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Authors: Pablo Victoria

Tags: #Historia, Bélico

El día que España derrotó a Inglaterra (37 page)

—Estos españoles saben hacer barcos…

—Pero no hombres… —respondió Wentworth, y esta frase hizo carrera en todo el Imperio Británico, particularmente cuando Nelson la volvió famosa en la batalla de Trafalgar. («The dons know how to make ships but not men», haciendo clara referencia al «Don» que usaban los españoles con aquello de «dons». Como se sabe, en esas épocas de rivalidad imperial, a los españoles se les llamaba, indistintamente, Dons o Diegos.)

El enemigo logró hacer algún daño: un cañón en el baluarte de Santa Isabel fue desmontado, uno más partido por el tercio y otro perdió un muñón; en el reducto se reventó otro y a alguno más le saltó el grano que tenía. La Galicia se batió bien, pese a lo esperado por Vernon. La nave comenzó a concentrar el fuego desde la muralla de San Francisco hasta el reducto de Getsemaní, queriendo hacer brecha. Lezo dio aviso urgente a Desnaux para que organizara con doscientos hombres la rápida construc­ción de un trincherón con tierra para proteger la muralla, ya que los cinco cañones mejor situados habían quedado inutilizados y el resto de la artille­ría perdía buena parte del ángulo de tiro con la nave. Los hombres fueron retirados de San Francisco para empezar las faenas, las cuales comenzaron a ejecutarse por la noche; Don Pedro de Elizagarate envió otros ciento cinquenta hombres de la marinería para apoyar el trabajo. Pero todos sa­bían que aquel ataque era un pálido reflejo, un último estertor, del poderío inicial inglés.

—Lo único que me habéis demostrado, milord, es que sí se podía dar apoyo a mi tropa. Si hubierais puesto cuatro navíos más, habríamos abierto brecha en la muralla y el desembarco habría sido un éxito —concluyó Wentworth con una sombra de desilusión en su rostro.

Al día siguiente, hacia las once de la mañana, con el trincherón ya hecho y el nutrido fuego reiniciado, los marinos ingleses cortaron los cables a La Galicia, que estaba ya desarbolada y en lamentable situación, y se dejaron llevar por la brisa hacia Manzanillo; las bombardas también se pusieron a la vela y se incorporaron al resto de los navíos que permanecían fondeados por fuera del alcance del tiro.

—Almirante, debemos retirarnos. Mis hombres se mueren por docenas cada día —murmuró Wentworth—. Y los que quedan vivos se ocupan de enterrar a los muertos —concluyó.

—Y yo tiro docenas por las bordas, General —respondió Vernon—. En verdad, debemos retirarnos. Nadie está en actitud de combate.

Por el día 28 de abril los enemigos comenzaron a abandonar el caserío de la Quinta, los tejares y las trincheras; los españoles pasaron rápidamente a ocuparlas. Se hallaron muchos cartuchos, fusiles, armazones de tiendas, machetes, picos, azadas, carros y víveres. Esto desconcertó un tanto al mando español, que no entendía la razón de haber abandonado las trincheras cavadas en esa zona, ni los puestos de ejército. Algo estaba sucediendo, y era inexplicable, ya que se temía otro ataque de gran envergadura.

—Es la peste que se los está llevando —decía Lezo a sus atónitos co­mandantes que constataban cómo, en efecto, no había sendero, ni camino, ni lugar donde no se apilaran cadáveres y más cadáveres que se iban pu­driendo con la celeridad exigida por aquellas ardientes tierras del Caribe. Nadie enterraba los muertos: los españoles por estar sitiados; los ingleses por estar exhaustos. —Es la peste que Dios les ha mandado —repetía a otros. Nunca nadie tampoco lo vio más contento.

El 29 los ingleses pidieron, y obtuvieron, un intercambio de prisione­ros. Este mismo día el navío La Galicia, desarbolado y desguazado por el castigo recibido, llegaba a las inmediaciones de Manzanillo y allí, frente al Fuerte, los ingleses le prendían fuego; luego procedieron a volar el castillo de Cruz Grande y lo que quedaba del San Luis de Bocachica. El 1 de mayo los españoles lograban un pequeño pero significativo triunfo, y era el des­bloqueo del estero de Pasacaballos por donde llegaban los suministros a la ciudad. Se tomaron muchos prisioneros. Este mismo día los ingleses co­menzaron a hacer su aguada, tras el ruido de las explosiones de las ruinas de los fuertes que volaban por los aires. Era un signo definitivo de que comen­zaban a retirarse y a cancelar los planes de un nuevo ataque. El 3 el almiran­te Vernon enviaba unas cartas abiertas al Pastelillo que, como no tenían interés militar, podían ser entregadas a sus destinatarios, Eslava y Lezo; las cartas habían sido confiscadas en dos navíos que de Cádiz se dirigían a Cartagena y que fueron apresados por la Armada británica que no dejaba entrar ni salir noticia alguna. Por el día 4 de mayo se escapó un prisionero español y comunicó la gran escasez de víveres que padecían los ingleses y las enfermedades que los agobiaban; que querían montar un nuevo ataque, pero que el prisionero lo dudaba, porque sus hombres morían por docenas todos los días. Cartagena se había convertido en un cementerio de hom­bres sin enterrar cuyos hedores pestilentes se elevaban al cielo y envenena­ban el aire. Muchos soldados ingleses desertaban de las filas y se pasaban al bando contrario, trayendo consigo las lanchas y sereníes que lograban ro­bar de los buques. Entre ellos había un marino escocés que se hizo llevar a donde Lezo y le dijo en mal, aunque comprensible, español:

—Señor Comandante, he huido porque quiero ser católico.

