El diamante de Jerusalén (32 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

—Ay —dijo
ya umma
—. Demasiada gente para una barca tan pequeña. El mar nos hizo vomitar. Vimos tiburones. Tardamos cincuenta y tres horas y nos quedamos sin gachas de mijo. Las madres que tenían leche suficiente daban de mamar a niños desconocidos hasta que quedaban secas. Y cuando por fin llegamos a Aden,
ya fakri fakra
, pobres de nosotros, lo que tuvimos que pasar.

Ya abba
bebió su café.

—Los de la Agencia Judía nos llevaron en unos camiones hasta un campo enorme. ¡Allí había un monstruo plateado con forma de pájaro! ¿Quién había oído hablar de una cosa así? Abrieron un agujero en un lado del monstruo y nos ordenaron que entráramos. Nos dijeron que eso nos llevaría a la Tierra. ¡Volando! Casi nos morimos del susto.

—¿Pero usted subió? —preguntó Harry, que estaba disfrutando con el relato.

—¿Estás loco? Yo era el más asustado de todos. Los de la Agencia Judía seguían insistiendo en que entráramos. Decían que Egipto no toleraría la presencia de
Yehudi
en el canal de Suez. Si no dejábamos que esa cosa nos llevara volando, nunca podríamos llegar a
Yisrael
.

»Con nosotros se encontraba un conocido
mori
, como nosotros llamamos a nuestros rabinos. Su nombre era Shmuel y después fue rabino aquí durante años; ahora está muerto, Dios lo tenga en la gloria. «
Mori
—dijimos—, ¿qué debemos hacer?» Él se tocó la barba —dijo Hazani tocándose la suya.

»“Llegaré a
Eretz Yisrael
—dijo el rabino—, de la misma forma que mi abuelo, que en paz descanse, solía describirme. Entraré allí en compañía de todos los Yehudim del mundo, danzando detrás de un asno blanco sobre el que irá montado el Mesías”.

»Imagínate. Nos quedamos de pie bajo el sol ardiente, como idiotas. Entonces un hombre dijo… un sujeto insignificante, un cabrero, no sé qué fue de él… dijo: «Por mi honor que no seré apartado de
Eretz Yisrael
por los cuentos de un abuelo o una abuela. Voy a subir a esta cosa voladora, en nombre de la
Torah
. ¿Acaso no está escrito que el Sagrado
Shekhinah
le dijo a Mosheh: “¿Has visto lo que hice a los egipcios, y cómo te llevé en las alas del águila y te traje hasta mí?”» Y el cabrero cogió a su sollozante y temblorosa esposa y a sus hijos, y entraron.

»“Así está escrito”, dijo
ya mori
. Y él también entró.

»Entonces entramos todos corriendo, por miedo a quedarnos atrás. Los de la Agencia Judía nos ataron a los asientos hasta que todos estuvimos prisioneros. Se oyó un ruido como el que haría el Todopoderoso si decidiera rugir. Las enormes tripas de esa cosa voladora se sacudieron y retorcieron como si, después de tragarnos, nos estuviera digiriendo y fuera a cagarnos con nuestros aullidos y nuestras súplicas sobre el campo quemado por el sol. La cosa se movió. Se precipitó hacia delante. ¡Y de un salto quedó en el aire!

»¿Qué puedo contarte? Al cabo de una hora sobrevolábamos Hodeida, desde la que habíamos tardado dos días en barca. Entonces, entre toda clase de ruidos crujientes, una voz colosal como la de un ángel nos dijo que estábamos volando por encima del desierto por el que nuestros antepasados habían avanzado tan penosamente hacia más de tres mil años. Antes de que pudiéramos tragarnos la bilis, habíamos sido trasladados a la Tierra en las alas de un águila.

Todos mostraban una expresión satisfecha. Harry miró a Tamar.

—Qué manera tan maravillosa de llegar a Israel.

Hazani se inclinó hacia delante.

—Deja que te diga una cosa, americano. Cualquier manera de llegar a Israel es maravillosa.

Mientras las mujeres levantaban la mesa, el padre de Tamar encendió un
nargillah
. Le ofreció la pipa a Harry, que sacudió la cabeza, y se preguntó si su negativa sería interpretada como una descortesía. Se sintió aliviado al ver que
Shalom
también la rechazaba.

—¿Y qué haces tú? —preguntó el anfitrión.

—Vendo joyas.

—Ah, vendedor. ¿En una tienda?

—A veces —respondió, divertido.

—En Teman yo hacía joyas. Mi familia siempre se ha dedicado a eso.

—¿Y por qué ya no se dedica?

Hazani hizo una mueca.

—Cuando llegué aquí, la Agencia Judía me consiguió un trabajo. Un sitio de Tel Aviv en el que hacen filigranas de cobre. La mayor parte de los trabajadores son mujeres. Trabajan con máquinas pequeñas que producen rápidamente imitaciones de las joyas de Teman. Le dije al jefe que yo podía hacer la pieza auténtica a mano. Me preguntó por qué iba a pagarme para hacerlas de una manera lenta si los turistas americanos compraban por mucho dinero las que estaban mal hechas.

