Mientras esto ocurría, la Iglesia empezó a reconocer que la usura cristiana era un problema espinoso. Aunque el préstamo estaba prohibido como pecado, los mercaderes, príncipes y hombres de la Iglesia caían en él con mucha frecuencia, y los tipos de interés eran opresivos, en ocasiones hasta del sesenta por ciento. Toda la sociedad dependía de los préstamos. Los campesinos pedían dinero prestado cuando había una mala cosecha, la gente de la ciudad cuando surgía una enfermedad, o para celebrar una boda. Al tiempo que condenaba el prestar dinero para obtener beneficio, la Iglesia no estaba dispuesta a prestarlo sin interés, aunque reconocía que los préstamos eran esenciales para la supervivencia de los pobres.
La mayoría de los judíos de la época, desterrados del comercio y con la prohibición de vender mercancías nuevas, vivían en condiciones precarias como comerciantes de segunda mano y traperos. La Iglesia invitó a algunas de las familias judías más antiguas, que en otros tiempos se habían dedicado con éxito al comercio, a que se convirtieran en banqueros prestamistas, arreglo en el que encontraban numerosas ventajas. Los usureros cristianos no arderían en el infierno. Los banqueros judíos eran controlables porque sus libertades civiles eran mínimas. La ciudad recibía un impuesto anual de aquellos a los que se les concedía el privilegio de hacer funcionar los bancos, y la Iglesia obtenía un pago sustancial de los banqueros cada vez que se renovaba la
condotta
.
Se estableció un nuevo tipo de interés del cuatro por ciento, pero pronto resultó obvio que con los sobornos y pagos necesarios, eso no permitiría que los bancos subsistieran, y el interés se elevó al diez por ciento con garantía y al doce por ciento sin ella, un porcentaje justo de la economía veneciana. Al cabo de pocos años, tanto la gente como la Iglesia habían olvidado el tipo de interés inicial del sesenta por ciento, y se unieron en su odio y desprecio por los usureros judíos. Pronto ejercieron tanta presión que los tipos de interés descendieron gradualmente hasta alcanzar el cinco por ciento, y lo que se había ofrecido a las familias antiguas como un privilegio se convirtió en una carga insoportable. Dado que los tres bancos de Venecia eran la razón por la que los judíos eran tolerados en la ciudad, la gente del
Gietto
consideró que el mantenimiento de los bancos era un impuesto especial y elevó anualmente cincuenta mil ducados para capitalizar préstamos de tres ducados a los cristianos pobres.
—¿Están dispuestos a arreglárselas sin los bancos? —preguntó el rabino.
—Nos odian a nosotros más de lo que aman nuestros préstamos —reflexionó Isaac.
Cerca de allí, el sonido de las oraciones alcanzó un renovado frenesí.
—Necesitamos un milagro —señaló amargamente el rabino—. Algo que iguale lo que sucedió en la tumba de san Simón de Trento.
Al día siguiente, Isaac fue llamado al palacio ducal.
—¿Excelencia?
—En la colección del Vaticano hay un diamante amarillo. Es una piedra grande y absolutamente inusual. Se llama el Ojo de Alejandro, por el papa Alejandro VI, padre de los Borgia.
Isaac asintió.
—Uno de los grandes diamantes. Lo conozco, por supuesto. Fue tallado por mi antepasado.
—El Vaticano desea que se haga una mitra para el papa Gregorio, en la que se engastará el Ojo de Alejandro. La habilidad de mi joyero es bien conocida —afirmó el dux, orgulloso—. Me han pedido que te asigne a ti esta tarea.
—Es un gran honor Excelencia. Estoy profundamente apenado.
El dux lo miró.
—¿Por qué apenado?
—A los judíos se nos ha ordenado que nos marchemos.
—Tú puedes quedarte y cumplir mi encargo, por supuesto.
—No podría.
—Te quedarás. Es una orden.
—Quedarme cuando los demás se marchan sería una muerte en vida para mí y para mi familia. —Miró al dux a los ojos—. Otras formas de muerte no serían más terribles para nosotros.
El dux se volvió y caminó hasta la ventana, desde donde contempló el mar.
El tiempo pasaba. Isaac esperaba, consciente de que no había sido despachado. Más allá de la cabeza del dux, tocada con el gorro de seda correspondiente a su autoridad, vio infinidad de puntos de luz del sol que danzaban sobre el agua. ¿Cuántos quilates había en el mar? Dios era el perfecto hacedor de facetas. Ningún mortal que tallara diamantes podía hacer algo más que emular modestamente ese diseño.