—Que llamen al padre Lobo para que bautice a este cristiano —respon­dió el General.

En eso estaban cuando, de repente, avisaron que un estafeta portaba un mensaje para las autoridades españolas. Lezo comprendió que la retirada de los ingleses era inminente y su derrota palpable. Leyó el mensaje que decía: «Hemos decidido retirarnos, pero para volver muy pronto a esta Plaza, después de reforzarnos en Jamaica». Lezo contestó a través de Oedigoisti: «Decidle a Vernon que para venir a Cartagena es necesario que el rey de Inglaterra cons­truya otra escuadra mayor, porque ésta sólo ha quedado para conducir carbón de Irlanda a Londres, lo cual les hubiera sido mejor que emprender una con­quista que no pueden conseguir».

Por eso, a la hora de rendir el parte de guerra al Virrey, cuadrándose con toda la solemnidad de que un militar puede hacer gala, Don Blas de Lezo, le informó:

—Señor Virrey, hemos quedado libres de estos inconvenientes —frase que revelaba la austeridad de sus comentarios y, a la vez, el estoicismo con que solía enfrentar los duros avatares del combate. Esta reveladora frase quedó consignada para siempre en su diario de guerra. Para Lezo aquellos habían sido apenas meros «inconvenientes». No era la primera vez que un general español daba semejante parte de guerra. Tampoco sería la última. Otro diría en Toledo, sin novedad en el Alcázar, mi General. Eslava, admirado, respondió con un escueto,

—Gracias —lo cual Lezo respondió:

—Este feliz suceso no puede ser atribuido a causas humanas, sino a la mise­ricordia de Dios—, dio media vuelta y se marchó, dejando tras de sí el habitual toc toc de su pata de palo. Así mismo lo había consignado en su Diario puntual el 20 de abril de 1741.

Capítulo XV

El anochecer de las velas

Sometió a Chagres y en Cartagena conquistó hasta donde la fuerza naval pudo llevar la victoria.

(Epitafio en la tumba de Vernon)

Ante estas murallas fueron humilladas Inglaterra y sus colonias.

(En memoria de Lezo en una placa inexistente)
[1]

A
nochecía en Cartagena. Los arreboles teñían el horizonte como un reflejo de sangre vertida por una causa injusta. El rojo se entreveraba a pincelazos con las aguas negruzcas que, como un pantano de hierro líquido, permanecían serenas, casi dormidas, aquel 20 de mayo de 1741. También se entremezclaban con las nubes negras y amenazantes que en mayo desatan otras tempestades en esa parte del Caribe. Las gentes miraban al cielo para ver si el «riguroso de las lluvias» lavaba las calles y los campos de tanta inmundicia y podredumbre. El sitio había durado sesenta y siete angustiosos días.

Hacía calor. El viento pestilente de cadáveres se había apiadado de la ciudad y soplaba en dirección oeste, aunque, a centenares, los muertos hin­chados y hediondos, flotaban en las aguas de la bahía; similar espectáculo se observaba en todo el contorno desde La Popa hasta San Felipe y desde Manzanillo hasta el caserío de la Quinta, donde por todas partes se apilaban muertos y más muertos, destrozados por las balas y desnudados por los gallinazos que merodeaban a su alrededor. De cuando en cuando un golpe de viento en dirección contraria traía el trágico recuerdo de la guerra por el hedor de los cadáveres insepultos. Cientos de gallinazos y otras aves de rapiña circundaban el cielo y se posaban sobre los cuerpos para arrancarles las entrañas y los ojos. Docenas de ellos permanecían con los vientres abier­tos y un circundante reguero de vísceras y tripas sanguinolentas. Se veían perros hambrientos saciar el hambre con las entrañas expuestas que eran, de cuando en cuando, espantados por los improvisados sepultureros. Hom­bres sudorosos y cansados, a pico y pala, con trapos amarrados a bocas y narices, cavaban tumbas, pero la labor superaba los medios, hasta que Lezo dio la orden de quemar los cadáveres de los ingleses y de sepultar los de los españoles y criollos:

—De todas maneras los ingleses se van al infierno y allí se queman —razonó. Y aquel razonamiento estaba más de acuerdo con lo creído por la Santa Madre Iglesia.

