El diamante de Jerusalén (28 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

En dos ocasiones pasaron junto a camiones del ejército israelí, y una vez junto a un jeep. Los hombres que viajaban en los asientos delanteros no mostraron ningún tipo de reacción. Harry estaba seguro de que tenían todos los papeles en orden.

Mientras se acercaban a otra población, el conductor frenó inesperadamente pero sujetó bien el volante y la disminución de la velocidad fue suave. Tresca abrió la guantera y Harry tuvo una visión momentánea del cañón grueso y negro de un arma.

Un camión de carga se había detenido formando un ángulo a un lado de la carretera, que estaba obstruida por una multitud de hombres que gritaban. Tresca abrió la puerta y bajó.

Regresó y guardó el arma.

—El camión ha matado una cabra. Ahora el camionero y el cabrero discuten el precio.

El conductor hizo sonar el claxon. La multitud se apartó. El maravilloso automóvil pasó junto a la res bañada en sangre y por la ventanilla trasera Harry vio desaparecer la población. Nadie los seguía.

Cuanto más avanzaban, más calor hacia. Llevaban menos de dos horas viajando pero Harry tenía la ropa pegada a la piel. Tamar dormía en el otro extremo del asiento. Observó el rostro de la joven y vio que la noche anterior le había dejado oscuras ojeras.

Exactamente después de que las luces de Eilat aparecieran a lo lejos, el conductor aminoró la marcha. Giró a la izquierda por un camino lleno de baches. El Duesenberg avanzó dando bandazos hasta quedar oculto detrás de unas altas dunas, y luego se detuvo.

Tresca volvió a meter la mano en la guantera y a Harry le empezó a latir el corazón aceleradamente, pero el hombre sólo cogió un destornillador y una matrícula enmohecida escrita en árabe. Bajó del coche y cambió las matrículas. Regresó minutos más tarde, secándose la cara con el pañuelo, y guardó en la guantera la matrícula azul de los territorios ocupados de Israel.

—Bienvenido a Jordania, señor Hopeman —anunció.

La casa de Mehdi se encontraba a veinte minutos de distancia por carreteras en mal estado. La sala tenía aire acondicionado pero estaba escasamente amueblada, para las costumbres occidentales. Escobas de junco y bandejas de cobre se sumaban a las colgaduras de tela de las paredes enlucidas. Había un cuenco con fruta en una mesa baja, cerca de un hervidor de pico largo que se calentaba sobre un brasero de carbón.

Mehdi los estaba esperando, a pesar de la hora. No pareció sorprendido por la presencia de Tamar. Con una sonrisa radiante en el rostro, les sirvió varias tazas pequeñas de café solo y amargo. Les llenó la taza tres veces antes de aceptar sus quejas de que ya tenían suficiente.

—Antes de examinar la piedra querrá descansar, ¿verdad?

Harry estaba impaciente por verla, pero se limitó a decir:

—Oh, sí, si no le importa. Necesito la luz del día.

—Lo sé —repuso Mehdi. Dio unas palmadas.

Tresca los condujo hacia la parte de atrás de la casa, hasta un ala que no tenía aire acondicionado. La habitación de Tamar estaba al lado de la de Harry.

Ella le dio las buenas noches y cerró la puerta.

El cuarto de baño estaba en el pasillo. No había agua caliente para ducharse, pero en realidad el agua fría salía tibia. No era muy correcto usar tanta agua, hasta que se dio cuenta. Mientras se secaba, por la ventana abierta vio las luces de un barco en el mar Rojo.

El colchón no era nuevo ni mucho menos, y tenía un hueco en el centro. Harry se quedó tendido en la oscuridad, desnudo y empapado en sudor, pensando en el diamante amarillo. Estaba casi dormido cuando notó que se abría una puerta.

Alguien atravesó la habitación y se tendió a su lado.

—Qué alegría, Tamar —susurro.

Sintió una repentina felicidad cuando una mano suave le tocó la pierna.

Entrechocaron la nariz. Él percibió un olor picante y peculiar, y sus manos encontraron unos hombros muy delgados y pechos como minúsculas frutas carnosas.

Buscó la lámpara a tientas.

Ella no tenía más de doce años. Comprendió aturdido que se trataba de la hospitalidad de Mehdi.

Acusado por el delgado cuerpo de ella, se levantó de la cama y abrió la puerta. La niña se quedó petrificada, observándolo, y sus ojos pardos le recordaron a alguien.


Saidi
? —musito.

—Fuera.

