El diamante de Jerusalén (7 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

Y otra vez, tres párrafos más adelante:

En el cementerio al que Judá fue castigado por apoderarse de los botines, enterrados a veintiún codos, trescientos talentos de oro, seis vasijas de sacrificios y ropas de los hijos de Aarón.

Miraron juntos las notas que Harry había tomado y cuando éste se lo pidió, Bronstein tradujo en su totalidad los dos fragmentos que resultaban especialmente interesantes. La traducción de Max no se diferenciaba de la suya.

—Los hijos de Aarón, evidentemente, son los sumos sacerdotes.

—Harry, no puedo hacer interpretaciones. Puedo traducirte el texto, pero eso es todo lo que estoy autorizado a hacer.

—¿Autorizado?

—Autorizado no es la palabra adecuada…

—Es extraño que un experto en lingüística tenga problemas para encontrar la palabra correcta.

Ambos se miraban furiosos.

—No podemos hablar mucho si David tiene que seguir trabajando allí con plena cooperación.

Harry se obligó a sonreír.

—Relájate, Max.

—Buscan tus servicios como profesional, supongo.

—¿Cómo sabes que no quieren que escriba un artículo?

—Cuando se mencionan los diamantes
mevinim
, el nombre de Harry Hopeman es el primero de la lista.

—¿Y cuando se menciona a los historiadores? Venga, Maxie. Cuando surge mi nombre con una copa de por medio en la Academia Norteamericana, ¿cómo me valoran?

Bronstein levantó la mano derecha y giró lentamente la muñeca.

—Así así…

—Tonterías.

Max se echó a reír.

—Qué fantástico estar tan seguro en dos mundos distintos. ¿Cuántas veces has publicado este año?

—Siete.

—Yo me he deslomado trabajando para publicar tres artículos —dijo Bronstein lentamente.

—El tipo de trabajo que haces tú requiere mucho tiempo.

Bronstein se encogió de hombros.

—He podido leer algunos de tus escritos. Son esmerados, sólidos, sin atajos. Hace años que quiero preguntártelo… ¿cómo consigues hacer tantas cosas?

Él había terminado odiando la pregunta.

—Disfruto trabajando. Parece aburrido, ¿verdad?

—Tú nunca fuiste aburrido, Harry.

Intentó explicar su punto de vista.

—Mi trabajo me proporciona el mismo estímulo que otros parecen obtener con el tenis… o con las películas de sexo.

Bronstein asintió.

—A veces siento lo mismo con mi trabajo. Pero nunca hay tiempo suficiente, el mundo se inmiscuye. Los niños. Las mujeres. ¿A tu esposa no le gusta el tenis, o las películas de sexo?

—Tal vez ahora sí.

—Ah. —Bronstein apartó la mirada—. O sea que ahora no tienes obstáculos —dijo alegremente, intentando pasar el tema por alto.

Harry recogió sus cosas.

—¿Sabes qué es lo que quieren que haga?

Bronstein sacudió la cabeza.

—Por favor, no me lo digas —le pidió.

Había sido invitado a casa de los Bronstein para que conociera a la esposa y a los hijos de Max, pero había dado una excusa para no asistir. Mientras Cincinnati se empequeñecía debajo del avión y él veía la estación de tren y el río serpenteante, se dio cuenta de que ni siquiera le había contado a Max que su padre había muerto.

Encendió la luz de encima del asiento y estudió sus notas. Los hijos de Aarón sólo podían ser los sumos sacerdotes. ¿El cementerio? No debía de haber existido un cementerio. En aquella época, la mayor parte de los cadáveres se depositaban en cuevas o en sepulcros abiertos en la roca. Pensó en las ropas sacerdotales. La mitra, el
efod
y el pectoral tachonados con las piedras de las tribus habían sido suficientemente extraordinarios y venerados para ser incluidos en un
genizah
.

¿El cementerio al que Judá fue castigado por apoderarse de los botines? Esto no sabía resolverlo.