Pero, los campos de Cartagena, de una forma o de otra, se habían con­vertido en cementerios. Las bajas totales de los ingleses, por enfermedades y combates, habían sido descomunales: cerca de seis mil muertos, de los cuales dos mil quinientos habían sido causados en la lucha y tres mil qui­nientos por el «vómito negro» y las «fiebres carceleras»; los combates les causaron siete mil quinientos heridos, de los cuales muchos murieron en el trayecto a Jamaica. En Cartagena había sucumbido la flor y nata de la ofi­cialidad imperial británica. También habían perdido seis navíos de tres puen­tes, trece de dos y cuatro fragatas, además de innumerables barcos de transporte, al punto en que los sobrevivientes tuvieron que ser apiñados, unos contra otros, porque no cupieron en las embarcaciones que los transporta­ban. Los navíos de guerra también fueron utilizados para la faena, y en sus cubiertas, a cielo abierto, se observaban desparramados los heridos calcina­dos por el ardiente sol del Caribe. Un cálculo no muy aventurado supon­dría la pérdida de por lo menos cincuenta barcos de una flota de 130 em­barcaciones de transporte. Similarmente destruidos o caídos en poder de los defensores había unos 1.500 cañones, innumerables morteros, tiendas, palas, picos, equipos y pertrechos de todo tipo. Esto supuso una grave pér­dida para la flota de guerra de la Armada británica que había quedado prác­ticamente desmantelada por España; tardó mucho tiempo en reponerse y alcanzar de nuevo el poderío que ostentaba en 1741. Pero España no se aprovechó de la ventaja obtenida para haber reducido militarmente a su rival de manera definitiva.

Los españoles, por su parte, habían perdido ochocientos soldados, en­tre neogranadinos y peninsulares, y tenían mil doscientos heridos en los hospitales de la Plaza, a más de la pérdida de seis barcos de guerra y varias embarcaciones menores; también habían experimentado la destrucción de los fuertes de San Luis de Bocachica, San José, Cruz Grande, y las baterías de Chamba, San Felipe, Santiago y Punta Abanicos; grandemente dañado quedaba el fuerte de Manzanillo y las baterías de Crespo y Mas, aunque menos lesionado había salido el castillo de San Felipe de Barajas. Calcula­mos la pérdida de cañones, por este concepto, en unos 395, descontados ya los 124 que se salvaron de El Dragón y El Conquistador. La ciudad también había experimentado muchos daños, particularmente en viviendas priva­das, iglesias y edificaciones oficiales. La ciudad y sus fortificaciones, casti­llos, baterías, fuertes y trincheras, habían recibido el impacto de por lo menos 28.000 cañonazos y ocho mil bombas. Éstos, a su vez, habían dispa­rado 9.500 tiros de cañón de todo calibre a lo largo de la duración del sitio, dato que también suministraba el alférez Ordigoisti a las autoridades locales.

Pero Inglaterra calló sus pérdidas; un silencio sepulcral, como el que habían dejado en los campos de batalla, cubrió aquellos hechos. Se prohi­bió escribir partes oficiales sobre la batalla contra Cartagena. La vergüenza era enorme, porque esta otra «Armada Invencible», puesta en la mar contra España, también había sido derrotada. Es sabido que la única de la cual la Historia da cuenta es la española, la de Felipe II, el odiado rey en torno al cual se había tejido la Leyenda Negra. Y era, precisamente, por lo que no convenía divulgar la derrota de esa otra grande Armada, más poderosa aún, que pudiera eclipsar aquellos episodios del Siglo de Oro en que España poseía el mayor poderío naval y militar que nación alguna pudiese ostentar. Con la estrella inglesa rumbo a su cenit, era inapropiado que un aconteci­miento de éstos pudiera hacerle sombra y, menos aún, que fuera amplia­mente conocido por las generaciones futuras.

Por eso, cuando el 23 de septiembre de 1742 (óigase bien, un año y cuatro meses más tarde) llegó a Jamaica la fragata Gibraltar con órdenes de que Vernon se presentara en Inglaterra, el Almirante sintió que un frío le recorría la columna, de la primera cervical al coxis. Allí, en Jamaica, ahora se sentía a gusto; rehuía la vergüenza de presentarse ante el Parlamento y a la Corte de Su Majestad. Se sentía acorralado y casi había decidido vivir, por un tiempo, como un ermitaño cualquiera. El capitán Fowke, le dijo:

—Es preciso que Vuestra Excelencia se presente ante el Parlamento —ante cuyas palabras Vernon, alejado mentalmente de aquel escenario, contestó:

—…Jamaica es tan hermosa, Capitán; su clima tan espléndido. En In­glaterra se acerca el invierno y aquí hay un esplendoroso verano permanen­te que dura años y años… —dijo secamente.

Para la llegada de Vernon las autoridades británicas dispusieron que nadie se acercara al puerto ni que el Almirante fuese recibido por simpatizantes y amigos que pudieran hacer fanfarria al respecto. Un cordón de policía espan­taba a los intrusos que venían a proferirle maldiciones. Era preciso escon­der los hechos, aun los de su llegada. Por eso tampoco se le juzgó. Llegó a Londres el 14 de enero de 1743. Horacio Walpole, ya ex primer ministro, fue a visitarlo a su casa y, cuando salió de ella, exclamó a su acompañante:

—Ha sobrevivido a su popularidad… Tendremos almirante para muchos años…

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