El día que España derrotó a Inglaterra (38 page)

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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

La retirada de los ingleses de Cartagena dio comienzo el 8 de mayo y duró hasta el 20; es decir, Vernon tardó 12 días en reembarcar sus soldados moribundos y los pertrechos que pudo. Lo que no dejaba de sorprender era el rápido colapso de la ofensiva británica; evidentemente, se habían acu­mulado grandes problemas, apenas disimulados por el arrojo de los atacantes. En el asalto al castillo de San Felipe se habían jugado sus últimas fuerzas, que estaban ya al límite de la resistencia. Inglaterra había sido vencida en América; sus colonias también. En su viaje de regreso, Lawrence Washing­ton había recordado lo que su padre le había dicho aquel 22 de febrero de 1740, en el cumpleaños de su pequeño hermano:

—En primer lugar, se te olvida que esta no es una guerra nuestra. ¡Esta es la guerra de Walpole y sus secuaces! Y en cuanto a lo de «punitivo», no lo sé; no vaya a ser que los terminen castigando. —Y se había cumplido tal y como el viejo lo había presentido.

Pero no por ese fracaso Washington dejaría de admirar al Almirante, aun cuando éste lo hubiera conducido a la primera (y la última hasta el presente) derrota que Norteamérica sufriría en tierras hispanas; de todas maneras él, Washington, había alcanzado fama y buen nombre entre los ingleses; y sus hombres también.

Ese día, 8 de mayo, se observó un gran despliegue de transportes, die­ciocho en total, que comenzaron a abandonar la bahía con tropa. Hacia las 16:30 la nave almiranta de Vernon levó anclas y se dirigió hacia el exterior de la bahía. Era lunes. Y los lunes sucedían cosas extraordinarias, como esta retirada del Almirante. El 9 continuaron volando las ruinas de lo que que­daba en Bocachica. Su venganza por la derrota se cebaba ahora con las ruinas, no pudiendo ya emprenderla contra los hombres. El 10 salieron otras cuarenta embarcaciones de transporte escoltadas por dos navíos de guerra; el 11 levaron anclas dieciséis, escoltadas por otros dos navíos, y el 13 de mayo cuarenta más de transporte y dos bombardas, escoltadas por seis navíos de guerra. En los días siguientes siguieron saliendo embarcacio­nes de todo tipo y el 17 el almirante Vernon se alejaba de Cartagena escol­tado por una balandra, un bergantín y seis navíos de guerra; el Almirante ponía proa a mar abierto y cuando ya Cartagena se divisaba como un punto perdido en el horizonte, salió a cubierta y echándole una postrer mirada de odio, exclamó escupiendo en el agua:

—God damn you, Lezo!

El 18 y 19, por órdenes suyas, se quemaban varios navíos de guerra y diferentes tipos de embarcaciones frente a Bocachica. Las últimas velas, once en total, salieron de aquella boca de mar el día 20 de mayo; eran cuatro balandras y siete navíos y fue el último día en que se vieron los pabellones británicos flamear, derrotados y en jirones, sobre el horizonte. No se oyeron músicas marciales. Al día siguiente de esta ocurrencia, el Vi­rrey, preocupado por todos los acontecimientos que habían rodeado aque­lla lucha, comenzó a entretener la idea de escribir su propio diario. No podía permitir que Lezo fuera el único que tuviera uno. Sería su legado para el Rey y para la historia.

La otra Armada Invencible del almirante Vernon tenía un aspecto paté­tico. Los buques flotaban como espectros sobre el Mar Caribe; más pere­cían despojos espectrales, especies náufragas, que buques de guerra: las ve­las hechas jirones, los mástiles fracturados, los aparejos colgando; los unos arrastrando penosamente a los otros, los más averiados y desvalidos, pero todos dando tumbos, apenas con gobierno. Hay que recordar que la Arma­da Invencible de Felipe II había sido derrotada, primordialmente, por las tormentas del Mar del Norte y la inexperiencia de su comandante. La Ar­mada inglesa fue derrotada en un colosal mano a mano, donde se pusieron a prueba el valor, la resistencia y las armas de unos y otros.

Así, los hombres de aquel despojo flotante se apiñaban en las cubiertas y camarotes de los buques sin apenas espacio para respirar. El calor de los habitáculos comunes y el sudor de los heridos provocaban unos hediondos vapores emanados de la sangre putrefacta, las heridas abiertas y el vómito de los enfermos; los quejidos de los hombres agonizantes y febriles, sin nadie quien los atendiera ni lavara sus heridas, eran conmovedores. Los enfermos tenían que soportar la presencia de los muertos durante horas, antes de que fuesen sacados y arrojados por la borda. Algunos gritaban imprecaciones contra Vernon; otros se desgañitaban pidiendo socorro para sus penas. No había agua ni medicamentos. Tampoco comida. El hambre, la peste y las infecciones abatían más pronto que las heridas sufridas en combate. Así, hacinados, fueron trasladados a Jamaica. El capitán de un barco mercante que vio aquello no pudo menos que exclamar, soltando el catalejo: «Aquello que veo no flota; es un espectro que va a la deriva…». Cartagena estaba a salvo. También el Imperio Español en América.

