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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

El diamante de Jerusalén (15 page)

—Comandante Michaelman —lo llamó—. ¡Dov Michaelman!

Al oírla, él la miró. Su sonrisa quedó congelada y luego se quebró, revelando un dolor tan intenso que la alcanzó con la precisión de una bala, y ella comprendió al instante.

Cientos de hombres fueron enterrados en la ceremonia de los héroes que se llevó a cabo en el Cementerio Militar de las Fuerzas de Defensa Israelíes. Moshe Dayan y el gran rabino de Israel, Shlomo Goren, pronunciaron los panegíricos. Ella veía el movimiento de sus labios, pero no oyó sus palabras. Durante la semana del
shiva
, los padres de Yoel fueron a su casa; se quedaban sentados, descalzos y con expresión perpleja; cuando se les hablaba respondían con monosílabos, y al anochecer se marchaban juntos arrastrando los pies, y regresaban al día siguiente a primera hora. La familia de Tamar llegó desde Rosh Ha’ayin, pero al tercer día
ya abba
perdió las fuerzas y empezó a beber. Cuando concluyó el periodo del duelo y todos se fueron a casa, ella agradeció el silencio.

El cheque del seguro llegó enseguida: eran diez mil libras. Todo lo relacionado con los veteranos muertos era despachado por el gobierno, incluidas las cartas de pésame del capellán principal, del comandante de las fuerzas de paracaidistas, la del general Elazar que le informaba que a su esposo, de feliz memoria, se le había otorgado un ascenso a titulo póstumo, y describía las circunstancias de la muerte del comandante Strauss. Tamar le entregó las cartas a su suegro, que las enmarcó y colocó sobre el escritorio de la pequeña y oscura tienda de muebles, donde revisaba las facturas de compra y preparaba las facturas de venta.

Ella depositó el dinero del seguro y le dio instrucciones al banco de que le enviara cincuenta libras mensuales a su familia.

Mirara donde mirase, veía algo que seguía existiendo aunque él ya no estaba. En cierto modo, el apartamento era una extravagancia innecesaria para una sola persona, y los Strauss podrían utilizar el dinero que le habían dado a Yoel para comprarlo. Antes de tener la posibilidad de cambiar de idea, puso un anuncio. Las viviendas buenas escaseaban, y el apartamento se vendió casi de inmediato.

Unos días después invitó al señor Strauss a comer. Mientras salían del restaurante, le explicó serenamente lo que había hecho e intentó entregarle el cheque de la venta, pero él torció el gesto y la miró fijamente con los ojos húmedos, rechazando con las manos.

El anciano huyó de su lado y bajó a toda prisa por Yaffa Road.

Ella se dio cuenta de que el dinero manchado de sangre volvía a sus manos, enviado por nuevos fantasmas. Pero les pertenecía a ellos. Fue al banco y abrió una cuenta a nombre de los dos, y les envió por correo la libreta de depósito.

Los nuevos propietarios la apremiaron para que dejara el apartamento lo más pronto posible, pero Jerusalén era una ciudad superpoblada y cara, y resultaba difícil encontrar una habitación adecuada. Se dedicó a buscarla durante su día libre, pero en la calle los rostros aún reflejaban la alegría de la supervivencia, y se agudizó la depresión que sentía. Se encaminó a la Ciudad Vieja. Bajó por la Vía Dolorosa y entró en una tienda de regalos llamada Abdulla Heikal, Ltd., donde un ejército de Cristos con el cuello roto colgaba de medio millar de cruces de madera de olivo. Un rotograbado manchado de agua, recuerdo de una guerra anterior, sonreía mostrando los dientes por encima de dos hombres que llevaban
kaffiyeh
y discutían apasionadamente hasta que uno de los dos lanzó un suspiro y alzó las manos con las palmas hacia arriba. Ambos sonrieron una vez cerrado el trato, y el que había cedido asintió y se fue corriendo.

—¿Busca algo?

No, respondió movida por un impulso y en árabe, a menos que sepa de alguna habitación bonita para alquilar.

No, pero tenía un puf de la mejor piel de camello, una ganga.

Ella sacudió la cabeza y el interés del hombre se desvaneció en cuanto el anciano regresó cargado con una caja de cartón llena de bolsos de mujer.

Unos minutos más tarde, mientras regresaba por la Vía Dolorosa, el anciano corrió tras ella.

—Él me ha dicho que busca una habitación.

Lo miró con expresión vacilante y empezó a arrepentirse de su actitud irreflexiva.

—Véalo y decida después. —El anciano escribió en una libreta, arrancó la hoja con la dirección y se la entregó. Ahmed Mohieddin. Callejón del Pozo, esquina Aquabat esh–Sheikh Rihan.

