El diamante de Jerusalén (4 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

—¡Lárgate, maldito macho!

Mientras entraba en la casa, sudando, cayó en la cuenta de que podría haberse tratado de una hembra. Sus bufidos provocaron una mirada de soslayo de Ruth Lawrenson, que no creía que una persona con el corazón desgarrado pudiera disfrutar realmente.

Su padre llevaba puesta una chaqueta deportiva de estameña inglesa rala; camisa de seda hecha a la medida, blanca como compensación a la edad; fular castaño con un dibujo pequeño de cachemira de color azul opaco; pantalones gris claro, y zapatos de verano de cuero negro, limpios pero no brillantes. Alfred Hopeman usaba su impecable ropa hecha a la medida de forma discreta y natural, a la manera europea, una buena costumbre que había adquirido como director gerente de Hauptmann’s, una de las casas de diamantes más famosas de Berlín. Había salido de Alemania en 1931, vestido con un traje elegante pero casi sin equipaje. Una de las primeras cosas que hizo en Nueva York fue buscar un sastre. El secuestro y asesinato del bebé Lindbergh aún estaba presente en la mente de los norteamericanos; la ejecución de Bruno Hauptmann era tan reciente que él percibía la pequeña corriente de silla eléctrica que surgía en el rostro de las personas que le presentaban. Cuando le concedieron la carta de ciudadanía, cambió su apellido por el de Hopeman.

La Cuarenta y siete era una calle más tosca y ruidosa que la Leipziger Strasse de Berlín, pero a pesar de su traje perfecto, Alfred se sintió como en casa desde el principio. Los acontecimientos de su vida le habían dejado absolutamente claro, más que nunca, que él era judío, y disfrutó del ambiente judío del barrio neoyorquino de los diamantes. Durante cuatro años trabajó para los demás, ahorrando y esperando el momento oportuno hasta que por fin se independizó. Durante ocho años más trabajó en la Cuarenta y siete, comerciando con diamantes, tallándolos y puliéndolos. Aunque la nueva compañía nunca alcanzó la elegante distinción de su taller alemán, tuvo éxito. Estaba sólida aunque modestamente establecido cuando la fortuna estiró su brazo y lo escogió.

La DeBeers Diamond Corporation controla el noventa y cinco por ciento de todas las piedras preciosas que se extraen al año. Sólo unas pocas personas pertenecientes a DeBeers conocen por completo la enorme reserva de la que la corporación solo deja entrar en el mercado una pequeña cantidad para asegurarse de que los diamantes siguen siendo preciosos. Diez veces al año, en un edificio de oficinas de nueve pisos cerca de Fleet Street, en Londres, conocido popularmente como «el Sindicato» y oficialmente como la Organización Central de Ventas, un gran número de diamantes sin tallar son cuidadosamente separados en doscientas cincuenta colecciones más pequeñas, todas aproximadamente iguales en número, tamaño y calidad. Estas colecciones están destinadas a «los Doscientos Cincuenta», la minoría selecta de los comerciantes de diamantes de todo el mundo. A los comerciantes predilectos se les permite escoger personalmente las gemas en una exposición llamada «vista»; pero no existe el regateo, y se supone que cada comerciante coge lo que se le asigna. Muchos se quedan en su casa y aceptan el envío por correo ordinario. Antes de cada «vista» o envío por correo, cada comerciante debe pagar un millón de dólares a la organización. La mayor parte de las veces un cheque de reembolso acompaña la caja que recibe posteriormente, y que siempre contiene no menos de doscientos cincuenta mil dólares y no más de un millón en piedras preciosas sin tallar, o «en bruto».

Sólo en el caso de que quede un lugar libre por muerte o por enfermedad grave, es posible añadir un miembro nuevo a la selecta fraternidad. Alfred no tenía la menor idea de que pasaría a formar parte de los Doscientos Cincuenta. La alegría que sintió cuando se lo comunicaron dio paso a la preocupación al saber la cantidad de dinero que necesitaría. Pero que su nombre se encontrara en la lista de DeBeers resultó ser garantía suficiente para conseguir el capital necesario. Vendió las seis primeras cajas de piedras en bruto a los mayoristas, sin quitar siquiera los precintos, a un diecisiete por ciento más caro de lo que había pagado a DeBeers. Al año y medio había devuelto todos los préstamos.

Cuando Harry abrió una nueva y elegante Alfred Hopeman & Son en la Quinta Avenida, se hizo cargo del taller de pulido en la calle Cuarenta y siete, y su padre empezó a enviarle directamente a él las cajas que recibía de Londres. Eso suponía una gran ventaja. Él le pagaba a Alfred el beneficio correspondiente y elegía a su gusto, acabando en su taller sólo las piedras más selectas y vendiendo el resto al por mayor a la industria. En efecto, ese acuerdo convertía a su padre en un pensionista acaudalado.

—¿Estáis en condiciones de tomar el té? —preguntó Essie.

