El día que España derrotó a Inglaterra (39 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

Pero hay un último detalle que no se nos debe escapar. El Diario de Lezo, como todo lo castrense, y lo particularmente suyo, es escueto, sobrio, seco hasta lo telegráfico; Lezo no redondea la información; no la proyecta, no le da contenido literario ni dimensión táctica. En ella denota su escasa formación académica y hasta cultural. Es abrupto, tosco. Lezo era un bri­llante marino, instintivo, un hombre de mar curtido en mil guerras. Tal vez esta circunstancia pudo pesar en la falta de comprensión de las autoridades españolas a la hora de evaluar uno y otro informe; uno y otro Diario.

La última vez que el Virrey vio a Lezo fue en el Te Deum que se ofreció por la victoria. Ese día se echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias de la ciudad y el Virrey se mostraba particularmente desagradado porque el pueblo de Cartagena daba vítores al héroe a quien ahora, muy cariñosa­mente, llamaban medio-hombre. Don Blas estaba contento aquel día. Ha­bía aprendido finalmente a aceptar el remoquete porque ya no encontraba en él mala intención, sino que describía, más que a su cuerpo, al estado de minusvalidez que existía en la ciudad frente a la superioridad de Vernon y que, pese a éste, había logrado ganar la batalla. Pero Eslava estaba celoso. El 28 de junio volvía a escribir al Rey pidiendo de nuevo el castigo para el heroico marino. Cuando Lezo se enteró de estas misivas, cayó en un pro­fundo abatimiento moral que determinó el debilitamiento paulatino de su cuerpo y lo hizo fácil presa de la peste que, como un lobo hambriento, iba devorando hombres. La victoria se le iba escapando de las manos como el agua que se recoge con ellas y se va escurriendo por entre los dedos. El hombre, lobo también, se engullía a otros hombres. Lezo estaba solo en su victoria y pronto se encontró muy solo en su derrota. No volvió a salir de su casa. Presa de abatimiento, y viendo próximo el desenlace, envió cartas a sus amigos en la corte de Madrid intentando salvar su reputación y solici­tándoles intercedieran ante el Rey para que se le concediese un título nobi­liario por sus más de cuarenta años al servicio destacado y heroico de la Marina. Deseaba que su viuda e hijos se quedasen con algo suyo, en recom­pensa a tantas privaciones y ausencias. También dispuso que su Diario, burlando las órdenes del Virrey, le fuese enviado al Rey, a quien escribió una carta:

Señor: Por el diario que acompaño reconocerá V. M. la defensa que se hizo en el asedio que padeció esta Plaza y sus castillos contra la superior fuerza de los ingleses que la atacaron y que, en conformidad con las reales órdenes de S.M., he contribuido con las fuerzas a mi cargo a la mayor custodia de este antemural… 31 de mayo de 1741.

También le enviaba copia del Diario al marqués de Villarias, ministro del Rey, a quien decía:

He sabido por una copia de un diario que pude hacer a mis manos, el cual D. Sebastián de Eslava ha forzado a nombre de D. Carlos Desnaux, o para disculpar sus omisiones o para vestirse de mis triunfos…, tan siniestro y falto de verdad, como justifican los documentos que incluyo… y que el que se remitirá por D. Sebastián de Eslava en nombre del ingeniero, lleva la nota de sobornado con la esperanza que le ha dado de su adelantamiento [ascen­so], porque sólo ha tirado contra mi estimación y el cuerpo de Marina para oscurecer su desempeño, habiendo llevado casi todo el peso del combate y porque no logre la gloria de que llegue a los reales oídos ser yo quien sostuvo los intentos enemigos a la entrada del puerto, ciudad y fuera de ella, como a todos es notorio…

Desnaux, pues, también escribía un diario amañado para justificar la conducta del Virrey, haciéndolo aparecer como una espontánea narración verídica de los hechos por un tercero en discordia. Cobra relevancia el dato que arroja Lezo sobre el tema del ascenso de Desnaux aparentemente pro­metido por el Virrey a cambio de tan señalado favor; importa también el hecho de que el General se apoya en una evidencia que era de pública notoriedad, a saber, sus esfuerzos y desempeño en la defensa de Cartagena. El Diario y cartas de Lezo tuvieron que ser enviadas a España por el «correo de las brujas», pues el Virrey impidió que fuesen enviados por los conduc­tos regulares y para ello dio órdenes perentorias a sus lugartenientes. Ahora Lezo era el sitiado por sus propios compañeros de armas y, por un momen­to, temió que sus diarios fuesen interceptados y confiscados por los agentes del Virrey.

