El diamante de Jerusalén (12 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

—Esta noche no hay música —se justificó el camarero—. No hacen más que hablar, hablar y hablar de Nueva York. ¿A quién le importa lo que pasa en Nueva York?

—¿Qué pasa en Nueva York? —preguntó Alfred, acomodándose en un taburete.

El camarero se encogió de hombros.

—Un lausig sobre la Bolsa —respondió.

Pocos meses más tarde, el portero del edificio en el que se encontraba la tienda le comentó a Alfred que la situación le recordaba a la de 1921.

—¿Dónde estaba usted en mil novecientos veintiuno, señor?

—En Suiza. Aún estudiaba.

El hombre suspiró.

—En el veintiuno, mis hijos a menudo se iban a dormir con el estómago vacío.

Era verdad, los niños volvían a pasar hambre en Alemania. Lo que menos le interesaba a la gente era comprar diamantes. De pronto, los técnicos holandeses no tuvieron nada que pulir ni engastar. Les pagó un despido tan alto como pudo y los dejó marcharse.

Lew Ritz le comentó que la actividad en la fábrica de sombreros que su padre tenía en Estados Unidos, en un lugar llamado Waterbury, se había estancado. Esa primavera, Ritz obtuvo su título de médico y regresó a su país. Al día siguiente de su partida llegó una carta de Tío Martin. Si Alfred quería, Martin podía prescindir de Karel en la tienda Voticky para que viajara a Berlín y ayudara a su primo. En realidad, la situación era tan difícil en Praga que tal vez también Laibel podría ir a trabajar para Alfred.

Él respondió aconsejándoles que se quedaran donde estaban.

—Están culpando a los judíos —dijo el doctor Silberstein.

A Alfred no le gustaba el aspecto del doctor. Annalise le había contado que su esposo estaba muy débil de salud. Tenía problemas cardiacos, y por eso nunca se curaba la tos. En las noches calurosas, el anciano tenía dificultades para respirar y se quedaba varias horas sentado junto a la ventana abierta, reclinado sobre unos cojines.

—Aún tengo un primo polaco en una
Yeshiva
de Frankfurt am Main —prosiguió el doctor Silberstein—. Allí los nazis están apaleando a los judíos. La policía ni siquiera escucha sus quejas.

—Berlín aún es una ciudad civilizada —lo tranquilizó Alfred.

—Deberías marcharte. Aún eres joven.

Alfred perdió la paciencia.

—Juguemos al ajedrez.

Los negocios empeoraron. En Ciudad del Cabo, un hombre llamado Ernest Oppenheimer había ocupado la presidencia de DeBeers y había descubierto que tenía otros problemas, además de la Depresión. DeBeers había acumulado una amplia provisión de diamantes, tan numerosa que, en caso de que las gemas fueran comercializadas, quedarían completamente devaluadas. Para colmo de males, se habían abierto nuevas minas en el Transvaal y en Namaqualand. Oppenheimer disolvió el sindicato y lo reemplazó por la Corporación del Diamante, destinada a lanzar las gemas al mercado poco a poco para mantener los precios elevados. ¿Pero de qué servía mantener el valor si no se vendía nada?

Al despertarse una mañana, Alfred descubrió que odiaba ser un hombre de negocios, tener que ir todos los días a una tienda a vigilar una puerta que rara vez se abría. Algunos buenos joyeros habían empezado a vender el tipo de baratijas que Tío Martin le había ofrecido a él en sus comienzos. En cambio él se permitió el lujo de pasar cuatro días en Holanda, donde encargó una línea de joyas azules y blancas de Delft, de buena factura. Devolvió todas las gemas que tenía en la tienda a prueba, y liquidó todo lo demás excepto siete pequeños diamantes amarillos que guardó en su caja fuerte para poder seguir sintiéndose comerciante. Un reloj suizo reemplazó el diamante blanco que tenía en el hueco del escaparate. La nueva línea se vendía poco, pero de nada le habría servido acumular piezas más baratas. En los bosques que rodeaban Berlín, los parados empezaban a levantar tiendas de campaña.

—Para salir de este lío necesitamos un hombre fuerte —opinó el portero mientras observaba el elegante traje de Alfred. Había algo en la mirada del portero: era un nazi o un comunista, o tal vez sus hijos se estaban muriendo nuevamente de hambre.

Paolo Luzzatti, de Sidney Luzzatti & Sons le escribió desde Nápoles diciéndole que en cualquier momento lo necesitaría para realizar el trabajo del que habían hablado en Amberes años atrás. Alfred había pensado mucho en el Diamante de la Inquisición. La perspectiva de trabajar en la mitra de Gregorio era algo que le permitía combatir el aburrimiento. Por lo demás, la vida en Berlín empezaba a ser sombría. A él le encantaba pasear por Unter den Linden; ahora, dos o tres veces por semana había desfiles, miembros de las S.A. uniformados o comunistas de los barrios del este vestidos con camisas amarillas de trabajo. Cada vez que las columnas se encontraban, se deshacían en un estallido de violencia, como escarabajos luchando contra cucarachas en la calle más hermosa de la ciudad.

