El día que España derrotó a Inglaterra (35 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

—¡Traición!, ¡traición! —gritaban los ingleses. Pero era demasiado tarde. Los supuestos desertores españoles habían escapado. Los británicos no tuvieron más remedio que encajar el fuego e intentar desplegar sus escaleras de asalto metidos, como estaban, en la trampa mortal, mientras retiraban del campo al coronel Grant, mortalmente herido.

Cathcart, en el entretanto, comandaba el ataque central por el flanco sur del Castillo. Montado en su caballo, desenvainando el sable y ponién­dolo vertical sobre su pectoral derecho, dio la señal al trompeta mayor de tocar el avance del ejército; del pulido cobre salieron los primeros sonidos de la última batalla que, estaban seguros, daría el triunfo a las armas ingle­sas; también serían los primeros en entrar al imponente Fuerte. «Long live the King», gritaron los ingleses, quienes dieron los primeros pasos del avance.

En las primeras horas, sin embargo, la avanzada del sur fue mantenida a raya. Los hombres asomaban los fusiles por la trinchera zigzagueante, lan­zaban una densa carga de fusilería y se volvían a amparar para cargar de nuevo. Los ingleses, que hasta el pie mismo de la colina mantenían una perfecta formación de batalla, iban cubriendo los huecos dejados por los caídos. Oleada tras oleada marchaban incontenibles. Los cañones de La Popa bramaban. Siete horas después de iniciados los primeros combates, a las 10:45 de la mañana, 2.800 hombres avanzaban en plena formación por el sur, el oeste y el norte; los del este, en cambio, tenían serias dificultades para reagruparse dado el nutrido fuego que recibían en la trampa tendida. Los soldados defensores disparaban desde los parapetos y merlones; dispa­raban con todo: con la artillería, con los fusiles, las pistolas… Wynyard ordenó a sus tropas escalar la muralla, pese al nutrido fuego. Sus hombres se fueron acercando a la cortina de defensa con escaleras, cuerdas y garfios. Muchos caían, pero otros recogían los implementos de asalto, hasta que la nutrida masa se acercó a la muralla y comenzó a tender las escaleras, pero éstas resultaron muy cortas, dado el foso que habían cavado los españoles. Desde lo alto se les arrojaba piedras y balas de cañón y hasta aceite hirviendo que rompían sus cráneos y calcinaba sus carnes. Pero les había quedado faltando dos metros para coronar la altura y en esas circunstancias era im­posible sobrepasar el empinado obstáculo. ¿Cómo había pasado esto? Wynyard juraba que las escaleras de asalto estaban bien medidas, según los datos de inteligencia. La sorpresa fue mayúscula, pues San Felipe debía caer por el asalto directo a sus murallas por ese lado, ya que la toma por el sur iba a ser difícil, dado el atrincheramiento de los soldados de Lezo en su ladera. Con los hombres allí detenidos e imposibilitados de actuar, Wynyard dio la orden del toque a retirada. Las escaleras fueron abandonadas sobre la muralla y con sus patas dentro del foso abierto. El ataque por el este había fracasado.

Hacia las once de la mañana, mil cien hombres se enfrentaban a 650 españoles y neogranadinos que a media marcha de la cima, atrincherados por el sur, defendían el acceso al Castillo. El fuego era tan intenso que se tenían que traer al frente dosificadores de latón cargados con pólvora y reemplazar los que se iban vaciando de la tropa. Arriba, en el Castillo, las maestranzas de artillería se ocupaban en fundir plomo para moldearlo en las coquillas de bronce que automáticamente cortaban doce balas que eran rápidamente recolectadas y llevadas a las trincheras.

Tampoco pudieron las escaleras de Washington llegar a la cima de la muralla por el lado occidental. Y allí sí que el intrépido hermano del futuro libertador de las colonias norteamericanas soportó el feroz castigo de la artillería de la ciudad y del Fuerte. El destacamento del norte tampoco tuvo éxito alguno, pues su fuerza no era de mucha consideración y, además, había sido cogido entre dos fuegos: a sus espaldas tenían que soportar el duro cañoneo de las baterías del Reducto, mientras que por el frente, so­portaban el castigo de la artillería del Castillo. Desnaux, en su Diario, des­cribe la situación:

…Y por el frente que mira al norte llegaron hasta la batería baja; pero con el fuego continuado de la tropa y artillería que estaba apostada en el hornabeque y cortaduras, después de tres horas de porfiado combate, no adelantaron ni ganaron puesto alguno…

Aquello había sido una carnicería. El único fuego digno de considera­ción era el que se hacía al Castillo desde La Popa por el flanco sureste; pero cuando los ingleses vieron los hombres de Lezo atrincherados en la pen­diente de la colina, supusieron lo peor:

—¡General! —gritó el artillero mayor a De Guise—, ¡los españoles han dado el primer toque de corneta y se alistan para dar una carga sobre nues­tros hombres en la planicie! ¡Es necesario reposicionar nuestra artillería contra sus trincheras y dar cobertura a nuestros soldados!