Edward Vernon murió dieciséis años después de aquellos sucesos, el 29 de octubre de 1757, y durante todo este tiempo repitió sin cesar que el culpable de sus males había sido Wentworth por su incompetencia militar. Su sobrino, lord Francis Orwell, lograba, después de su muerte, que, a regañadientes, se le erigiese un panteón en Westminster; en su lápida se lee el epitafio más escandalosamente falso y ambiguo en la Historia universal de la Guerra; todo para esconder la derrota:

Sometió a Chagres y en Cartagena conquistó hasta donde la fuerza naval pudo llevar la victoria.

Frase lapidaria, en realidad, que demuestra cómo los ingleses quisieron siempre ganarlo todo, hasta lo que perdían; con España sus apuestas fue­ron: «Con cara gano yo y con cruz pierdes tú». Como se ve, también emplea­ron los epitafios para desviar la ira pública y cubrir aquel descalabro con eufemismos, cuando no con velos de perfidia. Así, después de tan aparato­so descalabro militar, se ocultó todo lo que pudiese significar el más leve recuerdo de la mayor de las humillaciones que nación alguna hubiese expe­rimentado: las monedas conmemorativas de su presunta victoria se reco­gieron y escondieron, aunque algunas se salvaron de la destrucción; unas pocas reposan en el Museo Británico.

Cuando los ingleses se marcharon de Cartagena, no hubo alegría en la ciudad; el desánimo cundía. No obstante, Don Blas de Lezo y el virrey Eslava enviaban al capitán Don Blas de Barreda y Campuzano a dar la noticia del triunfo a España. Pero, las pérdidas materiales y la carga espiri­tual habían sido demasiado grandes. El hambre y la peste se enseñoreaban sobre la ciudad. La gente se ocupaba en reparar sus viviendas derruidas y escarbar en los mercadillos de barrio lo que podía. No había dinero. Había que esperar a que las riquezas escondidas en Mompox hicieran su arribo a Cartagena, lo cual comenzó a verificarse a principios de julio, cuando se vieron largas filas de carromatos, hombres blancos y negros, mujeres y ni­ños, mulas y bueyes, cargando menajes hacia la Ciudad Heroica. Habían guardado la debida cuarentena, evitando las enfermedades. Todos marcha­ban en silencio, sin alegría, como en las largas procesiones del Viernes San­to. Veían las ruinas de lo que hasta ayer había sido una espléndida ciudad. Se sentían abandonados.

La Historia también había sido abandonada de la verdad; todos estaban solos.

Capítulo XVI

La muerte y olvido de un héroe

Homo homine lupus

(«El hombre es lobo para el hombre.» HOBBES)

No hay amigo del amigo, ni los deudos son ya deudos, ni hay hermano para hermano, si anda la ambición por medio.

(José Echegaray)

D
espués de la victoria de Lezo en Cartagena, Don Sebastián de Eslava volvió a rumiar los rencores producidos por los enfrentamientos con el General y escribía al rey de España el 1 de junio de 1741 pidiéndole castigo para éste por insubordinación e incompetencia. Le informaba que adolecía de «achaques de escritor que le inducía el país o su situación». Con esto quería prevenirse de cualquier conocimiento que el Rey tuviera del diario puntual de Don Blas, donde narraba, día a día, los acontecimientos de aquella batalla; también pretendía hacer aparecer a Lezo como un gene­ral en vías de locura manifestada en las letras. Fue entonces cuando solicitó a Desnaux hacer un Diario «espontáneo e independiente», ése sí sobrio y por fuera ya de los acontecimientos de la guerra, que consignara todo lo acaecido, incluyendo los desvelos y aciertos del Virrey en la defensa de la Plaza. No contento con esto, decidió escribir su propio diario para hacerlo coincidir con el encargado a Desnaux y comisionó a Don Pedro de Mur, su ayudante general, a llevarlos a su Majestad, Don Felipe V, y, de paso, hablar directamente con el marqués de Villarias para describirle la incompetencia de Lezo en el cumplimiento de su misión, así como sus desacatos a la auto­ridad virreinal. En particular, también quería, mediante informes verbales adicionales que fueron comunicados a las autoridades españolas, dar la impresión de que Lezo, en cierta forma y medida, había concentrado más sus esfuerzos en escribir que en guerrear, lo cual lo colocaba en una especie de decrepitud mental.