En la media luz entre el sueño y la vigilia, siguió reflexionando en el mensaje del manuscrito, imaginando entre sueños la antigua ciudad asediada, sus hombres santos que trabajaban afanosamente para ocultar los tesoros religiosos y temporales de su mundo.

Sidney lo esperaba con el coche en Nueva York, y cuando llegaron a la casa, Harry fue directamente a su taller y se concentró en las concordancias y comentarios bíblicos.

Finalmente, en el séptimo capítulo del Libro de Josué encontró la solución.

«…El cementerio al que Judá fue castigado por apoderarse de los botines…».

Acán era el hijo de Jarmi, que era hijo de Zabdi, el hijo de Zare. Todos ellos pertenecían a la tribu de Judá. Mientras era un soldado del ejército con el que Josué había conquistado Jericó, Acán había desobedecido los mandatos del Señor en contra de los saqueos y había quitado a los vencidos ropas babilónicas y una barra de oro. Cuando fue descubierto su pecado, se le adjudicó la derrota de una batalla posterior, y Acán y su familia fueron condenados a muerte.

Para perpetuar el ejemplo dado con las ejecuciones, el lugar en el que fueron enterrados, un pequeño valle bordeado de colinas salpicadas de cuevas, recibió el nombre de valle de Achor.

Cuando Harry lo encontró en el mapa bíblico, se dio cuenta de que estaba exactamente al sur de Jericó, en la franja occidental.

6
M
AZEL UN
B
ROCHA
!

Durante dos noches seguidas soñó con su padre. Cuando estaba despierto, había momentos en los que olvidaba que Alfred había muerto. Seguía deseando llamarlo por teléfono.

No tenía demasiadas cosas que hacer. La mujer de Detroit lo llamó dos veces por la piedra blanca azulada de treinta y ocho quilates, pero simplemente se estaba importunando ella misma; no llamaría por tercera vez. Harry buscó una piedra suficientemente grandiosa para el actor, pero iba a ser difícil encontrarla. A veces había que esperar a que apareciera algo adecuado en el mercado.

Por primera vez fue incapaz de empezar a investigar para un nuevo proyecto. Resultó casi un alivio que uno de los editores de
The Slavik Review
lo llamara para comentarle una supresión sin importancia en el manuscrito sobre las joyas rusas. El hombre lo elogió con entusiasmo.

—Debería pensar en ir a Pekín y preparar un articulo sobre las colecciones de piedras preciosas del Imperio.

Harry quedó momentáneamente fascinado. Sólo era una cuestión de tiempo el que un erudito occidental redactara una historia definitiva sobre las colecciones imperiales chinas. Y el resultado podía ser una obra decisiva.

—Las joyas se remontan al siglo x, a la dinastía Sung —apuntó el editor—.
Chinese Culture
, o uno de los otros periódicos podría solicitar al gobierno chino que le permitiera trabajar en el Museo del Palacio.

—… No es lo mismo que trabajar en algo relacionado con los comienzos de la propia cultura, ¿no? —comentó Harry.

Poco después cogió de su cartera la tarjeta de visita de Akiva. La rompió y la tiro.

—¿Eminencia?


Buon giorno
, señor Hopeman.

—Cardenal Pesenti, no puedo representarlo en la tarea de recuperar el diamante del que me habló la semana pasada.


Ho bisogno di te
—murmuró el cardenal—. Lo necesito, señor Hopeman.

—A pesar de eso —respondió, incómodo—, lo siento, Eminencia.

—Dígame, señor Hopeman —preguntó por fin el cardenal Pesenti—, ¿es un problema de honorarios? Estoy seguro de que…

—No, no. No se trata de honorarios.

—¿Va a representar a otros en este asunto?

—… No he decidido representar a nadie.

—Adiós, señor Hopeman —se despidió el cardenal Bernardino Pesenti.

El teléfono de Harry hacia un zumbido y sonaba a vacío. Colgó.

