El diamante de Jerusalén (27 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

—No, no. Un amigo del profesor.

Silitsky se encogió de hombros.

—Yo también tengo amigos. Me cuentan cosas.

El rabino Goldenberg empezó a enroscarse la barba alrededor del dedo.

—¿Cuándo se fue de su lado?

—Ahora hace dos años. Aproximadamente.

—¿Le envía dinero?

El hombre sacudió la cabeza.

—¿Entonces —preguntó el rabino lentamente—, cómo sobrevive?

Silitsky guardó silencio.

—Creo que trabaja en una panadería —dijo Harry.

El rabino Goldenberg suspiró.

—Los sabios dicen que un hombre debe honrar a su esposa más que a sí mismo.

—La gente se reía porque yo no podía dominarla —dijo Silitsky—. Y los sabios también dicen que una mujer debe honrar totalmente a su esposo y mostrarle respeto. ¿No es así?

—Ah, ¿conoce la ley? —apuntó el rabino.

Silitsky se encogió de hombros.

—Entonces debe saber que cuando un hombre se casa, la ley judía le obliga a darle a su esposa diez cosas. Siete de ellas son ordenadas por los escribas. Pero la
Torah
… ¡
la Torah
!… dice que un esposo debe dar a su esposa alimento, ropas y vida sexual. —Se inclinó por delante de Harry—. ¿Quiere volver al lecho de ella en calidad de esposo?

Silitsky sacudió la cabeza.

—Entonces déjela libre —añadió el rabino.

Silitsky se miró los zapatos.

—Yo estoy dispuesto.

—¿Por casualidad no será usted un
Kohen
?

—Sí, soy un
Kohen
.

—Ah. ¿Sabe que una vez que un
Kohen
ha renunciado a su esposa no se le permite volver a casarse con ella?

—Claro que lo sé.

El rabino asintió.

—La próxima sesión del tribunal rabínico será este jueves por la tarde. ¿Se presentará ante el
Beth Din
a las dos en punto para divorciarse de ella?

—Sí.

—Ya huyó una vez. ¿Actuará pues como una persona valiente y no volverá a huir?

Silitsky lo miró fijamente.

—Nunca fue mi intención que esto se prolongara tanto tiempo. Al principio estaba furioso, y después… —Se encogió de hombros.

El rabino asintió.

—El tribunal rabínico se reunirá en mi sinagoga. ¿Sabe dónde está?

—Sí. Yo asisto a la sinagoga del rabino Heller, la pequeña
shul
polaca.

El rabino Goldenberg sonrió.

—Pero el jueves asistirá a la mía, ¿verdad?

—Estaré en su
shul
. —Silitsky se puso de pie, evidentemente aliviado, y les estrechó las manos.

Harry observó cómo se alejaba.

—¿Eso es todo? —Tenía las palmas de las manos húmedas.

—En modo alguno. Él ha aceptado, pero aún queda el asunto del divorcio.

—¿Será concedido?

—Es lo más probable.

—El
rebbe
de él en Mea She’arim…

El rabino Goldenberg escarbó en su barba con dedos nerviosos.

—Señor Hopeman, ¿acaso tenemos un papa? Su
rebbe
es un rabino, como lo somos mis colegas y yo. Ella recibirá un
get
, un certificado de divorcio, de un
Beth Din
autorizado; y noventa y un días después podrá casarse.

Regresaron al coche.

—¿Quiere oír algo descabellado, rabino? Hace unas semanas yo no conocía al hombre al que represento, al amigo de la señora Silitsky… ¿Qué estoy haciendo aquí?

El rabino sonrió.

—Eso convierte su misión en un
mitzvah
mayor, en una hazaña más meritoria.

Avanzaron por las calles silenciosas. Harry recordaba una visión diferente de la ciudad, la de las noticias de la televisión.

—El lugar en el que los terroristas asesinaron a todos esos niños, ¿está cerca de aquí?

—No muy lejos —dijo el rabino Goldenberg—. No hay nada que ver. Es un edificio de apartamentos. Los agujeros de las balas han sido rellenados y el edificio está pintado. Es muy importante dejar en paz a los muertos.

—Estoy de acuerdo —señaló Harry ansiosamente—. ¿Cree que se puede ayudar a alguien a hacer algo así?

El rabino sonrió.

—¿Otro
mitzvah
?

—No. Estrictamente como un acto de egoísmo.

—Creo que es algo que cada uno debe hacer por sí mismo.

Estaban delante de la casa verde destartalada.

—¿Alguna vez se unirá a una congregación de Nueva York?

—Estoy en casa, señor Hopeman —puntualizó el rabino. Bajó del coche y le estrechó la mano.

—Vaya con Dios.

—Siga usted con Dios, rabino Goldenberg.

Se alejó unas pocas manzanas hasta la oficina de correos. Había un teléfono público, pero era de los que nunca había utilizado. Tuvo que pagar la conferencia con fichas que compró en la ventanilla de los sellos. Cuando las dejó caer en la ranura, a través de una ventanita de cristal, pudo ver cómo cada ficha caía en la caja. Sin embargo, por alguna razón, no puso la cantidad adecuada y no obtuvo la señal correspondiente. Tuvo que pedir ayuda.