Aquabat esh–Sheikh Rihan era más estrecha que Vía Dolorosa, y desde ella partían varios callejones. Tamar preguntó a cuatro personas antes de encontrar Callejón del Pozo, una hendidura entre edificios cubiertos de argamasa. La puerta de Ahmed Mohieddin era lúgubre, pero las casas árabes que se ven desastrosas por fuera suelen ser muy distintas por dentro. Un oscuro pasillo la condujo a un patio soleado, con plantas colocadas en barreños cerca del pozo que daba nombre a la calle. La esposa de Mohieddin la llevó por una escalera de piedra hasta una habitación con ventanas arqueadas. No había agua corriente, y en lugar de instalación sanitaria tenía sólo un retrete, pero Tamar le pagó a la mujer un mes de alquiler anticipado.

La primera noche que pasó en la nueva habitación se tendió en la cama en posición fetal, intentando suspender todo movimiento, todo sonido y sensación.

Él estaba muerto. Ella estaba viva.

Nadie más pensaba que esto era raro.

Era una aficionada a todos los vicios. Caminar resultaba más fácil. Se acostumbró a pasear por la Ciudad Vieja en las horas silenciosas de la noche. Cuando por fin sus nervios empezaban a estallar ante la evidencia de que la tierra estaba deshabitada, encontró un café junto a Puerta de Jaffa, como una cueva pobremente iluminada y llena de árabes que fumaban y jugaban a las cartas y a
shesh

besh
. Evidentemente era un territorio masculino, y se conformó con sentarse en una mesa pequeña de la calle y tomar una taza tras otra de café con abundante
hel
mientras escuchaba la amalgama de sonidos: voces y risas masculinas, el borboteo de los numerosos
nargillahs
, el chasquido de las fichas del
shesh

besh
. Ella y un hombre vestido al estilo norteamericano eran los únicos que ocupaban las mesas de afuera. Él era joven, tal vez algo mayor que ella, y tenía el estuche de una cámara en una silla, a su lado, y una Leica colgada del cuello. Ella apartó la mirada y luego se levantó y siguió deambulando por las calles empedradas en las que la luna era la única luz, y su respiración y sus pasos los únicos sonidos.

La tarde siguiente, cuando llegó Tamar, el joven ya estaba allí; ella le devolvió el saludo con cortesía. Él cogió la Leica y empezó a enfocarla sobre ella.

—No, por favor.

Él asintió. Se puso de pie, entró en la cafetería y se paseó entre los jugadores, haciendo fotos.

—Un sitio fantástico —comentó al salir. Se sentó a la mesa de ella tras recibir su autorización y pidió más café. Era un fotógrafo de modas de Londres, que había llegado unos días antes que las modelos para buscar los escenarios—. He estado observándola. Parece muy desdichada.

Cuando ella empezó a levantarse, él estiró una mano.

—No estoy intentando ser un patán, de verdad —le dijo en tono amable—. Lo que ocurre es que por naturaleza soy opuesto a la desdicha.

Ella se quedó y bebió su café a sorbos y en silencio. Cuando él le pidió que le mostrara los alrededores, ella bajó con él por las calles estrechas, señalando la Torre de David, el barrio armenio, el reconstruido barrio judío que había sido arrasado por los jordanos en 1948. Él no le hizo preguntas personales, y al cabo de dos horas todo lo que ella sabía de él, además de su profesión, era su nombre: Peter. Su compañía resultaba agradable. En un restaurante árabe de la calle de la Cadena le compró dolma con hojas de parra y cuscús, y le preguntó si quería arak.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Whisky, entonces?

—Me sienta mal.

—Ah. A mí me pasa lo mismo. —Sacó de su bolsillo una pequeña caja esmaltada y al abrirla dejó a la vista unas pastillas parecidas a bayas rojas.

—Tienes que tomarte dos. Una no sirve.

—¿Qué son?

—La felicidad.

Ella se negó, pero él sonrió y se tragó dos con el café para mostrarle lo fácil que era.

Después de tomarlas no sintió ningún cambio. Tampoco aparecieron los efectos cuando terminaron de cenar y salieron otra vez a la calle. Era inmune a la felicidad.

—Lo que tengo que encontrar ahora —dijo él— es un antiguo jardín árabe con una bonita fuente. ¿Conoces un sitio así?

—Sin fuente. Un jardín con un pozo. Muy bonito. Cuando llegaron al jardín de Mohieddin, ella se sentía levemente feliz.

Le faltaban los dedos de los pies.

Un agradable, muy agradable entumecimiento alrededor de la boca.

Una percepción nueva y especial del modo en que la luna plateaba la piedra y creaba sombras. Él silbó.

—Espera hasta que veas esto adornado con ochos de tejido doble tamaño gigante. ¿Cómo es por dentro?

—¿Feliz? —preguntó alguien mientras ella lo conducía escaleras arriba.

¿Quién?

—Feliz feliz feliz.

¿Quién había preguntado? ¿Quién había contestado?

El aire se volvía gelatinoso. Tamar cayó hacia atrás atravesando un líquido espeso hasta aterrizar en la cama.

¡Riendo!

Y lo observó avanzar en una danza de prendas que volaban.

Él parecía más grande que Yoel pero tenía menos pelo, era interesante; la felicidad era la amnesia total, sin dolor, sin sensación de ningún tipo; vio el rostro pálido y desconocido que se posaba sobre el suyo.

