El diamante de Jerusalén (36 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico

—Tresca. Aquí.

El albanés sonrió como si se tratara de un viejo amigo.

—Buenas tardes, señor. —Harry lo siguió hasta la calle, ansioso por ver el Duesenberg, y fue conducido hasta un Chrysler igual al suyo, pero de otro color. Un año más nuevo, pensó.

—¿Ocurrió algo con el otro coche?

—No, señor. No lo usamos cuando tengo que aparcar en la ciudad. Lo cuidamos muy bien.

—Hmmm.

Tresca condujo por el mismo camino por el que había llegado el taxi. Viajaron durante más de una hora y luego abandonaron la carretera; pero esta vez no hubo necesidad de cambiar la matrícula. Siguieron internándose en el Sinaí israelí, traqueteando por el camino lleno de baches, y finalmente llegaron a una pequeña casa azotada por el viento que combinaba con las desoladas colinas. El Duesenberg estaba aparcado a la sombra de la casa, en el lado norte.

—Amigo mío. —Mehdi lo esperaba en la puerta.

—¿Cómo encontró esta casa? —le preguntó Harry mientras le estrechaba la mano.

—Yo no la encontré —aclaró Mehdi—. La encontró Bardyl. Él encuentra todas mis casas.

—Aquí no hay nada.

—Absolutamente nada —coincidió Mehdi—. Sólo una pequeña fábrica de objetos de cobre, nueve kilómetros más al sur.

Apareció Bardyl, que les sirvió menta con limonada y saludó a Harry tímidamente. Este bebió tres vasos mientras Mehdi le daba la bienvenida al estilo árabe y le preguntaba por los detalles del incómodo viaje.

—Piensa venderle esa piedra amarilla a otros, ¿verdad?

Mehdi lo observó.

—¿Está dispuesto a pagar el precio que pido, amigo?

—No. Es demasiado elevado.

—No es un precio demasiado elevado para un diamante con la historia que éste tiene.

—No conozco la historia de éste, pero estoy seguro de que su piedra no es el Diamante de la Inquisición.

Harry estaba seguro de que el sobresalto de Mehdi era auténtico.

—Eso es indigno de alguien como usted, señor Hopeman.

—La verdad nunca es indigna de nadie —puntualizó Harry.

—¡Esta es la piedra Kaaba!

—No.

—¿Qué pruebas tiene?

—La Kaaba tiene una nube. Es un defecto grave. Su diamante no lo tiene.

—¿Cómo sabe lo del defecto?

—No puedo decírselo. —Mehdi resopló—. Tiene que ver con un importante proyecto arqueológico que se está llevando a cabo. No puedo decirle nada más sin violar un secreto.

Mehdi sacudió la cabeza.

—Lo lamento, amigo. Si me presentara alguna prueba… Pero la gente a la que voy a venderle el diamante sabe que es el Kaaba. Y yo lo sé.

—Será una venta fraudulenta.

—Esa es su opinión, nada más —señaló Mehdi, inflexible—. Sus dudas me molestan, por supuesto. Pero no son importantes para la venta de la piedra. Afortunadamente, no se la venderé a usted.

—Usted nunca tuvo la intención de vendérmela a mí —dijo Harry—. Me ha hecho venir aquí por otro motivo.

—Así es.

—¿El resto de las piedras que le entregó Faruk?

—Me gustaría que me dijera cuándo puedo desprenderme de ellas. Quiero que me trace un programa, y estoy dispuesto a pagarle muy bien su consejo.

—Sin embargo, cuando intento dárselo gratuitamente con respecto al Kaaba, usted no lo acepta.

Mehdi guardó silencio.

Harry prosiguió:

—Yo no vendo mis consejos. ¿Está pensando en venderme el resto de las gemas a mí?

—Confío en ello.

—Entonces es así como me ganaré el dinero. ¿Puedo verlas?

—No, ahora no. Pero he obtenido una tasación para cada una —puntualizó Mehdi, y señaló unos papeles que había sobre la mesa.

