El diamante de Jerusalén (9 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

El Harry Hopeman System realizó un vuelo intercontinental no más difícil que pasar por encima de un edificio alto de un solo salto. En cuanto el avión alzó el vuelo, él se quitó los zapatos. Se puso unas zapatillas blandas y un jersey cómodo y miró una película, no lo bastante terrible para distraerse. Cuando sobrevolaban Terranova, comió el pollo recalentado y una naranja de Jaffa, dejó a un lado el champán dulce y pidió una botella de vino seco.

Pasó un buen rato estudiando el informe sobre Mehdi y los cuadernos de su padre, volviendo en repetidas ocasiones a las páginas dedicadas al Diamante de la Inquisición. Finalmente se colocó los auriculares y escuchó la música de Häendel, para él una garantía de somnolencia. Durante todo el rato estuvo bebiendo el vino a sorbos. Cuando a la botella le faltaban dos tercios de su contenido, casi había cruzado dos tercios del Atlántico. Se puso sobre los ojos la mascarilla de dormir, probó los diferentes canales de música y se decidió por los sonidos sibilantes de las rompientes. Tenía los dedos de los pies entumecidos, y el sonido del mar en los oídos; el regusto del vino añejo lo arrastró hasta deslizarlo en el sueño, como si se ahogara agradablemente a seis mil setecientos metros de altura.

Pagó las consecuencias del vino al mediodía siguiente, cuando el martillo dorado le golpeó entre los ojos mientras bajaba del avión en el Aeropuerto Ben Gurion. Hacía calor. Pasó la aduana despacio y finalmente consiguió un taxi. El conductor manejaba el volante con la habitual tosquedad, y cuando atravesaron el barranco de las afueras de Jerusalén, donde la carretera estaba bordeada de armatostes de hierro retorcido, Harry se esforzó por evitar la náusea.

—Estos vehículos fueron destruidos mientras rompían el bloqueo durante la Guerra de la Independencia —le dijo el taxista—. Intentaban llevar alimentos y municiones a la ciudad. Durante las últimas guerras, los hijos de puta no llegaron aquí. Pero la primera vez, las armas árabes quedaron instaladas a ambos lados de la carretera. Dejamos estos restos como recuerdo.

Harry asintió.

—Ya había estado aquí.

Y cada vez que iba, los taxistas le explicaban lo de las pilas de hierros oxidados.

Telefoneó a David Leslau, pero el arqueólogo estaría fuera todo el día. Le dejó un mensaje.

Su habitación se encontraba en la parte posterior del hotel. Desde la ventana pudo ver una larga sección del maravilloso y antiguo muro, y una serie de edificios árabes de forma cúbica, el este de Jerusalén. La Ciudad Vieja lo llamaba, pero el sol caía a plomo y eligió las sábanas frescas de la cama blanda.

Cuando se despertó, se le había aliviado el dolor de cabeza. A las nueve y diez de la mañana estaba desayunando huevos, pan, aceitunas verdes pequeñas y té helado. En ese momento le telefoneó Leslau, que enseguida aceptó pasar por el hotel.

El arqueólogo y él sólo se conocían de nombre y por los trabajos que cada uno había publicado. Leslau resultó ser un hombre bajo y feo, con el pecho como el de un toro. Tanto su cabellera de color jengibre como su barba abundante necesitaban un corte, y una gruesa mata de pelo gris amarillento asomaba por la camisa sin corbata que hacía tiempo que había dejado de ser blanca. Tenía la piel curtida de tanto trabajar al aire libre. Llevaba los zapatos llenos de polvo y pantalones de sarga, y Harry se sintió demasiado bien vestido y limpio.

Se sentaron en los sillones de cuero del vestíbulo, mientras los turistas se apiñaban como gorriones.

—¿Qué fragmento ha traducido? —le preguntó Leslau enseguida, acercando sus gruesos dedos a una oreja.

Harry empezó a responder.

—Sí, sí. Jesús, Josué y el condenado Job. Mi pobre amigo, recién llegado de Estados Unidos con sueños de inmortalidad…

—No me hable de ese modo —le advirtió Harry en tono sereno.

—Usted es la cuarta persona que identifica el
genizah
descrito en ese pasaje. No la primera.

Harry lo miró.

Leslau lanzó un suspiro.

—Venga, venga —dijo.

Leslau tenía un viejo Volkswagen que se fingía tuberculoso en las colinas, razón por la cual él lo hacía correr a toda velocidad. La carretera serpenteaba y se ondulaba, cayendo constantemente.

—¿Ha estado antes en esta zona?

—No.

Pasaban junto a plantaciones de plátanos y cítricos.

—Un clima poco corriente. Como el de África. Realmente sudanés, como puede ver.

—Ya.

Leslau lo miró.

—Le he aguado la fiesta, ¿verdad? Bueno, no haga caso de lo que dije antes. Soy un cáustico hijo de puta. Lo sé, pero soy demasiado viejo para cambiar.

—¿Quién localizó primero el
genizah
? —preguntó Harry.