Las elecciones de septiembre resultaron desastrosas. Los nazis se habían jactado de que convertirían sus doce escaños en cincuenta. En lugar de eso, seis millones y medio de alemanes le hicieron un regalo a Adolf Hitler: ciento siete escaños en el Reichstag.

Una semana después de las elecciones, Paolo Luzzatti llegó a Berlín con la mitra de Gregorio en un saco de tela azul con cremallera engomada, el tipo de bolsa en la que un fontanero podría llevar la salchicha del almuerzo.

—Un objeto magnífico —comentó Alfred al ver la mitra.

—Tu familia trabaja bien.

Él asintió para reconocer el cumplido. Luzzatti’s había incorporado una amplia cláusula adicional al seguro, y Hauptmann’s tuvo que firmarla. Paolo daba vueltas de un lado a otro, nervioso, arreglando los papeles del seguro.

El yelmo de oro se había estropeado al caer. Luzzatti lo miró por encima del hombro mientras Alfred retiraba delicadamente el enorme diamante amarillo de su engaste y lo examinaba con la lupa. Ambos sabían con cuánta facilidad se puede resquebrajar un diamante a pesar de su dureza.

—Al parecer está intacto —dictaminó. Luzzatti suspiró.

—Tendré que hacer un examen más profundo para asegurarme. Me llevará algún tiempo. Mientras tanto —dijo sin dar importancia a sus palabras— también puedo reparar el engaste.

Paolo frunció el ceño.

—¿Conoces la técnica? Tiene que estar perfecto cuando lo devolvamos al Vaticano.

Él se encogió de hombros.

—Tal vez tenga que llamar a un orfebre. Aquí hay uno o dos muy buenos.

Finalmente, para alivio de ambos, Luzzatti cogió el tren de regreso a Nápoles y dejó la mitra a cargo de Alfred.

A pesar del seguro, en ningún momento dejó el diamante ni la mitra fuera del alcance de la vista. Por la noche se los llevaba a casa dentro de la bolsa azul y por la mañana volvía a trasladarlos a la tienda. Una noche que Lilo fue a visitarlo a su apartamento, él se los mostró.

—¿De quién son?

—Del papa.

Ella frunció el ceño. No era religiosa, pero él se dio cuenta de que consideraba inadecuado ese tipo de bromas. Especialmente en boca de él.

—Antes de pertenecer al papa, el diamante perteneció a un español. Al hombre lo quemaron en la hoguera por ser demasiado judío.

—A veces creo que estás loco —le dijo ella, irritada.

Cuando concluyó el examen, tuvo la certeza de que la piedra estaba intacta. Una mañana volvió a engastar el diamante en la mitra. Se preguntó si en el Vaticano sabían en qué estaba basado su diseño. Su antepasado había dado al yelmo exactamente la misma forma que tenían los dibujos que él había visto del misnepheth, la mitra del sumo sacerdote. Pero aquélla era de lino y ésta de oro. Resultaba sumamente difícil limpiarla, por lo que Alfred se sintió agradecido. Se tomó su tiempo. Hizo algunas pruebas y descubrió que no sería necesario llamar a un orfebre. Él mismo reparó la zona dañada dando unos golpecitos, una fracción de centímetro por vez: suaves golpecitos con un martillo que parecía obtener inspiración del talento y la habilidad con que su antepasado había forjado la mitra.

Por mucho que lo intentó, el trabajo no le sirvió para aislarse de todo lo demás. En octubre se reunió el nuevo Reichstag. Miles de personas se apiñaban a las puertas del edificio del Reichstag y lanzaban gritos a favor de Hitler. En contra de lo que dictaban las leyes, los miembros del partido nazi habían logrado entrar clandestinamente sus uniformes de Tropas de Asalto. Se cambiaron de ropa en los lavabos y convirtieron la sesión en un caos, cantando, pateando y gritando para hacer callar a cualquiera que intentara hablar Cuando la policía hizo salir por fin a los alborotadores, éstos organizaron un desfile a Herpich’s, donde destrozaron los escaparates y se llevaron las pieles como botín. Alfred se quedó sentado en su tienda, oyéndolos pasar en tropel camino de Wertheim’s. «Juda verrecke!», gritaban. «¡Muerte a los judíos! ¡Muerte a los judíos, muerte a los judíos, muerte a los judíos!».

Lew Ritz le escribió diciéndole que estaba ocupando un puesto de interno en un hospital de Nueva York.

…«Tengo entendido que las solicitudes de visados norteamericanos han aumentado notablemente en Alemania. ¿Tienes pensado venir? Con la esperanza de convencerte de que lo hagas, te adjunto este papel. Lo necesitarías, porque no le conceden el visado a quien no pueda probar que no va a engrosar las filas de los que reciben alimentos gratuitamente. Espero que vengas. Si lo haces, te llevaré a un sitio que se llama Cotton Club y te darás cuenta de que nunca escuchaste «yatz» de verdad…».