Finalmente oyó el zumbido. Cuando respondieron en la escuela al aire libre, tuvo que dar pocas explicaciones. «Aquí está su llamada, profesor», dijo alguien en hebreo.

—Hola, David. —Se dio cuenta de que tenía que esforzarse para no gritar—.
Mazel Tov
! —exclamó.

Cuando logró llegar a las oficinas de American Express en Jerusalén ya eran las últimas horas de la tarde. Una mujer estaba cerrando la puerta de cristal.

—No estará cerrando, ¿verdad?

—Ya hemos cerrado. No podemos tener abierto a todas horas.

—Estoy esperando una carta.

—¿Y? Venga mañana.

—Por favor, me llamo Hopeman. ¿No puede mirarlo? Es muy importante.

La mujer asintió.

—Recuerdo el nombre. Está aquí. —Abrió con llave. Un momento después regresó con el sobre. Rechazó la propina que él le daba—. Simplemente, déjeme ir a casa a preparar la cena, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Era la misma letra apretada. Abrió el sobre y leyó la carta allí mismo, de pie en la acera. Sólo decía que a las ocho de la tarde del día siguiente un coche gris lo recogería cerca del molino de Yemin–Moshe. Encontró un teléfono en un restaurante y llamó a Tamar.

—He recibido la carta.

—Oh. ¿Cuándo te reunirás con él?

—Mañana por la noche.

—Perfecto.

—Sí. ¿Te quedarás conmigo esta noche?

—Me gustaría.

—¿Por qué no coges unas cuantas cosas, las suficientes para quedarte un tiempo conmigo? —Ella guardó silencio—. Tendré que marcharme en cuanto mi misión esté cumplida, Tamar. Sólo me quedan unos pocos días en Israel.

—De acuerdo. Ven dentro de media hora —respondió ella.

Esa noche se acostó y la contempló mientras ella se ponía esmalte transparente en las uñas de los pies con gran concentración. Lo primero que había notado en ella era lo bien que cuidaba su persona.

Le habló de los agujeros de las balas tapados con pintura que había visto en Kiryat–Shemona. Y de lo que el joven rabino le había dicho acerca de dejar en paz a los muertos.

Ella dejó de pintarse.

—¿Y qué?

—Eso es todo.

—¿Me estás diciendo que no dejo en paz a Yoel? Le dije adiós hace mucho tiempo. Y no es asunto tuyo. —Él la miró—. Dios mío. Sólo he compartido el sexo contigo —añadió ella.

—¿Y has disfrutado?

—Por supuesto —repuso Tamar en tono triunfal.

—Pero no te permitirás sentir nada más. Siempre fuimos tres en la cama.

Ella tiró el esmalte. El pequeño frasco le dio en la mejilla y luego chocó contra la pared. Intentó clavarle las uñas pero él la rodeó con los brazos y luego le sujetó las manos.

Ella lloraba de rabia.

—¡Suéltame, hijo de puta!

Pero él tenía miedo de que ella le arrancara los ojos o se marchara. Empezaba a dolerle la mejilla.

—No te quiero, sencillamente. ¿Es que no puedes entenderlo?

—Ésa no es la cuestión. Debes darte la posibilidad de sentir algo. Luego dime que me vaya, y no me volverás a ver nunca más.

—Estás loco. No me conoces en absoluto. ¿Por qué me haces esto?

—Creo que desde que él murió ha habido muchos hombres. Probablemente demasiados para alguien como tú. —Ella lo miró furiosa, sin dar crédito a sus palabras—. Quiero que digas algo en voz alta. Quiero que digas: «Harry nunca hará nada que pueda hacerme daño».

—¡Te odio! ¡Jódete! —gritó.

Bienvenida a mi cultura, pensó él con tristeza. Ella tenía los ojos húmedos. Él se los besó. Mientras Tamar giraba la cabeza, él sintió una duda repentina. Era incomprensible que ella no compartiera lo que a él le hacía estremecer. No se movió, no la tocó; sólo le sujetó las manos. No intentó hacerle el amor, ni compartir sólo el sexo, ni hablar. Se concentro en lo que estaba experimentando y deseó transmitírselo a ella. Pero se dio cuenta de que era una especie de intento de violación, porque se quedó tendido junto al cuerpo rígido de ella e intentó —con su mente, con su voluntad, con su percepción extrasensorial o con sus plegarias— penetrarla profundamente con sus sentimientos.

18
E
L COCHE GRIS

En cuanto la soltó, ella se vistió a toda prisa y se fue sin pronunciar una palabra. Él estuvo despierto toda la noche, y por la mañana se sentía terriblemente mal. Era una forma estúpida de prepararse para una negociación importante.