—Max Bronstein me envió a él casi de inmediato. Antes de recibir su carta, yo más o menos lo había descifrado. Y también había sido consultada una brillante mujer de la Universidad Hebrea, y después de una semana, aproximadamente, también sugirió que se trataba del valle de Achor.

Al llegar a la bifurcación del camino, Leslau giró hacia el sur e inclinó la cabeza a la izquierda.

—El
tel
de Jericó está a pocos kilómetros al norte de aquí. Ha proporcionado una excavación interesante para más de setenta años. Jericó es la ciudad más antigua del mundo; su origen se remonta al año ocho mil antes de nuestra era, mucho antes de que hubiera judíos. En el montículo, los excavadores encontraron nueve cráneos humanos envueltos en yeso en lugar de carne, y con conchas en lugar de ojos.

—¿Qué eran?

—Dioses —respondió Leslau.

Harry se volvió hacia él.

—Cuando excavaron los
genizot
mencionados en el manuscrito, ¿qué encontraron?

—Nosotros no excavamos los
genizot
. Simplemente los encontramos por tercera vez. Los
genizot
ya habían sido excavados. —El Volkswagen se sacudió mientras salían de la carretera principal. El coche avanzó por el lecho seco de un río hasta que llegó a una escarpa cortada a pico y no pudieron continuar—. Hasta ahora no hemos encontrado absolutamente nada —declaró Leslau.

Cogió una linterna de la guantera y le indicó a Harry que bajara del coche.

—Este es el valle de Buke’ah. En otros tiempos fue el valle de Achor.

A pocos kilómetros de distancia se veían exuberantes oasis, pero Harry siguió a Leslau por el desierto resquebrajado. Unos pájaros que no supo identificar, pequeños y negros con la cola blanca, cantaban ruidosamente entre los tamariscos y las acacias.

—¿Cree que Acán y su familia realmente fueron apedreados aquí hasta la muerte?

—¿Una ejecución militar para dar ejemplo? Tiene un horrible viso de realidad —opinó Leslau—. Los ejércitos eran tan insensatos entonces como ahora. Creo que los mataron aquí. —Condujo a Harry a una abertura del acantilado—. Tenga cuidado.

La entrada tenía menos de un metro veinte de altura. En el interior, el techo estaba unos treinta centímetros más arriba. Leslau había encendido la linterna, iluminando una cámara de unos cinco metros por cuatro. El extremo más alejado del techo se inclinaba como el alero de un desván. En el suelo de tierra había dos rectángulos delimitados por estacas, como si fueran jardines vallados.

Harry se agachó junto al primero.

—¿Qué
genizah
es éste?

—…«Enterrado a ocho codos y medio, una piedra reluciente», etcétera.

—El diamante estaba enterrado aquí. Pero usted no encontró nada.

—Relativamente, claro. Encontramos algunas monedas francesas medievales. Aproximadamente a un metro, un denario carolingio. A dos metros, tres monedas más pequeñas conocidas como medias piezas. Un metro más abajo encontramos la parte superior de una daga. La hoja era de un acero mal templado. No era un arma bien hecha, así que probablemente pertenecía a un soldado raso, no a un caballero. Tal vez se partió cuando fue utilizada como herramienta para cavar. En la empuñadura tiene grabada una cruz de Lorraine de Bouillon.

—Cruzados franceses.

—Sin duda. De la Segunda Cruzada, suponemos, aunque entonces no llegaban muchos desde Francia hasta aquí. —Leslau apuntó la linterna al otro emplazamiento, del tamaño de una tumba—. Sacaron el diamante amarillo de este lugar y cayó en manos de Saladino, y más tarde fue capturado nuevamente por los cristianos.

—¿Qué pruebas tiene? —preguntó Harry.

—Verá. La primera referencia histórica a la piedra aparece poco después de que este
genizah
fuera violado. Cuando Saladino entregó el gran diamante a la mezquita de Acre, donde había ganado su fama como general, él mismo declaró que sus sarracenos se la habían arrebatado a los soldados franceses, un resto dispersado del ejército de Luis VII, que acababa de quedar totalmente derrotado por los turcos.

—Pero menos de cien años más tarde, el diamante amarillo fue tallado en la España cristiana —puntualizó Harry.

—Sí. Después de que lo tallaran, fue donado a la Iglesia por Esteban de Costa, conde de León, una especie de funcionario seglar de la Inquisición. Se la había quitado a un judío que había sido condenado, un «nuevo cristiano» reincidente. Al mismo tiempo, De Costa daba mucha importancia al hecho de que había sido cogido de la mezquita de Acre por caballeros españoles de pura sangre cristiana durante una de las últimas cruzadas. —Leslau sonrió burlonamente—. La piedra ha sido tratada como una pelota por las tres religiones. Pero yo creo que la reivindicación de los judíos se remonta a tiempos muy, muy remotos. ¿Conoce bien la Biblia?

Harry se encogió de hombros.

—Recordará que al rey David se le negó el gran honor de construir el Templo, porque él tenía las manos manchadas de sangre.

—Segundo Libro de Samuel.