Finalmente, el dux se volvió.
—Es posible que yo ayude a tus judíos. Algunos miembros del senado lamentarían el cierre de los bancos. Yo puedo ejercer influencia sobre los demás.
—Excelencia, nuestra gratitud…
El noble alzó la mano.
—Entiéndeme bien, Vitallo. Me importa un bledo vuestra gratitud. Exijo un trabajo que me granjee la gratitud del Vaticano por haber proporcionado el artesano. —Movió la mano en un gesto de desdén, indicándole que se retirara.
Isaac fue corriendo al
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. Se dirigió a la sinagoga y buscó al rabino Nahmia.
—Tenemos el milagro —anunció en tono exultante.
Para buscar un orfebre, Isaac recurrió a Nápoles. Salamone da Lodi era un judío de gran talento que había trabajado de aprendiz con Benvenuto Cellini durante los últimos años de la vida del maestro. Cellini lo había elegido como gesto de gratitud hacia su propia etapa de aprendiz con Graziadio, que había sido judío, y muchos consideraban que Da Lodi era el sucesor de su maestro. El napolitano era un hombre gordo, un borracho desaliñado que conocía los granos de todas las furcias, pero a Isaac le resultaba más cómodo trabajar con un judío. Juntos elaboraron un diseño basado en la mitra que había sido utilizada en el templo por el Sumo Sacerdote. Se sentían incómodos por la cantidad de oro que necesitarían, pero cuando llegó el momento se les proporcionó el material sin ninguna queja. Para que los costes siguieran siendo reducidos y para que la mitra no resultara muy pesada para el papa Gregorio, Da Lodi fundió el oro y lo convirtió en hebras que tejió formando una corona antes de que los hilos sueltos se enfriaran por completo. El resultado fue una mitra de tal delicadeza y suntuosidad que Isaac quedó maravillado al pensar que Dios trabajaba misteriosamente y había creado esta belleza gracias al miedo de él, a la ambición del dux y a la fealdad de Salamone da Lodi.
La mitra deleitó al dux, que la colocó bajo custodia y ordenó a Isaac que realizara el engaste del diamante en el palacio ducal.
—Yo sólo trabajo en mi taller Excelencia —argumentó Isaac con firmeza. Era una escaramuza que había tenido lugar con anterioridad.
—Entonces tu taller y tu casa deben trasladarse al
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.
—Yo no puedo vivir en el
Gietto
, señor.
—No puedo garantizar la seguridad de tu hogar de Treviso —repuso el dux.
Isaac pensó que exageraba, pero reconoció que la violencia flotaba en el ambiente. Con la llegada de la Semana Santa, el fervor conmocionó a la población. Los sacerdotes del lugar pronunciaban sermones sobre el propósito asesino de aquellos que habían matado a Jesús. Por todas partes se veía gente con medallas y escapularios que mostraban el inocente retrato del martirizado bebé de Trento cuya muerte era llorada como si se hubiera producido el día anterior y no un siglo antes, y los judíos provocaban miradas siniestras cada vez que se aventuraban fuera del
Gietto
. Surgió la apremiante demanda de que todos los judíos de Venecia debían ser obligados a asistir a los sermones sobre la conversión, lo mismo que en otras ciudades–estado.
El dux publicó una proclama.
Se han adoptado medidas para asegurar que los no cristianos no empañarán la importante solemnidad del año católico. Las puertas del
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permanecerán cerradas con llave y custodiadas desde la salida del sol del Jueves Santo hasta la tarde del sábado siguiente, a las nonas. Durante ese tiempo, todas las ventanas del
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que dan fuera del mismo serán cerradas herméticamente, y a ningún judío se le permitirá salir durante la época de la Pasión, bajo la aplicación más severa de la ley.
Se apostó una guarnición en las cercanías de la granja de Treviso. Isaac detestaba tener guardias tan cerca, siempre en medio del camino. Una semana antes de que llegaran desenterró la pequeña bolsa que tenía escondida cerca del corral. No quería exponerse a que ningún soldado desenterrara su diamante amarillo mientras removía la tierra en busca de gusanos para pescar truchas en uno de los arroyos próximos.
