes, Don Pedro Elizagarate, y con él envió solicitud al Virrey de relevarlo del mando, «porque, para retirarme con ignominia, prefiero que envíen a quien quisieren, porque lo de­más era vivir engañado bajo apariencias de aparentes disposiciones nada conve­nientes al servicio del Rey y deshonra a los hombres de mi carácter». Entonces, el virrey Eslava procedió a relevar del mando externo al general Lezo y le ordenó entrar en la ciudad. Pedro Casellas fue el oficial encargado de remplazarlo en Manzanillo quien, como se recordará, había sido el compe­tente comandante de las baterías de Crespo y Mas.

Ese mismo día, por la noche, desembarcaron 1.500 hombres dispuestos a consolidar una cabeza de playa desde la cual se aprestarían a lanzar una ofensiva general contra el castillo de San Felipe, localizado a unos cinco kilómetros al norte de Manzanillo, una vez tomada La Popa. Los británicos también desembarcaron en la isla de Manga y emplazaron morteros para batir el castillo de San Felipe desde su orilla, separada por el Caño de Gra­cia. Toda la noche las fragatas y las bombardas apoyaron el desembarco enemigo. Las bombardas eran naves cuya maniobrabilidad era lenta y pesa­da, pero servían muy bien de plataformas de lanzamiento de fuego de mor­teros. A la madrugada siguiente el castigo artillero no había cesado y ya 3.000 hombres se hacían fuertes en el Playón, entre el caserío de la Quinta y el tejar de Gabala; la Compañía de Granaderos de España, traída recien­temente a la zona, huyó al ver el avance decidido de la tropa inglesa en número avasallador; sólo catorce hombres de dicha compañía permanecie­ron firmes y cuando llegaron los Piquetes de Marina, con 350 hombres, traídos por Don Blas, ya relevado de todo mando efectivo, y los cien hom­bres del Regimiento de Infantería Aragón, se unieron a ellos y se enfrentaron al enemigo. El combate fue duro; algunos heridos del bando español rasga­ban la camisa y se hacían improvisados torniquetes para contener la sangre de las heridas; a otros se les veía en el suelo con apósitos en la frente, mien­tras otros se parapetaban detrás de los arbustos. No estaban dispuestos a rendirse, pues su general estaba allí, con ellos.

Se había visto desertar a un soldado portugués de la Compañía de Granaderos y pasarse a las filas enemigas. Este incidente le fue comunicado a Blas de Lezo al punto que llegó con sus hombres; el deber lo impulsaba a hacer caso omiso de su reciente relevo de mando.

—General —le dijeron—, tenemos entre las filas a un traidor. Es un portugués de nombre Juan Fernandinho de la Compañía de Granaderos. Lo hemos visto pasar a las filas enemigas… —Pero no hubo tiempo para más explicaciones, porque en ese momento la carga inglesa fue sobrecogedora; los españoles comenzaron a retroceder ante el feroz ataque de fusilería. Eran incontenibles. Pero, afortunadamente, la retirada se iba logrando hacer de manera pausada y ordenada.

El enemigo entró en Gabala y la Quinta, asegurando el área mientras los españoles retrocedían hasta el Playón de San Lázaro. La compañía de Granaderos, diezmada, había quedado totalmente aislada del Cuerpo de Ejército que defendía las laderas del San Felipe. En el Playón se atrinchera­ron como pudieron, mientras eran cercados totalmente por el enemigo que no daba tregua. Para ellos, la situación no sólo era desesperada sino catas­trófica. A Blas de Lezo lo habían logrado poner a salvo con unos cuantos soldados que lo escoltaban para que no quedara atrapado con el resto de la Compañía. La amenaza sobre San Felipe era más que evidente. El Virrey ordenó, entonces, hacer una batería nueva en las faldas del Castillo que apuntara hacia el tejar. Toda la noche prosiguió el bombardeo, mientras las tropas británicas avanzaban, imparables, hacia el cerro de La Popa. Como Lezo había previsto, las empalizadas y trincheras que se habían construido quedaban del otro lado, al costado nordeste, por donde no iban a atacar los británicos. No había nada que hacer. La Popa no podía ser defendida. Los buques enemigos apoyaban el avance muy por fuera del alcance de la arti­llería de tierra de los fuertes. El Virrey hizo trasladar al costado sur su ejér­cito acantonado al nordeste del Cerro, pero a pecho descubierto, bajo el fuego de la Armada, la resistencia se desbarató.

El 17 caía el convento de La Popa y la bandera británica comenzaba a ondear en él. La situación no podía ser más sombría para la Ciudad Heroi­ca. Se situaban a menos de un kilómetro de San Felipe y en terreno eleva­do. Estaban a las puertas mismas del burgo. Los cartageneros divisaron esa insignia y se aterrorizaron. Cartagena vivía momentos de inminente peli­gro. La ciudad amurallada estaba al borde del colapso y sólo había que apoderarse del Castillo y comenzar a batirla desde allí. El Virrey había asu­mido el mando efectivo y directo de todas las tropas, incluyendo las de Marina.

El soldado portugués, el desertor de las filas españolas, había caído prisionero cuando se había adelantado demasiado con unos compañeros ingleses enfilados en el ataque. Había sido conducido al Castillo adonde Don Blas, después de interrogarlo, inmediatamente ordenó su ejecución:

—¿Habéis desertado de los granaderos del Rey y os habéis pasado a las filas enemigas?

—Sí, Señor —contestó el prisionero.

—Entonces, habéis traicionado al Rey. ¡Colgadlo! —ordenó Lezo.