—La cena era tan fantástica que no me ha quedado sitio.

—La habilidad culinaria de su madrastra era uno de los pocos temas de conversación con los que podían comunicarse. Su madre había muerto cuando él tenía nueve años y había crecido viendo a Alfred asociado a una larga lista de mujeres, algunas de ellas hermosas. Sin embargo, al llegar a la vejez, su padre se había casado con la
hausfrauen
más fea e insulsa. Y Harry tenía que admitir que su padre nunca había estado más contento.

—¿A qué hora esperáis a ese hombre? —preguntó Essie.

—Alrededor de las ocho.

—Se lo diré al portero. Desde que entraron ladrones, son especialmente estrictos, gracias a Dios.

—Se llama Herzl Akiva. ¿Os han entrado ladrones?

—Señor Akiva —oyeron que avisaba al portero—. A nosotros no, a los vecinos.

—¿En este edificio? —Miró a su padre.

Alfred se encogió de hombros.

Cuando Harry tenía once años, un día sus dedos regordetes habían encontrado unos bultos extraños dentro de un tarro de vaselina en el último cajón de la derecha del escritorio de su padre. Exactamente debajo de la superficie de la vaselina había una joya enorme y vulgar con las dos terceras partes pintadas de dorado, como una lentejuela gigantesca. Debajo de ella había ocultos seis pequeños diamantes amarillos. Cuando le preguntó a su padre de qué se trataba, éste le dijo que la joya grande era estrás, un amuleto que le había entregado su padre. Le explicó que se guardaba para convencer al ladrón de que el tarro contenía baratijas; porque a pesar de su reducido tamaño, los seis diamantes eran de excelente calidad y valían mucho dinero. Lo único que Harry sintió fue incredulidad al conocer el contenido del tarro que tantas veces había apartado mientras buscaba gomas elásticas, clips para el papel y otros objetos de igual valor.

Le había preguntado a su padre:

—¿Por qué están ahí?

—No tiene importancia —le había contestado él.

Pero Harry lo persiguió obstinadamente. Por fin supo que un escondite similar le había permitido a su padre huir de Alemania.

—Esos animales nazis uniformados. Ojalá cogieran el cólera mientras esperaban en mi tienda para arrestarme.

Harry lo había mirado fijamente, sintiendo la presencia de los nazis.

—Y no metas más las narices en mi escritorio. ¿Entendido?

Algunos años más tarde, Harry había encontrado los profilácticos de Alfred en una caja de zapatos cerrada. Luego se echaron en falta unos cuantos; la caja de zapatos desapareció, y Harry fue llamado fuera de clase en su escuela ortodoxa del West Side y mantuvo una fría charla sobre sexo con el señor Sternbane, el psicólogo de la escuela. Pero el tarro de vaselina no había desaparecido. Había vuelto a ocupar el último cajón de la derecha porque su padre había decidido compartir la responsabilidad con él. Harry reconoció el cumplido. El secreto lo hacía diferente a los demás chicos de la escuela. Nunca volvió a abrir el tarro. Era suficiente que estuviera allí, y que él supiera lo que contenía. Los diamantes del escritorio no provocaron discusiones hasta que, años más tarde, él se dio cuenta de que ninguna compañía de seguros concedería una póliza para unas piedras preciosas protegidas de la ciudad de Nueva York por unos porteros y un disfraz de vaselina.

Le había pedido a Alfred que las guardara en la caja acorazada de la tienda. Su padre se negó y discutieron a causa de las piedras.

—Ladrones —dijo.

Alfred no le hizo caso.

—¿Cuándo podré ver a mi nieto?

—Él no te está evitando, pero la escuela no le deja tiempo para nada.

—La escuela
goyishe
. ¿Y Della?

—Ayer hablé con ella. Me dio recuerdos para ti.

Alfred asintió amargamente. Cuando el teléfono empezó a sonar, lanzó un suspiro.

—Está subiendo —anunció Essie.

—¿Qué podemos hacer nosotros por alguien que está en la industria textil? —preguntó Harry.

Herzl Akiva era un hombre de estatura mediana, pelo entrecano y bigote fino, casi completamente gris.

—Dedico muy poco tiempo a la industria textil. Trabajo para el gobierno, señor Hopeman.

Alfred se inclinó hacia delante.

—¿El gobierno de Estados Unidos?

—El gobierno de Israel.

—Si lo envía mi amigo Netscher, usted debe de vender Bonos de Israel.

Akiva sonrío.

—No. ¿Qué sabe del Manuscrito de Cobre? —le preguntó a Harry.

—¿El Manuscrito de Cobre del mar Muerto?

Akiva asintió.

—Fue descubierto a principios de la década de los cincuenta, poco tiempo después que los fragmentos de papel de pergamino. No está en Jerusalén, en el Relicario de la Biblia con los demás manuscritos del mar Muerto. Se encuentra en Ammán, ¿verdad?

—En el Museo Jordano. ¿Conoce su contenido?