La casa del General era una sobria vivienda, muy cartagenera en estilo, con portal hecho de piedra coralina y portón de dos naves, adornado con estoperoles o clavos cabezones de bronce fundido a la cera perdida. Era de un solo piso, austera, y se la había dado en alquiler el marqués de Valdehoyos, a quien por aquellas calendas adeudaba muchos meses de pagos atrasados. Pero era una vivienda digna, fresca, con un buen patio interior y solar tra­sero que también disponía de una pequeña huerta. Lezo y su mujer habían vivido allí los últimos cuatro años de su vida, muy felices, por lo menos hasta antes de empezar las hostilidades con los ingleses y las fricciones con el Virrey. Su casa era frecuente sitio de reunión de vecinos y gentes que estimaban a la familia Lezo y, muy particularmente, a su mujer, quien los obsequiaba con pequeños agasajos y querenduras. Los vecinos intimaron con ellos porque, además, era una forma de sentirse seguros, particular­mente cuando llegó la noticia a Cartagena de que Inglaterra había declara­do las hostilidades contra España; todos deseaban saber cómo Lezo estaba conduciendo las defensas y los planes que se hacían para repeler la invasión. La casa, milagrosamente, había escapado de los daños causados por el bom­bardeo, quizás por su proximidad a la muralla y al hecho de que los tiros sobrevolaban muy por encima de ésta.

Don Blas de Lezo no podía olvidar la última amenaza proferida por Vernon, en el sentido de que volvería sobre la Plaza para atacarla de nuevo, una vez se reforzara en Jamaica. Sus previsiones de hombre de guerra no podían dejar escapar tales palabras. Veía con preocupación que, después del sitio, no se estaban emprendiendo las obras necesarias en Cartagena para su reconstrucción y puesta en marcha de sus defensas. Esto nos da una idea de la clase de hombre que era: previsivo, visionario. Afortunadamente, la carta que dirige al marqués de Villarias nos da cabal testimonio de lo afirmado. Escribía el 30 de mayo en la misma carta el General:

Y por último, la ciudad se ha quedado en el mismo estado que estaba el día 28 de abril que se hizo el último fuego, sin haberse construido obra alguna para su defensa, pudiendo los enemigos a su voluntad entrar desde la boca hasta la bahía sin oposición alguna.

Como se puede apreciar, el virrey Eslava no había desplegado ninguna actividad que valiera la pena mencionarse, ni aplicaba esfuerzos en defen­der una Plaza potencialmente amenazada, así fuera reorganizando, que no reconstruyendo, nuevas defensas, por débiles que fueran. Don Sebastián de Eslava no era un hombre de acción; era un burócrata.

Por eso Lezo, desilusionado, pero, más que eso, humillado, quiere ya marcharse; la vida militar, aun con todas las glorias cosechadas, llegaba ya a su final y, con éste, todos sus desencantos y abatimientos. Se siente traicio­nado y más solo que nunca. Termina su misiva a Villarias, diciéndole:

Y respecto de que en este puerto ya no me queda qué hacer, ni me quedan oficiales, tropa y gente de mar de mis navíos, por haberse reunido en D. Sebastián de Eslava casi todas mis facultades y haberme separado del encar­go expedido por el Rey, suplico a Vuestra Excelencia, se sirva hacerlo conocer del Rey para que en su benignidad me permita poder pasar a Europa por cualquier vía… y para que por este medio no padezca las vejaciones que experimento…

En Cartagena, el contagio de la peste iba en ascenso. La muerte a diario visitaba las familias más conocidas y no respetaba rango ni condición. Con sus defensas corporales minadas por la amargura, el 15 de agosto Blas de Lezo, encerrado en su casa, agobiado por la tristeza y la decepción, comen­zó a sentir fiebres y vómitos, pese a que su mujer intentaba por todos los medios mantener en alto su estado de ánimo. La fiebre se manifestó por dos semanas y luego le sobrevinieron unos dolores de cabeza. A medida que pasaban los días la fiebre iba en aumento; sin embargo, el síntoma más preeminente era el dolor de cabeza y una constante tos acompañada de náuseas. También le dolía el vientre. Luego sobrevinieron los escalofríos acompañados de variaciones en la temperatura del cuerpo. Sin embargo, la perfidia humana le resultó ser más pesada de cargar que la misma guerra y la enfermedad; aunque sus heridas estaban ya muy curadas, las de su cora­zón apenas comenzaban a abrirse y con ellas su vencida humanidad.

—Llamen al médico —indicaba Doña Josefa. Y allí mismo lo sangra­ban, con lo cual se debilitaba más su ánimo.

La noticia de la gran victoria llegaba a España y Don Felipe V, orgulloso de lo que se interpretó en la época como la venganza contra la «otra Arma­da Invencible», colmó de premios y distinciones a la guarnición de Cartagena. El virrey Eslava fue ascendido a Capitán General de los Reales Ejércitos; luego le fue concedido el título de Marqués de la Real Defensa de Cartagena de Indias. Carlos Desnaux fue ascendido a General de Brigada. Una mención honorífica condecoró a los soldados de todas las compañías. La ciudad se engalanó como pudo; las autoridades celebraron el hecho. Los comandantes de guarnición se daban parabienes y, abrazándose, se felicita­ban mutuamente. Los altos mandos sonreían y se frotaban las manos… Eslava había salvado la ciudad; Lezo, en cambio, había perdido sus navíos. Y su honra. Y su vida.