—Sí. Dice que David legó sus planes y sus tesoros a su hijo con el fin de que Salomón pudiera construir el Templo. Más adelante, la Biblia describe la herencia, que incluye «piedras de ónice y piedras para engastar, piedras relucientes y de diversos colores, y toda suerte de piedras preciosas».

—¿Las primeras Crónicas? —preguntó Harry.

Leslau sonrió.

—Capítulo veintinueve, versículo dos. Ese fue el principio del Templo. El final llegó ochocientos años más tarde, cuando se acercó el monstruo de Nabucodonosor. Si damos crédito al manuscrito, los sacerdotes hicieron una selección para ocultar los objetos más sagrados y más valiosos de su mundo. Supongamos, por ahora, que el diamante canario salió del tesoro del Templo… cosa que yo creo. Podría ser fácil de ocultar, y podría cambiarse, en un futuro más feliz, para ayudar a levantar una edificación adecuada para albergar los objetos sagrados que sobrevivieran.

—Akiva nos dijo a mi padre y a mí, en Nueva York, que Mehdi está intentando vender otra piedra. Un granate.

—Es más difícil autentificar un granate. Hay un solo diamante amarillo como ése, pero hay muchos granates. Si salió de aquí, podría ser un objeto sagrado. Tal vez una de las piedras retiradas de las «ropas de los hijos de Aarón»… el traje del sumo sacerdote.

Harry asintió.

—No habrían enterrado ropas sacerdotales normales, que podían ser reemplazadas. Pero habrían escondido las piedras donadas por las tribus y engastadas en el peto del sumo sacerdote.

—Tenga en cuenta el ingenio de los que hicieron el escondite —señaló Leslau—. El primer
genizah
era relativamente poco profundo. Calcularon que si era violado, los intrusos encontrarían el diamante amarillo grande y no seguirían más abajo, donde estaban ocultas las piedras preciosas más sagradas.

Harry pensó que ésa era la técnica que su padre había utilizado al ocultar las piedras preciosas en el tarro de vaselina.

—¿Cómo sabe que los cruzados no vaciaron también el
genizah
más profundo?

—El
genizah
más profundo fue violado mucho tiempo después. Lo único que encontramos al examinarlo fue un botón de cobre de un uniforme del Ejército Regular Británico, de principios del siglo xx. —Leslau se sentó sobre el barro seco—. En los tiempos modernos este valle ha sido habitado por cabreros beduinos. Debido a que el forraje está tan disperso, las familias beduinas tienen inmensos territorios de pastoreo que pasan de una generación a otra y casi nunca son usurpados.

»Las autoridades israelíes son muy eficaces en este tipo de cosas. Encontraron a la familia cuyo territorio incluía el valle de Buke’ah. Ahora cultivan algodón en Tubas y viven en las primeras casas de toda su historia. Uno de sus ancianos recuerda que cuando era niño vino a esta cueva a enterrar contrabando.

—¿Contrabando?

—Su familia se dedicaba al contrabando. Dice que pasaban tabaco por la frontera para venderlo a los soldados británicos. Los británicos podían comprar todo el tabaco que querían, así que podemos suponer sin temor a equivocarnos que su familia contrabandeaba hachís. Él no recuerda el año. Pero dice que los turcos acababan de abandonar Palestina y que los británicos no llevaban allí mucho tiempo. Suponemos que fue en mil novecientos diecinueve. En cualquier caso, cuenta que cuando cavó un agujero profundo para enterrar su contrabando, descubrió objetos que había en el suelo de la cueva.

—¿Qué clase de objetos?

—No lo recuerda con claridad. Sabe que eran utensilios pesados de metal que le parecieron muy viejos, y piedras de cristal de colores en una pequeña bolsa de cuero podrido. Su padre lo llevó todo a Ammán y lo vendió a un anticuario por sesenta y ocho libras de plata. Recuerda la cantidad. Fue la mayor cantidad de dinero que la familia consiguió jamás de una sola vez.

—¿Alguien ha hablado con el anticuario?

—El anticuario murió hace treinta y dos años.

—¿Usted cree al beduino?

—No tiene motivos para mentir. Sin que nadie se lo preguntara, dijo que a veces, cuando los soldados no tenían dinero, su padre les cambiaba los botones de cobre del uniforme.

—Leslau apagó de repente la linterna—. Vamos —sugirió.

Pero Harry se quedó sentado en la oscuridad. Se estiró y apoyó la palma de la mano en el barro caliente y pétreo; no quería marcharse.

—Vamos, vamos —lo apremió Leslau.

Harry lo siguió fuera de la cueva, de mala gana.

—Esta tierra… —dijo Leslau—. Hay que acostumbrarse a ella. El ayer no deja de superponerse al hoy. En este suelo han vivido y han muerto muchas personas. Es imposible remover la tierra para plantar un árbol y no encontrar las huellas de ellas. Cuando el Ministerio de Carreteras cava el suelo, desentierra el sarcófago de un príncipe. Un agricultor árabe decide hacer más profunda su bodega y descubre un mosaico que convierte su casa en un museo.

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