»“Porque las mías son hermosas”, le dije, pero se echó a reír. —Hazani se encogió de hombros—. No me gustaban las máquinas, y además el viaje en autobús era largo. Tuve suerte de conseguir el trabajo en el kibbutz, cerca de aquí. Ellos me vienen a buscar en el camión y me traen de vuelta a casa.

—¿Tiene algo de lo que ha hecho?

—Sí. Yo sé dónde —intervino
Shalom
. Salió de la habitación y regresó con dos piezas hechas por su suegro: un broche de cobre y unos pendientes de oro.

Harry los examinó.

—Maravillosos.

—La gente no nota la diferencia.

—Algunos sí. Hay gente que aún está dispuesta a pagar lo que vale una artesanía. Tal vez pueda ayudarlo a encontrar a esa gente.

Tamar, que estaba detrás de su padre, sacudió la cabeza.

—Si encuentro a alguien, se lo haré saber —le aseguró Harry.

Hazani asintió con expresión escéptica.

—Yo puedo ayudarlo a vender sus cosas. ¿Por qué me desanimaste? —le preguntó a Tamar más tarde, en el coche.

—Déjalo en paz, por favor. Ha llegado a aceptar su vida. Tiene salud, trabaja al aire libre. Si empezara a ganar más dinero, se lo gastaría en arak.

—Si hiciera el trabajo que más le gusta, sería más feliz.

—Lo que lo hace desdichado es algo más que el trabajo. Y yo colaboro.

Harry le acarició la mejilla.

—¿Por qué tú lo haces desdichado?

—«La
Torah
es un disparate para las mujeres», solía decirme. Me prohibió abandonar Rosh Ha’ayin. En otros tiempos, eso habría resuelto las cosas, la palabra del padre era ley. Yo lo desafié y fui a la universidad. Pasó dos años sin dirigirme la palabra.

—Sí, pero ahora… Dios mío. Una conservadora de museo. Debe de estar loco de orgullo.

Ella sonrió.

—Está perfectamente cuerdo. Durante mi segundo año en la universidad abrigó alguna esperanza. Benyamin Sharabi, el sobrino de un viejo amigo suyo, quería casarse conmigo. Tenía su propio taxi, era un buen partido. Solía ir a visitarme con regalos: higos, naranjas, panecillos de mijo con
hilbeh
. Siempre era algo para comer. Pero yo lo rechacé. Él se casó con la hija de un rabino y pensé que mi padre iba a morirse. Detestaba tener a Yoel cerca porque no era yemenita.

—Ese es su problema —razonó Harry—. Tú no tienes por qué aceptar sus prejuicios. —Se sintió impotente. Quería consolarla—. Además, tiene otros dos hijos.

—Todos lo hemos traicionado. Vio a Yaffa bajo el
chupeh
de la boda, con una sonrisa forzada, cuando ya llevaba a Habiba en su vientre. En otros tiempos, eso habría significado su perdición, su ruina; era algo impensable. Ahora está casi olvidado. Y su único hijo varón, Ibrahim, lleva pancartas en las manifestaciones de protesta del
Sabbath
en lugar de ir a la sinagoga. —Sacudió la cabeza—. No entiende lo que le ha ocurrido a su vida.

Harry aparcó el coche y apagó el motor. Se encontraban en un barrio industrial de las afueras de Tel Aviv, frente a una fábrica de aspecto sórdido.

—¿Por qué me llevaste a tu casa?

—Quería que vieras lo que soy, además de conservadora de adquisiciones.

—Me di cuenta de lo que eres. —Por la ventanilla del coche miró la fábrica, que parecía de plásticos. Había elegido un sitio poco adecuado para aparcar: era tan romántico como la industrial Nueva Jersey—. Puede funcionar.

—¿Y tu esposa?

—A ella no le gustará —dijo Harry en tono sereno—. Pero no será una sorpresa.

—Estoy preparada para volver a casarme, Harry.

—Lo sé.

—Sí. Pero estoy asustada. Quiero que me prometas que somos libres de cambiar de idea. Si alguno de los dos lo hace, el otro debe aceptar esa decisión sin protestar. No soporto las escenas.

—Por Dios, Tamar… De acuerdo. Te lo prometo.

—Otra cosa. Mi esposo jamás tendrá que inquietarse por mí. Ya lo sabes. Ni por un instante.

—Tampoco tendrá que hacerlo una mujer que se convierta en mi esposa.

Ella sonrió.

—Que tus labios se cubran de besos —dijo, repitiendo las palabras de
ya umma
.

—Esa me parece una idea sensacional —repuso él.

22
E
L
G
OLÁN

Esa noche, tendido junto a ella, escuchó su respiración y pensó en Jeff.

Tendría que encontrar otra casa, no podía llevar a Tamar a la enorme casa colonial holandesa de Westchester. Ésa era la casa de Della. Aunque allí vivía él, y no Della, ésta había elegido los muebles, las cortinas. La mesa de plata estaba diseñada por ella. Incluso los criados eran de ella.

Una casa más pequeña sería agradable.

También podían viajar.