Así, las balas de la artillería inglesa comenzaron a caer sobre los soldados atrincherados, despedazando terraplenes y parapetos construidos al filo de la prisa. La colina, empero, funcionaba como una especie de glasis, o terra­plén en declive, que en los fuertes se construía para protegerlos del tiro directo, pues su función era desviar o encajar los tiros. El hecho de haber sacado los hombres al campo había también desviado el poder de fuego del enemigo y la integridad del Castillo quedaba, por lo pronto, a salvo. En cambio, su propia artillería respondía bien a los atacantes y a sus baterías del sur. Los infructuosos esfuerzos de Wynyard en la cortina este dieron como resultado que el Coronel ordenara un repliegue hacia el sur para reforzar el avance del general De Guise. Tal había sido la orden dada por Cathcart ante lo crítico de la situación. Washington y Grant no tuvieron más remedio que unirse también a esta iniciativa, intentando con ella for­zar el Fuerte por la ladera sur donde estaban los hombres de Lezo, atrinche­rados. Ahora sí, el combate se centraba en un solo flanco y liberaba tropa del interior para acometerla a la defensa. Pero los ingleses también habían liberado y concentrado la suya. Sin embargo, el avance de los ingleses por la ladera era lento y costoso en hombres, pues el zigzag de la trinchera presen­taba múltiples flancos de defensa que cogía a los atacantes entre varios fue­gos a la vez. Las balas zumbaban y rebotaban en los cestones de las trinche­ras mientras los ingleses hacían el descomunal esfuerzo de avanzar para desbordar a su enemigo.

Simultáneamente, otros tres frentes de guerra atacaban, por el litoral norte, las baterías de Crespo y Mas, con muy poco éxito y, si se quiere, muy débilmente; por el sur, el fuerte de Manzanillo, y, por el suroeste, el de San Sebastián del Pastelillo, en la isla de Manga, eran también atacados por mar y tierra. Este último fuerte estaba situado justo al sur del castillo de San Felipe, separado de él por el Caño de Gracia de tal manera que los dos fuertes se daban apoyo mutuo. Don Sebastián de Ortega, capitán de Milicias, resistía en Manzanillo con sólo veinticuatro hombres, todos neo­granadinos, y mantenían a raya un enemigo que furiosamente se acercaba para tomárselo; los ingleses eran permanentemente repelidos, ora con ar­tillería, ora con fusil, ora en combate cuerpo a cuerpo por aquellos valien­tes criollos. El ataque naval sobre el Manzanillo se estaba llevando a cabo con mayor solvencia y Vernon miraba complacido porque estaba debili­tando paulatinamente a su enemigo y ahora sus generales no tendrían mayor queja; pero cuando observó desde Punta Perico que sus buques estaban recibiendo un fenomenal castigo de los fuegos de Getsemaní y San Sebastián del Pastelillo, envió un correo a dar la señal de que los na­víos debían retroceder. Su correo, enviado en una balandra, apenas si pudo hacer señales con los banderines, pues también fue alcanzado por los cer­teros disparos de la artillería. Sin embargo, para los ingleses era vital redu­cir el fuerte del Pastelillo o el San Felipe, puesto que justo su artillería alcanzaba hasta medio camino del uno y del otro; así, el fuego de mutuo apoyo causaba grandes bajas. Pero los ingleses habían distraído mucha tro­pa en refuerzo de posiciones, en vez de concentrarla en reducir el San Felipe. Esta dispersión fue un grave error táctico, pues los hombres que atacaban el fuerte de Manzanillo debieron haberse empleado en vulnerar el San Sebastián del Pastelillo que apoyaba más eficazmente al San Felipe, dada la distancia que había entre aquel y éste. Así, el eje de la acción se centró en tres puntos dispersos, donde sólo uno, el San Felipe, era clave para la eventual toma de Cartagena. No obstante, el fracaso de las opera­ciones de los flancos había permitido concentrar más hombres en la ladera de acceso al enorme Fuerte. Pero Vernon había cometido el más impor­tante error de la guerra que siempre la gana, no quien más aciertos tiene, sino quien menos errores comete.