El papel adjunto era una declaración firmada por el padre de Lew en la que afirmaba que a Alfred Hauptmann se le proporcionaría un puesto de trabajo en la Ritz Headwear Corporation en cuanto entrara en Estados Unidos. Alfred guardó el sobre en la caja fuerte. Pero cuando le escribió a Lew para darle las gracias, le recordó que los nazis sólo eran el segundo partido más grande de Alemania. «Paul von Hindenburg es el presidente de la República Alemana, y ha jurado defender la Constitución», escribió Alfred. Apartó de su mente el hecho de que Hindenburg tenía ochenta y cuatro años y dormía la siesta muy a menudo.

Lilo siguió demostrándole amistad y afecto, pero era evidente que lo que estaba ocurriendo había empezado a fastidiarla. Ya no le canturreaba a su pequeño caballero judío y a veces, tendida en la oscuridad, expresaba bruscamente sus temores.

—Los nazis tienen casas en diferentes zonas de la ciudad. Almacenes abandonados y edificios que habían sido fábricas, ¿sabes?

—No he oído nada.

—Sí, les llaman puntos de concentración. Llevan allí a sus enemigos para interrogarlos. A los comunistas y a los judíos.

—¿Cómo lo sabes?

—Alguien me lo dijo.

Él le palmeó el muslo para tranquilizarla. Probablemente era sólo un rumor, pero podía ser verdad: la gente desaparecía. Siempre aparecía algún cadáver en el Landwehr Canal.

Fuera donde fuese, Alfred veía hombres vestidos con uniforme nazi. Muchos de los camisas pardas eran nuevos. Hitler prometió trabajo y prosperidad en cuanto se hubieran reparado los errores cometidos en Versalles en 1919 y los judíos hubieran sido expulsados de Alemania.

Un editorial de
El ataque
aconsejaba a los ciudadanos que no intentaran soluciones individuales al problema de los judíos, puesto que era una cuestión del estado. Pero cada día eran más los individuos que intentaban su solución personal. El primo polaco de Bernhard Silberstein sintió pánico por la violencia desatada en Frankfurt am Main y huyó de su
Yeshiva
para ir a vivir con sus parientes a Berlín. Max Silberstein, joven de rostro atormentado y barba rala, era inmediatamente identificable como uno de los despreciables Ostjuden, un judío que había llegado a Alemania desde el este de Europa. Dos días después de su llegada fue hasta el quiosco a recoger el periódico para su primo y se topó con las Tropas de Asalto que estaban vendiendo
El ataque
. Regresó a casa con la cara pálida, los ojos brillantes y un letrero enganchado a la espalda de su chaqueta: soy un judío ladrón. Al día siguiente estaba en el tren, de vuelta a Cracovia. Para los Silberstein, ésa fue la gota que colmó el vaso. Pusieron sus cosas en orden y se fueron a vivir con una médica que tenía una granja en las montañas Harz.

—¿Por qué no te vas de este país? —le preguntó el doctor Silberstein cuando se despidió.

—Aquí tengo un negocio —señaló Alfred, intentando hablar con serenidad.

—¿Vas a esperar hasta que todo el mundo intente marcharse, cuando ya sea demasiado tarde?

—Si es eso lo que piensa, ¿por qué usted no se marcha de Alemania?

—¡Estúpido! Hay que superar un examen médico para obtener un visado.

Se miraron fijamente.

—Olvídate del negocio —el doctor Silberstein se estaba poniendo demasiado nervioso, respiraba con dificultad—. ¿Qué posees de auténtico valor que no puedas llevarte contigo?

Alfred reflexionó un instante.

—Esta ciudad —respondió.

Sin embargo, la ciudad que él amaba casi había desaparecido.

Los nazis y los comunistas habían abandonado las trincheras y cuando él salía a caminar no era raro que tuviera que cambiar de itinerario para evitar una zona desde la que llegaba el sonido de los disparos.

Una mañana llegó a la tienda y encontró un enorme judío, con letras garabateadas con pintura blanca que aún chorreaban sobre los ladrillos color ciruela. Dejó el letrero tal como estaba, y tal vez sirvió de publicidad: todos los días entraban algunas personas agradables, y vendió una serie de piezas de Delft. El cristal de Herpich’s fue reemplazado dos o tres veces y destrozado nuevamente, y por fin algunos escaparates fueron tapados con maderas y así quedaron. Corría el rumor de que la familia Herpich estaba considerando la posibilidad de vender la tienda a los cristianos. Tal vez fuera verdad. Había una tendencia a poner el comercio en manos de los arios, y una tarde Richard Deitrich entró en la tienda de Alfred y le comunicó que Deitrich Brothers había comprado la parte de Irwin Koenig en la empresa. Richard Deitrich tenía un rostro limpio y brillante, y un sastre muy bueno.

En la solapa de su abrigo gris, un alfiler con una esvástica indicaba que hubiera podido llevar uniforme.

—Esta es una tienda pequeña y encantadora. Siempre la he admirado —afirmó—. ¿Le interesaría vendérnosla, Herr Hauptmann?

—No he pensado en venderla.

—Para ciertas personas será más difícil hacer negocios, no sé si entiende lo que quiero decir. Si vende ahora, puede quedarse a nuestro servicio.

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