En el garaje de West Nyack le entregaron el Lamborghini. Entró con él en la carretera y sintió la frustración de tener que conducir en un mundo de noventa kilómetros por hora una máquina con un motor de doce cilindros, capaz de alcanzar los doscientos cincuenta por hora. La pintura de la carrocería era de color chocolate, y el cuero de color crema. Una semana después de comprarlo, oyó que Ruth Lawrenson le decía a Sidney que él había pagado por el coche más de lo que a ellos les costaría una casa. Ahora habían pasado varios años desde su locura por los motores. El único coche que aún ansiaba tener era un SJ Duesenberg, y existían pocas probabilidades de que llegara a poseerlo; sólo se habían fabricado treinta y ocho entre 1932 y 1935. A pesar de la época de fabricación, eran mejores que cualquiera de los fabricados en la actualidad, y como habían sido vendidos a personas como Gable, Cooper, Faruk, Alfonso XIII y Nicolás de Rumania, resultaba bastante fácil localizarlos. Sólo sobrevivían treinta de esos coches en algún lugar del mundo. El precio de cualquiera de ellos habría permitido a los Lawrenson comprarse tres casas, pero nadie vendía un SJ Duesenberg. Por eso quería uno. Reconoció sinceramente su codicia, la misma codicia por lo inaccesible que alimentaba el negocio del diamante.

No supo realmente adónde iba hasta que se encontró en la New England Thruway, y casi en Connecticut. La escuela de Jeff tenía un hermoso campus, y piedra, césped y ladrillos desgastados. Árboles de varios cientos de años mostraban sutilmente lo que proporcionaba la matrícula además de la educación. La habitación de su hijo olía a calcetines sudados y estaba desierta; pero por la puerta de la habitación contigua se asomó un chiquillo delgado como un palillo que lo observó desde detrás de sus gruesas gafas.

—¿Hopeman? —preguntó—. Está en el entrenamiento de béisbol.

Harry le dio las gracias, volvió al coche y condujo camino abajo hasta que oyó voces y el ruido del bate. Pero detuvo el coche a cierta distancia del campo. Se había despedido de Jeff inmediatamente después del funeral. El chico se había alegrado de regresar a la escuela; ahora, su visita inesperada seria una intrusión. ¿Y qué podía decirle a su hijo después de saludarlo… que la lección de la
sedra
, el fragmento de la
Torah
para ese día, decía que la pena es terrible pero el temor es peor?

Dio media vuelta y regresó por donde había llegado.

De nuevo en su casa, se sirvió una copa, puso música de Bessie Smith en el tocadiscos e intentó leer un libro, pero se quedó echado en el sofá, en la habitación en penumbras, repentinamente deseoso de verse reflejado en otro ser humano. Anhelaba el sexo. No un desliz culposo con Della sino simplemente un polvo animal sin trascendencia, con alguien que no le importara. Pensó en un nombre y pasó varios minutos buscando en el listín telefónico. Luego cogió el auricular y marcó el número de la mujer.

Sonó cuatro veces y entonces respondió una voz masculina. Harry colgó el teléfono, como si se tratara de una broma pesada, y se quedó inmóvil, intentando decidir entre el libro, los discos y la botella. Luego se inclinó sobre la papelera y recogió la tarjeta que había tirado. El número le resultó fácilmente legible cuando juntó las dos mitades, de modo que cogió de nuevo el teléfono y marcó. Enseguida le respondió una voz femenina que recitó el número de teléfono en lugar de saludar. Era una voz vivaz, amistosa, sólo ligeramente nerviosa, como la voz de la centralita de cualquier sociedad anónima de Manhattan.

—Quiero hablar con el señor Akiva —anunció.

Cuando llegó al lugar del centro de Manhattan en el que habían acordado encontrarse, comprendió por qué el israelí había elegido un restaurante
kosher
. Akiva estaba sentado a una mesa con alguien que parecía un viejo duende gris.

Saúl Netscher.

—¿Qué demonios hace él aquí?

—Él me lo pidió —explicó Netscher con su voz rasposa.