La colección era más importante de lo que él había imaginado. Mehdi era un hombre inteligente y cauto. Las tasaciones habían sido hechas por una serie de personas de distintas partes del mundo, y la mayoría de las firmas que respaldaban la autenticidad correspondían a nombres conocidos y respetados. Harry se tomó su tiempo y leyó atentamente la descripción de cada piedra, teniendo en cuenta cuándo había sido hecha la tasación y qué había ocurrido desde entonces con los valores como resultado de las fluctuaciones del mercado.

Mehdi había incluido copias de las tasaciones hechas por los cuatro joyeros a los que ya les había vendido, y los precios que había obtenido.

Harry le comentó que en dos de las transacciones había salido perdiendo.

Él asintió.

—Lo sé. Por eso valoro su servicio.

—Es difícil hacer un programa para venderlas de una en una —le aseguró Harry—. Depende de la necesidad de dinero que usted tenga. Para mucha gente, vender una sola de ellas sería suficiente para vivir cómodamente el resto de su vida.

—Toda mi vida he vivido como un rey. ¿Por qué iba a dejar de hacerlo ahora, porque el rey ha muerto y yo todavía estoy vivo? Y lo que es más importante, las circunstancias poco seguras a veces convierten mi existencia en un producto muy costoso.

Así, como un agente de seguros que planifica un sistema de pagos anuales, Harry elaboró un programa de adquisiciones, la primera de las cuales comenzaría al cabo de tres años.

—Por supuesto, le supondría una gran ventaja venderlas todas de una vez —comentó Harry—. Podría morir antes de tener vendida toda la colección.

—Si muero, no echaré de menos el dinero.

—Ah, pero yo sí —repuso Harry.

Mehdi rió como un niño.

—Usted me cae bien, señor Hopeman.

—Y usted a mí, señor Mehdi. —Era verdad, a pesar de que el egipcio no confiaba en él con respecto al diamante amarillo—. No sé si me habría caído bien cuando estaba usted con Faruk. Pero ahora sí.

—No, en aquel entonces no le habría caído bien —reconoció Mehdi serenamente—. Al final, nosotros mismos no nos gustábamos; sabíamos que éramos un par de libertinos gordos y hartos. Pero al principio… Al principio éramos totalmente maravillosos. Cuando éramos unos muchachos y estábamos juntos en la Academia Real Militar, en Inglaterra, los mejores hombres, las mentes más respetadas de toda Europa, iban a Woolwich y se quedaban en nuestras habitaciones hasta altas horas de la noche, ayudándonos a planificar una monarquía egipcia mejor. No dejaban de decirnos que estudiáramos el caso de Suecia.

—¿Y que ocurrió con todos los planes?

—No me gustaría oír la historia, y mucho menos contarla. —Mehdi le dedicó a Harry una extraña y amarga sonrisa—. Pero hubo un tiempo en que fuimos como leones jóvenes —afirmó.

Bardyl les sirvió una cena excelente regada con tres vinos diferentes. Concluida la transacción, pudieron relajarse por primera vez. El egipcio era una compañía excelente y Harry casi lo lamentó cuando supo que no pasarían la noche allí.

—Le dejaremos en un hotel confortable. Por hoy ya ha viajado bastante —anunció Mehdi en actitud comprensiva.

—No, quiero regresar a Jerusalén. Por favor, déjeme donde pueda conseguir un taxi, simplemente.

—Oh, podemos hacer algo mejor que eso. Nosotros tenemos que pasar por Jerusalén. Le llevaremos hasta allí.

Se despidieron de Bardyl, que ordenaría la casa y cogería el Chrysler. Pero cuando salieron, Harry pareció reacio a subir al Duesenberg. Caminó alrededor de éste, admirando el diseño que Detroit había intentado imitar durante décadas.

No pudo resistir la tentación.

—¿No ha pensado en vender el coche?

Mehdi se mostró encantado.