Y empezaba a menearse.

Y se meneaba.

Y ahora flotaba. Hizo su danza del desnudo a la inversa, recogió la cámara y desapareció de la vida de Tamar.

Ella se quedó tendida en la cama, y rió hasta quedarse dormida.

Por la mañana, aterrorizada, pregunto a sus compañeros del museo si conocían algún sitio disponible para vivir; un sentimiento de culpabilidad la llevó a inventarse una plaga de cucarachas.

La administradora de la tienda de regalos arrugó la nariz —¡puaf!—, pero enseguida sonrió: afortunadamente, había una habitación libre en el apartamento de su hija Hana Rath, en Rashi Street. Al atardecer, Tamar volvía a residir en la parte judía de la ciudad; aunque el hombre regresara a casa de Mohieddin con su felicidad, no la encontraría.

Pero detestaba la nueva habitación.

Por su pequeñez y las malévolas calcomanías de la pared, evidentemente había sido la habitación de los niños. Dvora, la criatura desalojada, tenía un cólico y se pasó toda la noche llorando junto a la cama de sus padres. Eli Rath era un ceñudo camionero que roncaba y se rebelaba contra su matrimonio mediante un estómago delicado. Los Rath discutían de la manera de hacer política de él, del sexo oral, de la manera de cocinar de ella, y sus desagradables palabras penetraban en las paredes delgadas y empujaban a Tamar a la adicción a los fétidos cigarrillos autóctonos.

Veintidós días después del encuentro con aquel hombre llamado Peter, ella se dio cuenta de que su período menstrual, que ya tenía que haber terminado, ni siquiera había empezado.

Esperó cuatro días más para estar segura, y luego fue a una clínica de Tel Aviv y se tendió con los pies en unos estribos durante apenas cinco minutos mientras un ruidoso aparato aspiraba el hijo por el que había rezado ante el Muro. Esa noche, en la habitación de los niños, en Rashi Street, la hemorragia fue menor que una menstruación y sintió poco dolor, pero en la habitación contigua la pequeña lloraba otra vez débilmente y Hana Rath le canturreaba: «Dvooorehlehhh… Dvooorehlehhh, mi amor…» Tamar se tendió de espaldas y mientras fumaba los fuertes cigarrillos, estudiaba los animales de las calcomanías y maldecía a Dios.

Al día siguiente estaba en condiciones de volver al trabajo, pero en lugar de eso se dirigió a la brillante oficina de reclutamiento de Rashi Street, situada a pocos edificios de distancia del apartamento de los Rath, y se alistó como voluntaria en el Ejército.

Recibió entrenamiento como operadora de radio. Los servicios en el frente solían reservarse a las mujeres más jóvenes, pero ella señaló cuidadosamente a sus superiores que los pocos años de diferencia no la convertían en una mujer débil, y las circunstancias de su alistamiento estaban de su parte. Un día recibió la orden de presentarse en el campamento 247, en Arad.

El puesto se encontraba en un desierto, a pocos kilómetros de la ciudad; era un enorme cuadrado de limpios cuarteles marrones cercados por una alambrada, que rodeaban dos recintos cerrados interiores. Los edificios estaban bien conservados y el terreno consistía en césped y jardines bien cuidados de los que
Mogen David
podía enorgullecerse. Uno de los recintos albergaba una unidad de maniobras, una compañía de zapadores. En el otro vivían unos veinte hombres que vestían de paisano.

Había una pequeña caseta para la radio y un oficial con el que ella trabajaría, un capitán llamado Shamir que pronto regresaría a su estudio de grabación en la vida civil. No estaba interesado en nadie que no viviera para los altavoces de sonidos graves y los de sonidos agudos. El primer día ella le preguntó por el grupo de hombres de paisano.

—Trabajan para el Suministro de Agua.

—Ah. ¿Qué hacen?

—Trabajos sucios —respondió él sin levantar la vista de su equipo.

Era un campamento pequeño. Había un buen
shekem
, una mezcla de cantina y club militar que frecuentaba la gente cuando estaba fuera de servicio, y al cabo de una semana Tamar conoció prácticamente a todos, incluidos los que iban vestidos de paisano. No hizo más preguntas sobre ellos porque pronto se dio cuenta de que ni trabajaban para el Suministro de Agua, ni eran paisanos. Notó que además de los vehículos militares del campamento conducían dos coches con matriculas civiles: un jeep Willys de color gris y un break Willys de color beige. La puerta que daba al recinto interior se abría sólo cuando alguien pulsaba un zumbador desde dentro. Un letrero pequeño colocado en la valla indicaba que eran el Cuarto Destacamento Estratégico Especial, y su jefe era un delgado comandante a quien el sol le había bronceado la piel hasta volverla tan oscura como la de ella. Se llamaba Ze’ev Kagan y todos se esforzaban en obedecer sus órdenes. Al cabo de tres días, cuatro de los hombres le comentaron como de pasada quién era el padre del comandante.

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