Un día después de que le fueran entregados la mitra y el diamante llamado Ojo de Alejandro, Isaac llamó a su hijo al taller y cerró la puerta con llave. Sacó los dos diamantes y los puso uno junto a otro en su mesa de trabajo y sonrió al ver la expresión de su hijo.
—¿Dos? —preguntó Elijah.
—Éste es mío. Algún día será tuyo, y de tus hermanos y hermanas.
—¡Cuánta tierra podría comprarse con él! —Elijah tocó el precioso diamante que constituía su herencia—. Son casi iguales.
—Sin embargo uno es mucho más valioso. ¿Cuál?
Isaac había instruido al chico en el conocimiento de las piedras, como en la
Gemara
, desde muy pequeño. Elijah se sentó en el suelo junto a la silla de su padre y se colocó la lupa de joyero en el ojo.
—El de ellos —dijo, decepcionado—. Salvo por un punto oscuro en el
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, una nube perfecta. Es el mejor que me has enseñado jamás.
—Has aprendido la lección. Y debes aprender más. Todo lo que tengo para enseñarte.
Elijah no respondió.
—A partir de ahora —dijo Isaac suavemente—, trabajarás menos la tierra y estudiarás las gemas. Tendrás poco tiempo para la tierra.
El chico apoyó la cabeza en las rodillas de Isaac, que quedó sorprendido.
—Lo que yo quiero es la tierra —dijo con desesperación, y su voz quedó amortiguada contra el muslo de su padre.
Isaac tocó la cabeza desgreñada de su hijo.
—Debes aprender a usar el peine. —Le acarició el pelo—. Ellos tienen infinidad de personas que trabajan la tierra pero saben muy poco de las gemas. El saber es nuestro único poder Tu única protección. —Levantó el rostro de Elijah y le mostró el diamante del Vaticano—. Este fue tallado por tu pariente, Julius Vidal. Un maestro.
—¿Dónde vive?
—Murió hace mucho tiempo. Tres generaciones antes de que yo naciera. —Le contó que Vidal había huido de Gante después de que el terror de la Inquisición llegara allí, y que se había trasladado a Venecia y encontrado refugio en el
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—. Le enseñó el arte de tallar los diamantes a tu tatarabuelo.
—¿Cuál de nuestros parientes es descendiente de él?
—Ninguno. Hubo una plaga en la ciudad. Por alguna razón, sólo se libraron los que vivían en el
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. El resentimiento llevó a algunas personas a arrojar cosas por encima de la muralla, montones de ropas infectadas con las pústulas de la plaga. En el atestado
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murieron centenares de personas, incluido Vidal, su esposa y sus hijos.
—¡Cabrones!
Rodeó a su hijo con sus brazos y lo sostuvo. Los hombros del chico iban a ser más anchos que los suyos. El rostro húmedo contra su mejilla le produjo una gran impresión.
—¿Por qué no nos dejan en paz? —gritó Elijah.
—Ellos dicen que es porque Jesús ya no vive.
—¡Yo no lo maté!
—Yo tampoco —dijo en tono áspero.
Aquel año, el decimoquinto día del mes de Nisan cayó temprano con relación al calendario cristiano, y la Pascua judía llegó un mes antes que la Semana Santa. El día anterior a la fiesta, la granja estaba escrupulosamente limpia, los platos y los cubiertos de Pesach habían reemplazado a los que se utilizaban el resto del tiempo, y el pan ácimo de la panadería del
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había sido guardado en la cocina, cubierto con paños limpios, en espera de la puesta del sol y la seder. Del horno salían los aromas de budines, aves de corral y de un cordero pascual que se asaba con especias y hierbas. Durante todo el día habían estado llegando judíos con toneles y botellas en los que llevarse el fantástico vino de Pascua que los Vitallo habían preparado prensando sus propias uvas el otoño anterior.
Era miércoles de ceniza. Los hombres de la guardia se turnaban para ir a la iglesia de la aldea a recibir la bendición. Isaac y Elijah se afanaban ante el tablero de dibujo mientras las primeras moscas de la temporada anunciaban el calor de la primavera con frenéticos zumbidos. Isaac hacía los bosquejos preliminares, planificando los detalles del engaste. Incrustar el diamante en la mitra no resultaría difícil, pero él estaba trabajando de forma metódica, con sumo cuidado.