Los ojos de ella se convirtieron en una línea, sus rasgos se disolvieron y empezó a llorar como lo que era: una criatura. Harry vio que tenía miedo de moverse; se acerco a ella, la cogió de la mano y la llevó hasta el pasillo. Con la esperanza de que no fuera castigada o privada de su paga, cerró la puerta y se dejó caer sobre la cama.

Un instante después se levantó y golpeó suavemente la puerta que separaba ambos dormitorios.

Tamar se acercó y abrió una rendija.

—¿Qué ocurre?

—¿Te encuentras bien?

—Por supuesto. Esta es una casa árabe. Nuestro anfitrión nos protegerá con su vida mientras estemos aquí como invitados suyos.

Cuando se cerró la puerta, volvió a acostarse. Enseguida oyó que se abría de nuevo.

—Gracias por preocuparte por mí.

Él le respondió que no tenía por qué dárselas.

Por la mañana lo despertó un gemido rítmico que finalmente identificó como una radio encendida a todo volumen. El calor era insoportable, y la soprano ululaba interminablemente. Sintió una terrible urgencia por encontrar a Mehdi y pedirle que le mostrara el diamante, pero se puso los pantalones cortos y las zapatillas deportivas. Tresca, vestido con chaqueta blanca de algodón, estaba en el comedor, preparando la mesa.

—Pensé que podía ir hasta la playa. ¿Está permitido?

—Por supuesto, señor. —Dejó una bandeja con vasos en la mesa y siguió a Harry hasta afuera.

A lo lejos se veía una barca blanca de pesca incrustada en el agua azul. No había otras señales de vida. Harry caminó hasta un punto en que la arena se volvía compacta y luego empezó a correr. Detrás de él corría Tresca, vestido con su chaqueta blanca.

—Ahora volvamos —le dijo Tresca después de correr unos ochocientos metros.

Harry se entrenaba con un rival imaginario. Consideró brevemente la posibilidad de lanzarle una amable finta a la cabeza, tal vez un pequeño amago.

Tresca ni siquiera estaba agitado. Harry tuvo la sensación de que, si se lo proponía, el otro hombre podía hacerle mucho daño. Se volvió obedientemente y empezó a correr de regreso a la casa.

Media hora más tarde se sirvió un buen desayuno veraniego: verduras cortadas y yogur, khumus y tekhina, pan, queso y té.

—Coman en nombre de Dios —les dijo Mehdi.


Bismillah
—repuso Tamar. Se notaba que estaba tensa porque hablaba más de lo habitual. Harry la observó mientras Tresca, que se había refrescado y cambiado la chaqueta, iba a buscar más café para ella.

—Es un criado excelente —comentó.

—Sí, por supuesto.

—No es egipcio.

—Albanés —señaló Mehdi—. Yo tengo antepasados albaneses. Lo mismo que Faruk, ¿sabe?

—¿Y cuándo se hicieron egipcios? —preguntó Tamar.

—A principios del siglo diecinueve. Los mamelucos se alzaron contra el imperio otomano en Egipto, y los turcos enviaron contra ellos tropas de choque albanesas al mando de un joven oficial llamado Mehemet Alí. Él sofocó la rebelión y luego les dio la espalda a los otomanos y se autoproclamó soberano de Egipto.

—¿Usted es descendiente de uno de esos hombres? —preguntó ella.

—Mi bisabuelo fue uno de sus soldados de infantería. Antes de ser derrotados, invadieron Nubia Sennaar y Kordofan, construyeron Khartum, tomaron Siria y, cuando Alí Pasha era un anciano, derrotaron a los turcos de los que en otros tiempos habían recibido órdenes. El hijastro y sucesor de Alí fue Ibrahim, cuyo hijo era Ismail, cuyo hijo fue Ahmed Fuad, cuyo hijo fue Faruk.

Tamar parecía a punto de hacer otra pregunta.

—Creo que tendría que aprovechar la buena luz natural —comentó Harry, como de paso.

Mehdi asintió.

—Tendrán que disculparme.

Bebieron café en un tenso silencio hasta que regresó Mehdi. Llevaba una pequeña caja de madera de olivo. En el interior había un calcetín marrón de hombre. Sujetó el calcetín de lana por la punta y lo sacudió, y de su interior salió rodando uno de los diamantes más grandes que Harry había visto jamás. Incluso bajo la escasa luz del comedor, relumbraba junto a una mantequera. Harry lo cogió procurando que la mano no le temblara.

—Necesitaré una mesa delante de una ventana del lado norte de la casa.