—He esperado con impaciencia que me lo preguntara. Estoy contentísimo de que por fin lo haya hecho. —Ni siquiera se molestó en negarlo—. El coche es el motivo por el que acepté un precio tan bajo por la primera piedra.

—¿El rubí? ¿El Catalina II?

—Sí. Este coche estaba en Egipto. Había estado en un campo, cocinándose al sol, durante cuatro años; era un nido de urracas. Ni siquiera lo habían levantado, seguía apoyado sobre los neumáticos destrozados. Bardyl tuvo que untar las manos de unos cuantos. Fue desmontado hasta la pieza más pequeña y cada una transportada por separado. Un trabajo enorme. La carrocería sola pesa dos toneladas y media.

—¿Puedo conducirlo?

—Debe hacerlo —dijo Mehdi—. Yo me sentaré junto a usted. —Sostuvo abierta la puerta de atrás para que entrara el chófer—. Por esta noche, Tresca será el amo.

Se puso en marcha con un zumbido. Cuando Harry intentó mover el volante, le resultó tan difícil que no pudo creerlo. Hacía falta tener buenos músculos, era peor que conducir un camión pesado.

—El coche tiene que ir a la velocidad de un hombre —indicó Tresca ansiosamente desde atrás—. Después todo se mueve sobre los cojinetes de bolas.

Era cierto: cuando él lo dejó rodar, el coche avanzó con toda facilidad produciéndole una sensación especial. Tuvo conciencia de que estaba más arriba de la carretera que de costumbre. Los techos de los coches corrientes se acercaban a la parte superior de las puertas del SJ. Harry lo condujo con cuidado y muy lentamente al principio, porque el camino estaba lleno de piedras y en malas condiciones. Pero el Duesenberg parecía abrirse camino por encima de las rocas.

Cuando llegaron a la carretera pavimentada, los neumáticos se agarraron al suelo y el coche respondió maravillosamente bien. Enseguida alcanzaron los ciento cuarenta por hora, sin que casi tuviera que apretar el acelerador. El motor apenas zumbaba.

—Puede alcanzar el doble de esta velocidad —comentó Mehdi.

—Si frena muy bruscamente, señor, nos romperemos la cabeza —dijo Tresca en tono apremiante.

Harry frenó muy despacio. Mientras avanzaban en la oscuridad como una flecha, imaginó a Ben Hur conduciendo un carro enganchado a cuatrocientos veinte enormes caballos que corrían con la lengua afuera.

Al pasar por alguna población, Harry reducía la velocidad. Cuando llevaba alrededor de una hora conduciendo, vio las luces de una ciudad y volvió a pisar el freno.

Mientras se acercaban, un rebaño de fantasmas grises se arremolinó en la carretera.

—¿Y ahora qué ocurre? —preguntó Mehdi.

—Creo que son ovejas —repuso Harry al tiempo que apagaba el motor para ahorrar combustible.

Al otro lado del rebaño, un camión de carga avanzó lentamente, tirando de una cuerda que quedó atravesada en la carretera y que en el otro extremo iba atada a un Land–Rover. Parecía que al camión le resultaba difícil tirar del coche más pequeño.

Tresca se estiró hasta el otro lado del asiento trasero.

—¿Recuerda este lugar? —le preguntó a Harry—. Cuando yo lo llevaba a Jordania, también nos detuvieron aquí.

Harry lo recordaba: un camión había matado a una cabra en la carretera, interceptando el tránsito.

—Esto no me gusta —le comentó Tresca a Mehdi—. Que nos detengan dos veces en el mismo sitio… Tal vez le están buscando a usted. Dos veces es mucha casualidad.

Mehdi abrió la guantera en la que estaba guardada el arma.

Harry estiró el cuerpo para ver mejor. En la periferia de la luz que arrojaban los faros, las ovejas empezaban a separarse; entre éstas avanzaban unos hombres. Logró distinguir seis o siete figuras. Un momento después pudo ver que uno de los hombres llevaba un turbante de algodón blanco con rayas oscuras. Un poco más atrás había otro con un gorro de tela perfectamente encasquetado. El hombre del turbante parecía nervioso o asustado. No dejaba de mirar hacia atrás, como si quisiera asegurarse de que los demás estaban detrás de él.