Elijah, aburrido, se asomó a la ventana y contempló las verdeantes colinas.
—Si no podamos las viñas ahora, después será demasiado tarde.
—Vete —gruñó Isaac.
El chico hizo una pausa para coger la podadera que guardaba afilada como una navaja y salió corriendo hacia el viñedo.
Un rato más tarde, Isaac lanzó un suspiro y dejó el carboncillo en el tablero. Era un día demasiado hermoso para quedarse dentro de la casa. Afuera, el sol era cálido y la suave brisa arrastraba el olor del mar Trepó por una pequeña colina que había detrás de la granja y desde la que le gustaba contemplar su finca. En el corral, sus hijos más pequeños ayudaban a su madre a vender el vino. Los guardias se paseaban por el lugar probando la cosecha, e Isaac sonrió al ver que su esposa los vigilaba atentamente; Fioretta, su hija mayor mostraba las señales propias del crecimiento.
Había unas nubes blancas y altas, y una sensación de vida que empezaba a despertar en todo lo que él veía. La tierra estaba húmeda, pero se sentó para observar a su hijo que podaba las viñas de la ladera opuesta.
En lo alto de la colina aparecieron dos niños corriendo. Se encaminaban directamente a las viñas.
A continuación apareció un anciano que corría tras ellos. ¿Por qué los perseguía, y por qué llevaba una guadaña si esos meses se dedicaban a la preparación del heno?
Isaac vio a los niños claramente, incluso percibió las manchas de ceniza en sus frentes. Corrían directamente hacia donde estaba su hijo y al parecer intentaron golpearlo. Elijah los sujetó fácilmente, esperando que llegara el anciano.
En lo alto de la colina aparecieron hombres de todas las edades, que corrían a toda prisa.
—¡No! —gritó Isaac.
En el corral, Fioretta dejó caer una botella de vino. Los soldados cogieron sus armas.
Isaac había echado a correr.
Vio que el anciano llegaba a donde se encontraba Elijah. La hoja de la guadaña resplandeció, más brillante que el sol sobre el mar Elijah no hizo amago siquiera de usar su podadera. Cuando la guadaña volvió a destellar su brillo fue del color del rubí, la faceta más terrible de todas.
Elijah fue enterrado el tercer día de la Pascua en el cementerio del Lido. Los guardias los proporcionó el dux, que pasó por la granja pocos días más tarde.
—No será que no te lo advertí, Vitallo.
Isaac lo miró.
—Aunque es de lo más lamentable, por supuesto… El hombre que te cortó el hombro, el que ellos hirieron… Murió, ¿sabes?
Isaac asintió.
El dux se encogió de hombros.
—Un viejo campesino. —Parecía incómodo; estaba acostumbrado a ver cenizas en la frente de los cristianos una vez al año; evidentemente, las cenizas en la cabeza de los judíos envueltas en arpillera parecían un ejemplo de su barbarie.
—¿Esto retrasará las cosas?
—Treinta días, Excelencia.
—¿Tanto tiempo?
—Sí, Excelencia.
—Entonces quiero el trabajo terminado en cuanto pasen esos treinta días, ya me entiendes.
En cuanto el dux abandonó la casa, Isaac se sentó en el suelo y empezó a orar.
La herida del hombro le dolía pero podía mover el brazo. En la mañana del trigésimo día apartó la arpillera y se afeitó la barba. Cerró con llave la puerta de su taller y colocó la mitra en la mesa. Luego permaneció un largo rato con la mano apoyada en la silla vacía, mirando la colina a través de la ventana.
Finalmente cogió la piedra y la engastó en la mitra de Gregorio.
Dos días más tarde fueron desalojados de la casa. No pudieron llevarse todas las cosas que habían acumulado durante el tiempo que vivieron en Treviso. Un caballo tiraba del carro que contenía las pertenencias que se llevaban; mientras lo seguían, pasaron junto a la viña en la que ya estaban trabajando los campesinos del dux.
El nuevo sombrero era el más fino que había podido comprar Tal vez era su imaginación, pero cuando llegaron a la ciudad le pareció que el caballo y el carro, y él, su esposa, Fioretta, Falcone, Meshullam, Leone y la pequeña Haya–Rachel se disolvían en el aire. Lo único que el guardián vio fue el color amarillo del sombrero mientras ellos atravesaban el pequeño puente y la puerta del
Gietto
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