Mehdi asintió.

—Tendrá que ser en mi dormitorio —dijo en tono de disculpa.

—Si no le importa…

—Claro que no. ¿Necesita algo más?

—¿Se podría apagar la radio? —preguntó Harry.

Tendría que haberles pedido que hicieran la cama. La luz del norte entraba por las ventanas de una habitación en la que aún había un camisón de color púrpura entre las sábanas arrugadas.

Pero lo habían dejado solo. Se hundió en una silla y miró fijamente el diamante.

Quedó completamente desarmado. Su faceta de historiador aplastó al experto en diamantes, y se estremeció al pensar en los años y los acontecimientos a los que la piedra había sobrevivido.

Un instante después se acercó a la ventana y vio a Tresca sentado afuera, a la sombra, pelando pepinos. El otro criado, al que llamaban Bardyl, se encontraba detrás de una pared baja de la azotea. Cuando Harry abrió la ventana, Tresca continuó concentrado en su tarea, pero la mano de Bardyl quedó detrás de la pared, fuera del alcance de la vista.

Se sintió satisfecho. Se encontraba más cómodo cuando se tomaban medidas de seguridad.

De su bolsa sacó un bloc de papel muy blanco, un paño de gamuza y un sobre marrón pequeño que contenía un diamante canario de medio quilate y de un color extraordinariamente atractivo. Frotó los dos diamantes con el paño de gamuza y los colocó sobre la hoja blanca de tal modo que la superficie del papel captó suavemente la luz adecuada y la introdujo en las piedras.

El matiz del diamante más pequeño era perfecto. De la bolsa cogió un frasco de yoduro de metileno que había sido diluido con benceno en Nueva York hasta alcanzar exactamente la misma densidad del canario de medio quilate. Puso parte de la solución en un recipiente de cristal y dejó caer el diamante de medio quilate en su interior. Este desapareció ante sus propios ojos. El índice de refracción del líquido era igual que el de la piedra, de modo que en lugar de desviarse, los rayos de luz pasaban en línea recta a través del líquido y de la piedra, haciendo que ésta se volviera invisible.

Cuando metió el Diamante de la Inquisición en el recipiente no desapareció tan completamente como el diamante más pequeño. En el interior había burbujas congeladas y cierto color lechoso, pero una nube se habría destacado como un faro en una noche oscura. Enseguida resultó evidente que el diamante no tenía ninguna imperfección.

«Tendría que habértelo dicho», había musitado su padre.

—Maldita sea, papá. —Se permitió ponerse furioso con el hombre por el que aún guardaba luto—. ¿Qué es lo que tendrías que haberme dicho?

Retiró los dos diamantes de la solución y los secó, luego cogió sus instrumentos y preparó todo para hacer mediciones. El Diamante de la Inquisición rodó en la palma de su mano, magnifico, pesado y esplendoroso bajo la luz refractaria.

Pasó los dedos por el
briolette
.

¡Esto lo había creado uno de sus antepasados!

En la base de la piedra había pequeñas muescas cortadas con precisión. Recordó que éstas habían sido hechas por otro antepasado suyo, el que había engastado el diamante en la mitra de Gregorio.

19
L
A FUNDICIÓN DE CAÑONES

Cada vez que Isaac Hadas Vitallo iba al palacio ducal daba su nombre completo, y cada vez oía que lo anunciaban como el joyero judío de la aldea de Treviso. Los olores del lugar y de la piedra húmeda, y los hedores corporales imperfectamente ocultos por perfumes demasiado fuertes y polvos toscos lo invadían y le revolvían el estómago.

El dux lo escuchó con sonrisa cálida y mirada fría.

—Te aprovechas de nuestra bondad —le dijo, como si estuviera regañando a un niño estúpido—. Gracias a nuestro amor, no estás obligado a llevar el gorro amarillo. A ti y a tu familia se os permite vivir en una casa bonita, como si fuerais cristianos, en lugar de hacerlo en el
Gietto
. Pero esto no es suficiente. Tienes que seguir incordiándome con los judíos muertos.

—Las procesiones fúnebres son atacadas entre el
Gietto
y nuestro cementerio en el Lido, Excelencia —protestó Isaac—. Ni si quiera podemos enterrar a nuestros muertos al amparo de la noche, ya que según la ley las tres puertas del
Gietto
se cierran con llave al anochecer y no se abren hasta que suenan las campanas de la mañana en el campanario de San Marco. Necesitamos la protección de nuestros soldados.