—Descripciones de los lugares en los que están escondidos tesoros y reliquias. Existe una disputa, que no se ha resuelto, acerca de si los objetos de valor de la lista provenían del Templo o de la comunidad monástica de Qumrán.

—¿Usted tiene formada una opinión?

Harry se encogió de hombros.

—Está fuera de mi especialidad. Pero siempre me ha parecido inverosímil que los hombres de Qumrán pudieran tener acumuladas tantas riquezas y tan variadas como las que se describen en el manuscrito.

—Supongamos que les digo que se ha descubierto otro manuscrito de cobre. Y que esto justifica la opinión de que el Templo fue la fuente de tesoros ocultos.

En medio del silencio, Harry podía oír la respiración de su padre.

—¿Nos lo está diciendo?

—Sí —respondió Akiva.

Les informó que hacía más de un año que David Leslau, profesor de Historia Bíblica en el Hebrew Union College de Cincinnati, había estado excavando la pared sur del segundo templo de Jerusalén. A casi seis metros de profundidad había encontrado detritos: fragmentos de cerámica, monedas y algunas herramientas manuales. A dos metros más de profundidad, sus excavadores llegaron a un desaguadero abierto, construido por los ingenieros del rey Herodes.

—El instinto le indicó al arqueólogo que debía seguir el desaguadero a través de la pared para encontrar pruebas que revelarían la historia del nacimiento y muerte del gran Templo de Dios —prosiguió Akiva—. Pero estaba prohibido. Había pasado meses rellenando formularios y esperando permisos antes de que le permitieran excavar en ese lugar. En dos ocasiones, los investigadores ortodoxos habían apedreado a sus trabajadores y había tenido que intervenir la policía para protegerlos. Y él sabía que en el barrio árabe se corría el rumor de que la excavación era el comienzo de un túnel que entraría en el monte del Templo, que supuestamente saldría cerca de la Cúpula de la Roca, y que colocarían explosivos que destruirían la mezquita de Omán.

»No tuvo que tomar ninguna decisión. Siguió la sección del desaguadero que se alejaba del emplazamiento del Templo, y que corría casi en dirección sur, hacia la Ciudad de David.

»Después de más de veinte metros, Leslau vio que los que habían construido el desaguadero abierto lo habían enlazado con un sistema de desagüe aún más antiguo, una enorme alcantarilla hecha con piedras inmensas agujereadas en el centro. Alrededor de las perforaciones, las piedras habían sido ingeniosamente talladas como macho y hembra para que encajaran una dentro de la otra formando una inmensa tubería unida herméticamente.

»Leslau entró en la alcantarilla con una linterna y no vio nada fuera de lo común, salvo que en la sección superior una de las piedras había sido reemplazada por dos piezas más pequeñas. Pero cuando sus trabajadores quitaron esas piedras encontraron detrás algo que parecía un trozo oxidado de un tubo de escape. —El israelí los miró atentamente—. Era un rollo de cobre.

—Imposible —intervino Harry en tono categórico. Akiva aguardó—. Mantengo correspondencia regular con Max Bronstein, el colega más cercano a Leslau en aquella facultad. Lo más seguro es que él me lo hubiera contado.

—Han jurado que guardarían silencio, por razones políticas —apuntó Akiva—. Tanto el Vaticano como la comunidad musulmana de Israel se oponen a cualquier cosa que incremente la reivindicación judía sobre el este de Jerusalén, y nunca han dejado de trabajar para conseguir que se la declare ciudad internacional. Leslau descubrió el manuscrito en un momento en que la Iglesia y la mezquita de Omán estaban realizando una ofensiva diplomática concertada para prohibir toda excavación en el monte del Templo y en sus alrededores. Al principio se pensó que el anuncio podía hacerse después de que las cosas se serenaran. Pero para entonces el manuscrito había sido trasladado.

Harry asintió.

—El descubrimiento del manuscrito en el Monte habría sido una molestia para el islam, un duro recordatorio de que el Templo se encontraba allí antes que la Mezquita. Y revelar prematuramente el texto del manuscrito habría provocado una fiebre del oro en la que los eruditos competirían con los aventureros.

—Existe una razón más urgente para el secreto —dijo Akiva—. Se cree que algunos de los
genizot
, los escondites rituales, se encuentran en el desierto de Samaria, en algún punto al este de Nablus.

Harry lanzó un silbido.

—No comprendo —intervino Alfred.

—La región es actualmente la franja occidental. La misma en la que algunos desean establecer un estado palestino —explicó Akiva en tono sereno—. No es un sitio en el que nuestros enemigos quieran que se descubran antiguos artefactos judíos. Semejante hallazgo fortalecería las reivindicaciones históricas del Israel moderno sobre los territorios ocupados.

»Durante todo el año pasado, un egipcio ha estado poniéndose en contacto con occidentales de confianza en Jordania, intentando vender dos piedras preciosas. Dice que las piedras tienen importancia bíblica.

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