Estuvo dando vueltas, sin poder dormir. En el techo oscuro se vio flotando con ella por el río Amarillo en un junco, caminando por la Gran Muralla, aprendiendo cosas de una cultura antigua que era desconocida para los dos, no para uno solo.

—¿Te gustaría ir a China? —le preguntó a la mañana siguiente.

—Por supuesto. —Tenía los ojos cansados y vidriosos, pero no de pasión; ella tampoco había dormido bien.

—Lo digo en serio. Te llevaré si tú me llevas hoy a un sitio fresco.

Se dirigieron al norte. El calor los acompañó durante todo el camino. El Golán era bonito pero oscuro. Pasaron junto a dos campamentos del ejército. De vez en cuando encontraban algún vehículo, por lo general militar.

Cuando llegaron a un terreno más alto, empezó a refrescar. A medio camino del Golán, él detuvo el coche en un terreno de cuestas empinadas y comieron lo que ella había preparado. Todo estaba muy silencioso, excepto por el canto de los pájaros, y parecía imposible que aquel lugar hubiera conocido algo distinto a la paz. Pero antes de terminar los bocadillos, oyeron un disparo.

—Esta carretera se considera segura —dijo ella preocupada, pero no hizo ningún movimiento para recoger sus cosas, de modo que él tampoco se movió. Siguieron sentados y terminaron de comer.

Entonces apareció ante ellos un hombre armado con una escopeta. Sobre la tosca camisa llevaba dos cinturones entrecruzados a los que había atado varias perdices muertas, y tenía una banda de pájaros más pequeños colgados de la cintura. Harry reconoció los tordos y las alondras.

—Es un druso —comentó ella. Lo llamó en árabe, y le preguntó si quería algo para refrescarse. El cazador rechazo cortésmente el ofrecimiento y se alejó.

Pronto oyeron otro disparo.

—No me gusta que maten a los pájaros —protestó ella.

—No.

—¿Sabes lo que son las codornices?

—Sí. —Harry sonrió—. Nosotros tenemos codornices.

—Todos los meses de agosto vuelan grandes bandadas de codornices desde Europa hasta el Sinaí. Siempre lo han hecho; aparece descrito en la Biblia. Cruzan todo el Mediterráneo. Es un vuelo largo para aves de ese tamaño. Cuando por fin llegan a la orilla, están exhaustas. En el–Arish, los árabes extienden redes para cogerlas. Después las matan y las venden. Las codornices luchan duramente para sobrevivir al cruce del mar, pero no pueden librarse del hombre.

—Algún día no quedarán pájaros para coger.

—Eso ya ha ocurrido con algunas especies. En Sinaí solía haber montones de íbices… la cabra montés, ¿sabes? Ahora casi han desaparecido, junto con las gacelas y los antílopes, a causa de la caza. Pero en el Negev, donde están protegidos por la ley israelí, los rebaños están creciendo.

—¿Cómo sabes tanto de fauna?

—Ze’ev caza —dijo ella. Lo miró con expresión impasible.

Su desgracia siempre había sido sentirse atraído por las mujeres sinceras.

A lo lejos apareció el monte Hermon, como un punto blanco en el cielo. El punto fue creciendo hasta que por fin estuvieron lo suficientemente cerca para ver que el macizo tenía una serie de picos, y que sólo uno aún seguía cubierto de nieve.

—Vayamos a ése, el que está nevado.

—No podemos. Está en Siria —apuntó ella.

Al pie de la montaña había campos sembrados y huertos, y varias aldeas de drusos y alawíes. Ella le indicó a Harry que siguiera colina arriba, hasta un
moshav shitufi
, o núcleo rural, llamado Neve Ativ.

—La gente viene a esquiar aquí en invierno —le informó ella.

En el mes de agosto, el lugar se encontraba casi desierto; estaban solos en el restaurante, donde tomaron café y contemplaron la ladera de la montaña sembrada de rocas. Hacía calor, pero por la ventana abierta entraba una brisa fresca.

—Pasemos aquí la noche —sugirió él.

—De acuerdo.

El hombre que les había servido el café estaba sentado ante una mesa, reparando las sujeciones de unos esquís. Harry le alquiló una habitación y cogió la llave, pero dijo que la verían mas tarde.

—Primero iremos a caminar.

—¿Adónde? —preguntó ella cuando salieron.

—Subamos. Quiero encontrar nieve.

—Estamos en pleno verano.

—Los israelíes no saben nada de la nieve. Si piensas en la nieve, la encuentras.

Subieron por debajo del telesquí. Las rocas habían sido retiradas de la ladera en la que se practicaba el esquí, y la caminata resultó fácil. Cuando llegaron a la parte superior de la zona de esquí, el suelo se volvió más duro.

Cuanto más ascendían, más fuerte soplaba el viento. No había árboles. En distintos puntos, diminutos montones de tierra albergaban una planta o una flor; el resto era la roca pelada, los huesos de la montaña y la carne arrancada. Un rato después llegaron a un camino mejor, y la caminata resultó más ligera.

Dos soldados se acercaron en un jeep a toda velocidad.


L’ahn atem holcheen
? ¿Adónde van? —preguntó el que iba sentado junto al conductor.

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