—Eso es sencillo —comentó el dux—. Ponte en contacto conmigo cada vez que muera uno de los tuyos.

—No querríamos molestaros tan a menudo —repuso Isaac.

Ambos sabían que semejante acuerdo supondría un cuantioso soborno cada vez que muriera un judío.

—Sería mejor que simplemente dierais la orden de que se nos proporcione un guardia para cada funeral. ¿No creéis, Excelencia?

—Hmmm. —El dux lo observó—. Me han dicho que quien lleva un anillo de jacinto en el dedo no puede ser víctima de la plaga ni de las fiebres. ¿Sabes algo de esto, joyero?

Isaac reprimió un suspiro de alivio.

—Eso he oído decir. Sé dónde conseguir un bonito jacinto. Con él os haré un anillo.

—Si lo deseas… —dijo el dux en tono despreocupado—. De cualquier manera, tal vez no tengas que preocuparte más por los funerales en el Lido. La
condotta
expira a finales del año.

La
condotta
, o «conducta», era el contrato gracias al cual a los judíos se les permitía vivir en Venecia. Durante varios siglos había sido renovado periódicamente, por lo general después de cierta reticencia por parte de las autoridades y del consecuente pago de sobornos.

—Excelencia, ¿no habrá problemas con respecto a la
condotta
?

—La iglesia ha beatificado a Simón de Trento.

Isaac quedó petrificado.

—Se han producido milagros en la tumba. Los sordos, los ciegos y los paralíticos han sido curados, la vida ha sido devuelta a los muertos. Ahora, el niño es san Simón.

Más de cien años antes, un apasionado predicador antisemita había pronunciado el sermón de cuaresma en Trento, en la frontera alemana al norte de Venecia. El sacerdote había dicho a los campesinos que los judíos que vivían entre ellos practicaban el asesinato como parte de sus rituales, y les habían advertido que vigilaran a sus hijos porque se acercaba la Pascua.

El Jueves Santo había desaparecido un niño de veintiocho meses llamado Simón. Las casas fueron registradas pero no hubo rastros del niño hasta el lunes de Pascua, cuando algunos judíos aterrorizados descubrieron su pequeño cuerpo flotando en el río. Hombres, mujeres y niños fueron torturados hasta que algunos de ellos aceptaron a gritos que el niño había sido asesinado para que su sangre pudiera ser utilizada durante la Pascua. Los líderes de la comunidad judía fueron arrastrados hasta la pila de la iglesia local, bautizados y luego cruelmente asesinados, y una ola de terror asoló Europa. Más de cinco años después del incidente, en Portobuffole, una población cercana a la cuna de Isaac, tres judíos fueron acusados de cometer un asesinato como parte de sus rituales, y murieron en la hoguera.

—Debes de comprender al senado —razonó el dux—. Aunque no se hiciera esta beatificación, hay muchas personas piadosas para las que la sola presencia de judíos supone una afrenta.

Mientras atravesaba el Fondamenta della Pescaria, el viejo mercado de pescado lindante con el río Canareggio, Isaac contempló el perfil desigual del barrio amurallado y pensó que la gente tendría que luchar para seguir viviendo como prisioneros. Era una isla pequeña e insalubre rodeada de canales. En otros tiempos había sido el emplazamiento pantanoso de
Gietto Nuovo
, «la nueva fundición del cañón», que le dio su nombre. Cuando se decidió que los judíos se quedaran allí, los propietarios de la isla levantaron a toda prisa unas construcciones desvencijadas. Hacía tiempo que habían sido privados del derecho a la propiedad; los alquileres en el
Gietto
eran el treinta por ciento más elevados de los que los cristianos pagaban por viviendas mejores en cualquier otro sitio. El barrio era demasiado pequeño y pronto se había extendido a una zona adyacente,
Gietto Vecchio
, «la fundición vieja», y luego no había quedado sitio salvo hacia arriba. Las casas que originalmente eran de madera se hicieron más altas, se levantó un piso desvencijado tras otro hasta que se convirtieron en trampas sin salida de incendios, que se estremecían y balanceaban cuando soplaba el viento. Las estrechas y sinuosas calles daban a callejones en los que había media docena de fuentes públicas, la única provisión de bebida para casi mil doscientas personas.

Isaac avanzó por el pequeño puente de la entrada del
Gietto
y saludó al guardián con una inclinación de cabeza. Había cuatro guardianes, todos cristianos. Se encargaban de que ningún habitante saliera por la noche, de que todos usaran el gorro amarillo que constituía la señal de calumnia de los judíos, de que los hombres no tuvieran nada que ver con las mujeres cristianas, y de que se ciñeran a los tipos de interés aceptados si prestaban dinero.