Al mediodía los españoles hicieron toque de oración y el fuego se sus­pendió en la ladera del San Felipe… Cathcart, quien a prudente distancia contemplaba el frente, no salía de su asombro. Los ingleses volvieron a admirarse de aquella otra escena surrealista. Hombres con las caras cubier­tas de sudor, tierra y pólvora, aprovechaban el respiro para frotarse los ojos, secarse el sudor y poner la rodilla en tierra…

—¿Qué ocurre? —preguntó Cathcart a De Guise con una sombra de desconcierto.

—El fanatismo español no tiene límites, mi General —respondió De Guise.

—Ordenad que se suspenda el fuego —dijo Cathcart sin entender del todo, pero con la caballerosidad propia de los de su rango.

El fuerte del Pastelillo, más próximo, también suspendió sus fuegos y los artilleros ingleses que lo asediaban voltearon a mirar hacia el Caño de Gracia para ver qué era lo que estaba pasando al otro lado. Apagaron sus mechas y se cruzaron de brazos; algunos removieron sus gorras para rascar­se la cabeza, perplejos. Sólo se oía el rumor de los cañonazos que en la distancia anunciaban que el ataque continuaba en otros puntos, aunque también se fueron apagando lentamente. El frente había quedado sobreco­gido por un silencio místico. El Padre Lobo bajó al campo de batalla y dijo:

—El ángel del Señor anunció a María…

—Y concibió por obra del Espíritu Santo —respondió Lezo y la tropa repitió.

—Dios te salve María… —contestaba luego el Padre Lobo, y así fue dicha toda la oración. Los ingleses se miraban perplejos, sin comprender totalmente la escena. Al Ángelus le siguió una oración especial que fue leída por Lezo en voz alta y repetida por toda la tropa arrodillada; era el salmo 69, cuyos apartes el General había escrito en un papel que sacó de la casaca y leyó:

—Ven, Señor, en mi ayuda; apresúrate, Señor, a socorrerme. Queden corri­dos y afrentados los que atentan contra mi vida. Tornen atrás y queden afrenta­dos, los que desean mi desgracia. Haz que se salven tus siervos que en ti esperan, Dios mío. Sé para nosotros, Señor, Torre inexpugnable. En cuanto a mí, pobre soy y necesitado; ayúdame, Dios mío. Tú eres mi ayuda y mi libertador; no te demores, Señor. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo —a lo cual res­pondió la tropa—: Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, Amén. —Y se dio la señal de empezar de nuevo la batalla.

El clarín de la guerra tocó de nuevo. La carga empezó nuevamente. El fuego de ambos bandos volvió a devorar los hombres. Don Blas de Lezo se dirigió hacia las inmediaciones de la batalla para observar su desenvolvi­miento; los ingleses habían hecho el toque de asalto, seguido de lo cual, los españoles hicieron el suyo y calaron las bayonetas. El choque de los hom­bres que bajaban y los que subían no se hizo esperar. Cuando Lezo vio que el ejército enemigo, con fuerte empuje, ascendía ya la ladera que conduce a San Felipe y los soldados se disparaban a boca de jarro y se hundían las bayonetas, ordenó que se suspendiera el fuego de apoyo de las baterías por­que apenas se distinguía quien era quien en los dos ejércitos que chocaban. Los ingleses también tuvieron que suspender el fuego artillero. No obstan­te, la ventaja del terreno que obraba a favor de los defensores fue parte en determinar las numerosas bajas sufridas por los ingleses en su ascenso y llegó el momento en que el ataque perdió fuerza y contundencia. Soldados de ambos bandos rodaban cuesta abajo al ser alcanzados por el cañón. Los ingleses echaron otros cuatrocientos hombres frescos al combate para recu­perar el empuje del asalto; empujados y forzados por sus oficiales, los solda­dos ascendían penosamente la ladera; pero todo fue en vano; el calor del mediodía estaba en pleno vigor y un sol de justicia comenzaba a hacer mella en los atacantes. Los ingleses estaban jadeantes y sin aliento por la larga lucha. La fatiga se había apoderado del enemigo y sus pérdidas en hombres y material eran grandes. Cathcart, mirando al cielo, y quitándose la gorra para con la manga de su uniforme limpiarse la frente sudorosa, exclamó al comprender que sus hombres habían sido detenidos por aquella brasa incandescente:

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