Cuando el Virrey se enteró de que Lezo había ordenado la ejecución del soldado, hizo llamar al General. Eslava, mirando a Lezo con displicencia, dijo:

—El prisionero no ha de ser colgado porque está herido. En cuanto a vos, General, podéis marcharos a la ciudad, que yo me ocuparé de la defen­sa de San Felipe. Vos no tenéis ya mando alguno.

—Pues, con mando o sin mando, soy de la opinión de que este hombre debe ser ahorcado sin más contemplaciones. Ni siquiera en momentos de tanto peligro para las armas del Rey sois capaz de dar ejemplo a la tropa. Y en cuanto a lo de irme a la ciudad, sabed que he de permanecer en San Felipe haciendo cuanto pueda, porque soy hombre de guerra y porque tengo órdenes del Rey de defender esta plaza y, por tanto, aquí he de permane­cer que, aunque sin mando, he de actuar como soldado raso. —Su respues­ta fue tan tajante, que el Virrey no dijo más; las cartas ya estaban echadas. La distancia entre el virrey Eslava y Blas de Lezo era ya insalvable. Esto era una insubordinación que el jefe político y militar de la Plaza no toleraría.

—Coronel Desnaux, que curen a este hombre las heridas —ordenó Eslava.

Don Blas de Lezo estaba, para todos los propósitos prácticos, sin nada qué hacer en la defensa de la Ciudad Heroica, como desde hacía mucho la llamaban. Empero, no duraría mucho su destitución. A las 8:30 de la no­che los ingleses hicieron toque de llamada y sacaron bandera blanca para parlamentar la recogida de muertos y heridos. Un soldado con tambor y un negro se acercó al Castillo, bandera en mano, y gritó:

—Pedimos unas horas de gracia para recoger a nuestros muertos y curar a nuestros heridos.

—Os concedemos la gracia para que recojáis los muertos, pues los heri­dos ya los hemos recogido nosotros y están siendo atendidos en la ciudad. Además, los heridos son nuestros prisioneros. Decidle a vuestro capitán que las monjas curan sus heridas y los cuidan con esmero —contestó Alderete desde lo alto de la muralla.

El 18 de abril llegaba comunicación de Vernon a los habitantes de la ciudad exhortándolos a darle obediencia a cambio del libre comercio con los ingleses y ejercer libremente su religión. La comunicación iba dirigida a Don Tomás Lobo, clérigo de Cartagena. La escuadra inglesa concentraba ahora su ataque en el Playón de San Lázaro, apoyando sus tropas de asalto con el reblandecimiento de las fortificaciones. El Castillo respondía ya con todo el fuego de que era capaz. La aparente insuficiencia de los primeros momentos del ataque había sido superada. Cartagena se veía entonces es­tremecida por el ruido ensordecedor de las bombas, el rugir de los cañones, el impacto de los proyectiles; la guerra había llegado a sus puertas. La po­blación que quedaba en la ciudad se había refugiado al otro extremo de la misma mientras que cada hombre en edad de combatir estaba prestando su servicio al frente, ora atendiendo heridos, ora disparando artillería, ora fu­siles, ora llevando agua para apagar los incendios que provocaban las balas incendiarias. Las casas y edificaciones de la ciudad se desbarataban con los impactos del cañón.

La lucha por consolidar el desembarco en La Boquilla también se en­carnizaba; las baterías resistían, pese al cañoneo continuo de los navíos in­gleses; los soldados españoles salían en piquetes a hostigar al enemigo, que se veía en dificultades para lograr el avance y acercar lo suficiente sus piezas de artillería. Finalmente, fue desalojado de sus posiciones el comandante del regimiento de Aragón, el capitán Antonio de Mola, quien se presentó al palacio virreinal esa misma madrugada a solicitar refuerzos; el virrey Eslava le concedió doscientos hombres, que marcharon inmediatamente con él hacia el frente, para cerrar la brecha que se había abierto en las defensas del litoral, al este de la ciudad. El enemigo fue contenido nuevamente y no pudo lanzarse por la brecha abierta hacia Cartagena. Pero el frente sur ame­nazaba derrumbarse. Allí, en La Popa, los hombres del Virrey retrocedían hasta las inmediaciones del cerro de San Lázaro donde se erguía, ciclópeo, el castillo de San Felipe. El enemigo avanzaba incontenible. Un toque de trompeta señaló la retirada que se hizo, por fortuna, en orden hacia el Cas­tillo. Los hombres, en su ascenso, luchaban como podían para que sus po­siciones no fuesen rebasadas.

Don Blas de Lezo volvió a insistir ante Eslava sobre la necesidad de reorganizar las fuerzas y reemprender un ataque para desalojar totalmente al enemigo de la zona ocupada, aprovechando la oscuridad de la noche y la desprevención de sus fuerzas, así como de la circunstancia de que los ingle­ses habían decidido no persistir en su persecución. Se estaban replegando hacia La Popa. Pero Eslava volvió a malgastar la oportunidad que se le brin­daba. Evidentemente, el Virrey era refractario a luchar a campo traviesa y prefería parapetarse tras las murallas y los baluartes. Esto ya había quedado suficientemente claro. Los soldados del Virrey estaban a salvo dentro de las murallas, pero no así el fuerte ni la ciudad.

El enemigo no había persistido en su arremetida, porque se necesitaba el apoyo artillado de la Armada y de las baterías de tierra, particularmente las de La Popa, que no estaban listas todavía; una vez en forma, podrían to­marse el castillo de San Felipe de Barajas, último reducto de las defensas. Cartagena estaba a tiro de as.

Capítulo XIV

San Felipe, el último cerrojo

Esta escuadra sólo ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres.

(Carta de Lezo a Vernon)

Hemos quedado libres de estos inconvenientes.

(Lezo al virrey Eslava)

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