Entró en la sinagoga y se sentó en la antesala mientras el macera salía a toda prisa para llevar a cabo su tarea. Cuando los líderes de la comunidad entraron en la
shul
y se sentaron, algunos de ellos miraron a Isaac con resentimiento; él y el médico del dux eran los únicos judíos de Venecia que estaban autorizados a vivir fuera de la Fundición del Cañón. Pero él tenia la conciencia limpia. A pesar de sus privilegios, siempre había trabajado para ellos. Se inclinó hacia delante y los miró.

—Tenemos problemas graves —anunció.

El monte se inclinaba caprichosamente, percibiendo la sensación de alivio de Isaac, que regresaba a Treviso. Sus tierras se encontraban en el otro extremo de la ciudad, que tenía la costumbre de rodear. Eran tierras pobres de piedra caliza, parte de la llanura adriática que se extendía desde la costa hasta los Alpes Venecianos de color púrpura, que se alzaban a lo lejos. La lluvia penetraba en el suelo gredoso y se escurría hacia el mar de modo que durante el verano Isaac y su familia tenían que regar constantemente. Le alquilaban la tierra al dux, que había tenido la certeza de que allí nadie podría cultivar nada.

Elijah estaba en la viña, arando. Cultivaban durante todo el invierno, que era benigno, e intentaban convencer a la tierra de que retuviera parte de la humedad. Al llegar la primavera, las vides echaban zarcillos verdes y absorbían la fortaleza mineral de la tierra débil, llena de caparazones de antiguos moluscos de tierra, de huesos de animales, trozos de metal romano y conchas quitinosas de innumerables generaciones de insectos. De alguna manera, cuando llegara el otoño habría abundantes racimos de uvas enormes y misteriosas, casi negras y con un fino y quebradizo brillo azul, rebosantes de zumos dulces y almizcleños: la única sangre, pensó, que necesitaban o querían para celebrar la Pascua.

Elijah saludó a su padre con la mano y tiró de las riendas de los bueyes. No solía sonreír e Isaac lamentó devolver la tristeza a su rostro contándole los acontecimientos del día.

—No me importa —dijo Elijah, sorprendiéndolo—. Quiero ir adonde podamos poseer tierras.

—No existe tal lugar. Para nosotros las cosas son mejores aquí de lo que serían en cualquier otro sitio. Aquí soy el joyero del dux.

—Tienes algo de dinero, ¿verdad?

—¿Entonces?

—Debe de existir algún estado. Algún país.

—No. Y aunque existiera, ¿qué me dices de los demás, los que están en el
Gietto
? La mayoría de ellos no tienen nada, o muy poco.

Pero el muchacho no iba a conformarse.

—Podríamos ir al este.

—Ya he estado allí. Ahora, con los turcos, la vida es un infierno.

—Más al este.

Isaac frunció el ceño. Seguir la ruta de Marco Polo había sido un sueño pueril de Elijah, pero ahora su hijo era casi un hombre.

—Los Polo llegaron a Cathay hace trescientos años, no ayer —dijo bruscamente—. Los occidentales que se arriesgan a ir allí son condenados a muerte, sean cristianos o judíos. Tendrás que conformarte con lo que tenemos. —Cambió de tema—: ¿Nos queda algún jacinto?

Elijah apartó la mirada.

—No lo sé.

—Pues deberías saberlo —puntualizó—. Arar la tierra es un placer, un embellecimiento. Las piedras preciosas son nuestro oficio. Necesito un jacinto para el dux. Mira si tenemos alguno y dímelo enseguida.

Mientras cabalgaba hasta la casa delante de los bueyes, se arrepintió de haber hablado tan duramente. Deseaba poder estrechar a su hijo contra su pecho, expresarle su amor. Las cosas nunca habían sido fáciles para Elijah. Poco después de que él naciera, Isaac había abandonado Venecia para emprender su primer viaje largo para comprar diamantes. Había recorrido el Levante —Constantinopla, Damasco, El Cairo, Jerusalén— y había regresado con algunas de las gemas más hermosas que jamás había visto, joyas que le habían permitido librarse de esa especie de cárcel que era la Fundición del Cañón. Pero para conseguirlas había tenido que estar alejado del hogar durante más de cuatro años. Cuando regresó, su joven esposa era una mujer, una desconocida, y su hijo pasó varias semanas chillando cada vez que él se acercaba. Después había hecho otros dos viajes, pero no se había ausentado más de dieciocho meses cada vez. Luego habían llegado otros tres hijos y dos hijas: Fioretta, Falcone, Meshullam, Leone y la pequeña Haya–Rachel, todos bastante seguidos, de modo que compartían mutuamente sus cosas. De todos sus hijos, Elijah, el primogénito, era el único que no tenía compañía. Elijah solo tenía los dos bueyes y aquella débil tierra alquilada, y sus sueños delirantes.