—¿Y qué dirá de mí el Rey? —preguntaba febril y a veces delirante. Vino a verlo varias veces Don Lorenzo de Alderete, el capitán de Batallones de Marina, quien muy cerca de él había estado en el transcurso de aquellos acontecimientos. También vinieron un par de veces Don Pedro Mas y Juan de Agresote. Le daban ánimo. Y no faltó verse por allí a preguntar por su salud el alférez Goyzaga, pero su timidez y juventud lo hicieron marcharse pronto. Temió por su carrera militar. Algunos vecinos y amigos de la fami­lia también se acercaron. Otras personas, agradecidas con el General, vinie­ron a su casa. Eran visitantes espontáneos que se preguntaban la razón de su ausencia en los festejos y condecoraciones.

—Todo se aclarará —le decían.

—¿Y qué había de aclararse? —se preguntaba Lezo, si todo estaba tan claro—. ¿Y el marqués de Villarias, qué dice? ¿Y mis sueldos atrasados, dónde están? Se necesitan para sostener la casa y, en el evento de mi muer­te, para que mi mujer regrese a España. Mi mujer dice que los víveres están caros y escasos…

—Lorenzo —le dijo un día a Alderete, cogiéndole el brazo fuertemen­te—, mi última voluntad es que se erija un monumento, o una placa, que diga «Ante estas murallas fueron humilladas Inglaterra y sus colonias»; esto deberá quedar en un sitio visible, en la entrada de la muralla de la ciudad, o en el castillo de San Felipe. Decídselo al Virrey —concluyó con voz entrecortada. Desde entonces sus descendientes transmitieron esta infor­mación a unos y a otros, quienes siempre se preguntaron si aquella placa había sido, finalmente, puesta en Cartagena. Y cuando Alderete se lo co­municó al Virrey, éste frunció los hombros y contestó:

—Desvaría. —Tal vez pensaba que, en su último aliento, Lezo le quería robar su tan exclusiva victoria. De esta última voluntad también se sabe porque Alderete se lo narró a su familia y, aunque no quedó por escrito, sus descendientes, similarmente, la conocieron por tradición. Todavía no se ha erigido el monumento; ni la placa.

—Josefa, llámame al barbero, que quiero morir limpio y afeitado —dijo presintiendo que la vida se le escapaba…—. Ah, y entiérrame con mis pa­tas, porque seguramente las voy a necesitar al otro lado —le dijo bromean­do. Había sido una de las pocas bromas que este curtido marino había hecho en toda su vida.

Afuera llovía. El agua caía a cántaros del grisáceo cielo que escondía un sol perezoso como incandescente. Cuando la fiebre subía demasiado, Doña Josefa le aplicaba compresas de agua fría en la frente que se secaban rápida­mente. El tintineo de la lluvia sobre los tejados y las ventanas hacía temer un riguroso «invierno», como allí llamaban a la estación lluviosa, y se temía que esta circunstancia pudiera llegar a agravar al enfermo. La lluvia cho­rreaba por los cristales rotos de las ventanas y se colaba adentro de la casa, animada por el viento de septiembre, como si estuviesen echando baldazos de agua. En Cartagena casi no había quedado casa con cristales buenos. Por eso se tuvieron que cerrar los postigos, con lo cual aumentaba la penumbra. El cielo tronaba como si un nuevo almirante del rayo amenazara la ciudad. Era San Pedro «sacudiendo los cueros», como algunos decían.

—Josefa, dile a mis hijos cuánto los amo y que el más triste remordimien­to que llevo es no haber pasado más tiempo con ellos; pero explícales que tenía que cumplir con otros deberes… —murmuró con una voz ya muy débil.

El suelo de la campiña se convertía en un lodazal sin cuento, mientras por las calles circulaban ríos incontenibles que arrastraban piedras y arena. Era una de esas lluvias que parecían querer lavar los pecados e ingratitudes de los hombres. Ni siquiera había sol, pero el calor continuaba sofocante, y Lezo empapaba las sábanas y fundas de las almohadas con un sudor de muerte. Una esclava negra lo refrescaba con un abanico gigante, de aque­llos que se usan para avivar el fuego de las estufas. Los sentidos sensoriales se le fueron apagando y una como vaga expresión en la mirada se hizo cada vez más notoria. A veces se le observaba mirando fijamente las sábanas de la cama. El 4 de septiembre pidió la confesión. El obispo, Don Diego Martínez, acudió presto a dársela, junto con el Santo Viático; cuando golpeó la puer­ta, Doña Josefa salió a recibirlo y, después de hacer una inclinación y besar su anillo, como mandaba la costumbre, lo hizo pasar. Las criadas y visitan­tes ocasionales también hicieron profundas reverencias. El Obispo entró, diciendo:

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