Salió y corrió hasta quedar exhausto. No había ningún terreno blando para correr; en Jerusalén casi todo era pavimento o piedras, y empezó a sentir agujetas. Cuando regresó al hotel se metió en la bañera con agua caliente y luego pidió que le llevaran huevos pasados por agua y tostadas. Antes de meterse en la cama, dejó el aviso de que lo llamaran a las cuatro de la tarde.

Logró dormir hasta entonces; tal vez el esfuerzo había valido la pena. Tuvo que afeitarse con mucho cuidado: tenía una horrible hinchazón morada en la mejilla.

A las cinco y media alguien llamó a la puerta; cuando la abrió, encontró a Tamar.

—Entra.

Ella se sentó en una silla y cogió un libro de su bolso.

—Me alegro de que hayas regresado.

—Prometí que iría contigo.

—No es necesario que lo cumplas.

—No te lo prometí a ti.

Él asintió.

Se concentraron en la lectura.

—¿Has comido?

—No tengo hambre.

—Yo tampoco. De todos modos, creo que sería una buena idea que comiéramos algo.

—Prefiero no comer, gracias.

Bajó solo al comedor. Se obligó a terminar un bocadillo de pollo, como si estuviera llenando un horno.

Luego subió y leyó un poco más. La habitación aún olía levemente a sexo, pero ahora estaban sentados como si se encontraran en una biblioteca pública.

Sólo había una corta caminata desde el hotel hasta el barrio conocido como Yemin–Moshe en honor a Moses Montefiore, el fundador de Nueva Jerusalén. El molino de viento parecía pertenecer a las tierras bajas europeas. Durante la encarnizada contienda librada antes de que alcanzara la categoría de Estado, se utilizaba como puesto de francotiradores. Finalmente los británicos hicieron volar la parte superior, maniobra que los judíos llamaron burlonamente Operación Don Quijote. A partir de entonces, además de parecer simplemente inverosímil, el molino había quedado chato, cosa especialmente extraña.

Se encuentra en medio de una pequeña zona abierta, bordeada por tres calles distintas.

—No dijo en qué calle debía esperar —comentó Harry preocupado.

Se quedaron en Hebron Road. Los coches pasaban de largo. Empezaba a oscurecer, y pronto resultó difícil ver el tránsito con claridad.

Un Peugeot avanzó en dirección a ellos.

—Creo que es azul —señaló ella.

Era gris, pero pasó de largo. Lo mismo hicieron unos cuantos más.

Pocos minutos después de las ocho, surgió un coche de la oscuridad, como si fuera una aparición. Harry supo lo que era cuando vio el tubo de escape en forma de cuerno de carnero, pero le resultó difícil de creer. El coche frenó junto al bordillo. En los asientos delanteros viajaban dos hombres. Descendió uno de ellos, menudo y con bigote.

—¿Señor Hopeman?

—Sí.

El hombre miró a Tamar.

—Señor, nos dijeron que vendría solo.

—Está bien. Ella viene conmigo.

—Sí, señor —respondió el hombre con vacilación. Abrió la puerta trasera. Harry pensó que sería más acertado decir que el exterior era de color perla. Dejó que Tamar pasara primero y luego se instaló en la suave tapicería, una especie de gamuza de color castaño.

La puerta se cerró con un ruido sordo y se alejaron impulsados por el sereno motor del que tanto había oído hablar.

Había un armario refrigerado al alcance de la mano. Contenía agua, pero nada de vino ni licor; tal vez Mehdi era un musulmán practicante. Había fruta y queso, y Harry se arrepintió de haberse esforzado en comer el bocadillo de pollo en el hotel.

Cogió el tubo acústico. A través del cristal que separaba los asientos vio que el hombre que iba sentado junto al conductor se enderezaba y prestaba atención.

—¿Señor?

No parecían árabes.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Harry.

—¿Mi nombre? Soy Tresca, señor.

—¿Tresca? ¿Es un nombre griego?

El hombre lo miró fijamente.

—Tal vez es un nombre judío —dijo. Su compañero se echó a reír.

Harry sonrío.

—Tresca. ¿Me equivoco, o este automóvil es un Duesenberg modelo SJ?

La sonrisa del hombre dejó a la vista sus dientes blancos.

—No se equivoca, señor —le aseguró.

Harry pensaba que iban hacia el sur y estuvo completamente seguro al reconocer los sitios por los que pasaban. Era la misma carretera que él había recorrido para visitar la excavación de Leslau, y el mismo camino que habían hecho con el autocar de la excursión.

—Bonito coche —comentó Tamar.

Harry se puso de mal humor. El propietario del coche había conseguido algo que él no había logrado. Eso modificaba toda su actitud con respecto a Mehdi.

Pasaron a pocos kilómetros de Ein Gedi. La carretera dejó de trazar curvas como un río y se volvió completamente recta; a ambos lados se extendía el desierto negro. Sin aminorar la velocidad, atravesaron un par de poblaciones separadas por varios kilómetros de terreno yermo; en ambas vislumbraron fachadas bajas, manchas de luz amarilla y algunas personas, siempre árabes.

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