Bajo, robusto y canoso, llevaba puesta una corbata que no combinaba con su arrugado traje marrón. Era tan descuidado con su aspecto como cuidadoso había sido su amigo Alfred.

—¿Necesitas hacer esto, Saúl? ¿Te estás buscando otra trombosis?

—Harry, no seas estúpido. Eso ocurrió hace cuatro años.

—Tienes delirios de juventud. Eres un viejo loco, deberían encerrarte.

—Cálmese, por Dios —intervino Akiva.

Cuando se acercó el camarero, Harry pidió, con expresión taciturna, hígado picado y ensalada. Akiva, que tal vez no sabía nada de los restaurantes
kosher
de Estados Unidos, pidió filete, y Netscher carne hervida y una botella de slivovitz.

—Él se quedará en Nueva York. No correrá absolutamente ningún peligro. Si a eso vamos, con toda probabilidad usted tampoco correrá peligro. Irá a Israel. Si el diamante es lo que ellos dicen, lo comprará. Y lo traerá inmediatamente aquí.

—No quiero que él quede implicado. ¿Por qué no lo comprende?

—Harry, no me gusta esta falta de respeto. Hablas como si yo no estuviera aquí.

Harry no le hizo caso.

—Y no me diga que no hay riesgos. Ya me ha dicho que los hay.

Akiva lanzó un suspiro.

—De acuerdo, hablemos de los riesgos —aceptó—. En nuestra región existen grupos guerrilleros a los que les gustaría hacerse con el diamante y utilizarlo como símbolo del arabismo. Indudablemente existen otros que disfrutarían si consiguieran la piedra, por el dinero que representaría. Pero la seguridad en Israel es buena, podemos protegerlo de ellos. Será más vulnerable ante los vendedores. Ellos le entregarán el diamante sólo después de que haya sido pagado en Estados Unidos. Hasta que la transacción quede cerrada, usted se quedará allí como rehén.

—Como rehén —repitió Harry.

—Así es. Si intenta llevarse el diamante sin pagarlo, le matarán.

—He logrado hacer gran cantidad de negocios con los diamantes, sin toda esta… estupidez. Tendremos que arreglar una transacción más rutinaria.

Akiva se encogió de hombros.

—Así es como ellos lo quieren.

—¡Al diablo con lo que ellos quieren!

—Escucha, Harry. Todo está bien —dijo Netscher repentinamente—. Ellos amenazan con matarte si te comportas como un timador. Pero tú no eres un timador, mi querido Harry.

Había notado que un ligero temblor sacudía de vez en cuando la cabeza de Netscher; y cuando no tenía las manos entrelazadas, la izquierda le temblaba. Cuando Harry era niño, habían sido vecinos en la calle 96 Este, y casi todas las tardes él y su padre se reunían con Saúl en la YMHA de Lexington y la Noventa y dos. En el baño de vapor, los dos hombres habían tragado felices el vaho caliente mientras hablaban de toda clase de temas, desde Schopenhauer hasta la quiropodia, y Harry aprendió a sobrevivir en un infierno infantil de respiración difícil, agudas discusiones e ingles gigantescas y peludas. En aquellos tiempos, Netscher era un Charles Atlas en miniatura, un levantador de pesas tan hábil que los demás hombres le llamaban
Shtarkeh

Moyze
, lo más parecido que encontraron al Super Ratón. En una ocasión en que estaban en la ducha, le había enjabonado el pelo a Harry, y el chico creyó que se le había levantado el cuero cabelludo. A partir de entonces quedó convencido de que Saúl Netscher podía doblar el hierro con los dedos. Por fin había crecido lo suficiente para ocupar las tardes en sus propias cosas, y cuando su padre se casó con Essie, los encuentros diarios de ambos hombres en la YMHA fueron disminuyendo hasta que acabaron por desaparecer. Pero durante todos esos años Harry había seguido pensando en Netscher como
Shtarkeh

Moyze
. Ahora se dio cuenta de que entre su última visión y la de este momento, el Super Ratón había envejecido.

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