¿Tan delirantes eran esos sueños?

En mitad de la noche, Isaac se enfrentó al hecho de que estuviera o no de acuerdo con el deseo de su hijo de marcharse, los judíos habían recibido órdenes de abandonar el lugar.

Se levantó en silencio, para no despertar a su mujer. No había luna, y a pesar de la hora no se habría arriesgado a que alguien viera al judío de Treviso cavando la tierra cerca del corral. Lo que había enterrado allí era exactamente una pequeña bolsa de vejiga de carnero; en su interior estaba la enorme piedra amarilla que había comprado en su tercer viaje. La piedra representaba las ganancias acumuladas de generaciones de comerciantes de diamantes llamados Vitallo. Era una fortuna más modesta que las acumuladas por otras personas acaudaladas, incluso por un buen número de judíos, aunque representaba riquezas mayores de las que cualquiera de sus antepasados había imaginado. Lo había comprado a bajo precio, en un país y un año en los que había estado disponible a un precio mucho menor de su valor real. Sin embargo, había tenido que utilizar casi todo su capital de reserva. Poseerlo le daba la posibilidad, en caso necesario, de coger su fortuna y huir. También podía quedarse sin nada debido a un simple robo, y de vez en cuando comprobaba la bolsa enterrada para asegurarse de que no había sido tocada.

Si tenían que abandonar Venecia, ¿esto le permitiría comprar algún tipo de seguridad?

Después de que los judíos fueran expulsados de España, ochocientos mil de ellos habían salido de aquel país sin tener adónde ir. Algunos alcanzaron la costa de África, donde los árabes secuestraron a sus mujeres, y pensando que se habían tragado las cosas de valor destriparon a los hombres. Otros se fueron a Portugal, donde compraron el derecho a existir con todo lo que poseían, y sus hijos e hijas fueron arrastrados al bautismo ante sus propios ojos. Miles de ellos fueron vendidos como esclavos, y miles se suicidaron. En el puerto de Génova se había negado la entrada a la ciudad a varias flotas que llevaban exiliados muertos de hambre. Ricos o pobres, los judíos habían muerto de hambre en el puerto. Sus cuerpos putrefactos habían causado una plaga que se cobró la vida de veinte mil genoveses.

Isaac se estremeció. Guardó el diamante en la bolsa y volvió a enterrarla, sin dejar de disimular las señales de la cava.

Muchos rezaban frenéticamente. Algunos ayunaban, como si mediante la privación pudieran forzar a Dios a que se apiadara de ellos. Isaac sabía por experiencia que no tenía sentido escuchar a aquellos que se retorcían las manos y perdían el tiempo lamentándose de su destino. Se reunió con algunos hombres sensatos que sabían cuál era el peligro.

—¿Crees que esta vez hablan en serio? —le preguntó el rabino Rafael Nahmia.

Isaac asintió.

—Yo también lo creo —opinó Judah ben David, el médico del dux.

—Lo han dicho en otras ocasiones —comentó el rabino.

—Nunca lo han dicho después de la beatificación de Simón de Trento —puntualizó Isaac—. Nunca lo han dicho en el año de su Señor de mil quinientos ochenta y ocho.

Los bancos eran su mayor esperanza.

Los judíos habían vivido en las ciudades–estado desde los tiempos de los romanos, cuando no habían padecido ninguna restricción. Habían sido granjeros, peones, mercaderes y artesanos, pero mientras surgían los grandes centros italianos de comercio y manufactura, los trabajadores cristianos empezaron a sentirse molestos y temerosos por la competencia que suponían estos enérgicos infieles, y los gremios estaban constituidos como sociedades semirreligiosas. Lenta pero inexorablemente, los judíos fueron obligados a abandonar la competencia y a aceptar trabajos tan sucios y humillantes que nadie más los quería, o tan esotéricos y especializados —como la medicina y el comercio de diamantes— que sus servicios eran ávidamente requeridos.

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