Entonces Harry pudo verles las manos.

—Oh, Dios mío —dijo.

Tresca dijo algo en árabe y Mehdi dio un manotazo para coger el arma de la guantera, pero el hombre del gorro de tela ya había lanzado algo contra el coche; el objeto chocó contra el parabrisas. El cristal se resquebrajó pero sin romperse, y la granada rebotó. Todo ocurrió al mismo tiempo.

Harry se estiró más allá del asiento de Mehdi y abrió su puerta, luego puso el pie en el costado del hombre y empujó, arrastrándose detrás de él hasta que ambos quedaron tendidos en el suelo. Había sido un acto puramente instintivo. No sabía de qué lado del coche había caído la granada, por lo que podría haber empujado a Mehdi exactamente encima de ella.

Pero estalló en el otro lado, en el mismo momento en que se desataba un rugido terrible. Todos los árabes estaban disparando sus armas sobre el Duesenberg.

Harry cogió a Mehdi y se alejaron del coche a todo correr. Cogidos de la mano como niños, precipitándose a ciegas en la oscuridad. Mehdi no se movía bien, ni siquiera como haría cualquier hombre gordo. Apenas podía correr; Harry tuvo la sensación de que se movían sobre una superficie encolada, y temió que el hombre sufriera un ataque al corazón. Entre el sonido de los disparos pudo oír el fuerte silbido de la respiración de Mehdi.

Cayeron sobre una valla de alambre de púas, y Harry se hizo un corte en el brazo. El alambre parecía viejo y oxidado. Sin duda había sobrevivido a una de las guerras, y él pensó en el tétanos mientras se desplomaba entre dos hileras de alambres, arañándose aún más.

El alambre de púas se enganchó en la ropa de Mehdi, y Harry se esforzó en liberarlo.

—¡Alá! —jadeó Mehdi. Finalmente se le desgarró la camisa. Entretanto, a treinta metros de distancia, los hombres disparaban sobre el coche.

El depósito de gasolina estalló en el momento en que Mehdi se zafaba de la alambrada, y ambos se aplastaron contra el suelo en un intento de quedar fuera del alcance de la deslumbrante luz.

Harry vio que Mehdi llevaba encima la pistola de cañón grueso de Tresca. Tuvo miedo de que el hombre disparara y pusiera al descubierto su escondite, pero cuando intentó hacerse con el arma no pudo quitársela de la mano.

—No la use —le dijo, pero sus palabras quedaron ahogadas por un estallido de disparos.

Dio un pellizco a la mano regordeta de Mehdi y susurró:

—No use el arma.

Mehdi lo miró aturdido.

Harry intentaba mantener la cabeza baja, detrás de unas rocas que bordeaban la valía. Suponía que tarde o temprano lo encontrarían. Cuando aún era un niño se había enterado de la existencia del hombre que había compartido el apellido con su padre, y durante varios años tuvo una pesadilla en la que él se escondía en el sótano del edificio en el que vivía mientras Bruno Hauptmann iba a raptarlo. Era como si el sueño sólo hubiera cambiado ligeramente.

Pero en lugar de ver a Hauptmann oyó el discordante sonido de unos vehículos y enseguida se intensificó el tiroteo. Levantó la cabeza el tiempo suficiente para ver que los árabes ya no disparaban al coche envuelto en llamas. Abrían fuego hacia el otro lado, pero lo más importante es que otros disparaban contra ellos. Harry sólo pudo ver a dos, pero mientras él los miraba fueron derribados por las balas. Los dos hombres se quedaron quietos, pero el que les había disparado siguió haciéndolo, y cada vez que una bala los alcanzaba el impacto los hacía sacudirse, de modo que los dos cuerpos parecían retorcerse.

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