El diario de Don Sebastián de Eslava presenta varias curiosidades. En primer lugar, está formado de los pliegos remitidos al Rey por conducto del Ayudante General del Virrey. En segundo lugar, el diario está escrito en tercera persona, es decir, no como si hubiese sido elaborado, o dictado, por el propio Virrey, sino como comentarios cuya autoría proviene, presunta­mente, de Don Pedro de Mur a partir de las historias referidas por el Virrey. Esto se constata en anotaciones como la que indica que «…es forzoso el referirlas, según las expone D. Sebastián de Eslava, Virrey de Santa Fe, con fecha 21 de mayo, según las individualiza su ayudante general, D. Pedro de Mur, que ha venido a España con tan importantes noticias…». Como se ve, el Virrey las refiere con fecha 21 de mayo, y su ayudante las hace propias, las personaliza, las «individualiza»… De lo contrario, no se podría explicar el que, si su legítimo autor hubiese sido el Virrey, éste le pudiera escribir, sin ninguna modestia o decoro, que, «para resistir a tantas fuerzas, sólo había en la ciudad y sus fuertes la acreditada experiencia del Virrey de Santa Fe, D. Sebastián de Eslava…». Este autoelogio es, pues, inconcebible, y tiene que provenir de la pluma de su áulico. Tercero, el diario atribuye victorias donde apenas hubo un precario contraataque que no pudo impedir el desmantelamiento de las baterías de Varadero y Punta Abanicos, dejando sin protección y apoyo al fuerte de San José, mediante una acción de «co­mando» británica. Eslava no menciona que fue Lezo quien impartió las órdenes del contraataque, llevado a cabo por el Alférez de Navío, Don Jeró­nimo Loyzaga, y que fue lo que puso a los invasores en retirada, tal como quedó registrado en el diario puntual del General. Cuarto, no precisa en qué fecha se supo que los ingleses habían desembarcado en la playa de Chamba, ni cuándo estaban desembarcando baterías de tierra, punto clave para asegurar una defensa creíble por medio de un contraataque oportuno a aquellas fuerzas. Tampoco menciona por qué no reparó en este detalle, ni cuáles eran las dificultades que encontraba para no hacerlo. Quinto, se atri­buye acciones de mando que no le correspondió hacer, como cuando ase­gura que «plantaron luego una batería de doce morteros para granadas reales, y el Virrey, que desvelado acudía repetidamente, así al castillo de Bocachica, como adonde lo pedía la necesidad, dispuso que saliese el capitán D. MiguelPedrol, el teniente D. Carlos Gil Frontín y el alférez D. Joseph de Mola, todos tres del batallón de Aragón, con un piquete de sesenta hombres escogidos, a reconocer las operaciones de los enemigos…».

Como se recordará, dicha acción fue ejecutada el 30 de marzo por Mi­guel Pedrol, quien actuaba por órdenes de Blas de Lezo, y le fue comunica­da al Virrey cuando éste hizo su aparición en La Galicia, la nave de Lezo, quien aprovechó para narrarle al Virrey el éxito de la operación y, de paso, instarlo a arremeter contra los invasores por tierra, aprovechando el hecho de que tal éxito se debía a que no había podido el enemigo consolidar todavía su cabeza de playa. Sexto, sólo menciona a Lezo en el incidente de las heridas recibidas por ambos a bordo de su nave La Galicia, y en la reti­rada del día 6 de abril, roto el primer anillo defensivo, como si el General no hubiese sido parte en la defensa de Cartagena. Séptimo, el diario es un solo bullir de elogios al Virrey, quien estaba en todas partes, impartía órde­nes a diestra y siniestra, construía defensas, hornabeques, puestos de avan­zada, dirigía tropas al combate… Sin embargo, por un desliz del subcons­ciente, dice: «Poco antes de las tres de la mañana dieron principio los enemigos al avance por el hornabeque, sufriendo el gran fuego de nuestras baterías del castillo a metralla, y de nuestras obras con el fusil, habiendo ayudado mucho la constancia, y al acierto, la asistencia de D. Blas de Lezo a la batería de la Media Luna», refiriéndose al ataque frontal contra el castillo de San Felipe. De esta guerra, pues, según fue narrada por el virrey Eslava, el gran ausente fue Don Blas de Lezo, Comandante del Apostadero. Seguramente, quería dar la impresión de que había permanecido todo el tiempo oculto tras los parapetos escribiendo su diario…

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