El diamante de Jerusalén (37 page)

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Authors: Noah Gordon

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Desde el borde de las sombras, otro árabe dio media vuelta y corrió directamente hacia ellos. El hombre era presa del pánico, y cuando se acercó pudieron oír el silbido de su respiración y luego un gruñido, casi encima de ellos, cuando chocó con la alambrada. La atravesó con la cabeza y el pecho, como había hecho Harry.

Levantaron la vista y vieron que él los miraba.

Mehdi levantó la pistola con sus dos manos regordetas, la sostuvo junto al cuello del hombre y disparó.

Harry rodeó al hombre gordo con los brazos.

—Nunca tuve la intención de vendérselo a nadie —musitaba Mehdi—. Sólo quería dárselo a mi pueblo. Para devolverles una parte de su patrimonio. —Parecía que estaba sufriendo una forma serena de histeria—. Y sin embargo no me permiten volver. Nunca me han perdonado —se lamentó el egipcio. Había perdido su fez.


Haim atah margish beseder
? —les preguntó un soldado—. ¿Se encuentran bien?

Harry asintió.


Kayn
—respondió, mirando como rociaban el coche con productos químicos.

Lo que después lo hizo sentirse molesto, lo que lo avergonzó y lo llenó de pánico, fue que, aunque Mehdi temblaba en sus brazos, el lugar estaba sembrado de cadáveres, y lo que poco antes había sido Tresca aún seguía sentado en el llameante asiento del coche de su amo, él fue capaz de sentir una pena abrumadora porque ahora sólo quedaban veintinueve SJ Duesenberg en todo el mundo.

26
S
UERTE Y BENDICIÓN

Fueron trasladados a un campamento militar e interrogados por un joven comandante de piel morena que tuvo la paciencia de repetir las mismas preguntas una y otra vez hasta que tuvo redactado un informe minucioso del ataque desde el punto de vista de ellos. El oficial no les hizo preguntas de carácter personal; Harry estaba seguro de que conocía todos los detalles de la vida de ambos.

Sólo dos de los agresores habían sobrevivido. Uno de ellos había sido trasladado en avión a Jerusalén para someterlo a una intervención quirúrgica. Los llevaron a ver al otro, que estaba en una celda.

—¿Lo conocen?

Era un árabe de unos diecinueve años, vestido con zapatos de trabajo, pantalones de algodón marrón y camisa azul. Tenía el pelo revuelto, ojeras y una magulladura en la mandíbula sin afeitar.

Sacudieron la cabeza.

—Eran once. Todos estudiantes universitarios egipcios. —El comandante miró a Mehdi—. Creían que era a usted a quien estaban matando cuando dispararon al asiento de atrás del Duesenberg.

Mehdi asintió.

—Dicen que le está vendiendo un objeto musulmán sagrado a los no creyentes.

Todos los rasgos del muchacho estaban relajados, excepto sus ojos.

—Jamás lo vendería fuera del islam —dijo Mehdi en árabe.

—Claro que lo haría —intervino el joven—. Regatea con ellos como una furcia enferma, vendiendo nuestra alma. Negocia una parte de la mezquita de Acre con los cerdos cristianos, con los hijos de puta judíos que cogen, cogen y cogen lo que es nuestro. Lo hemos visto, hemos estado vigilando.

—No se lo vendí a ellos. Tenía otros planes.

El comandante asintió.

—Los dos prisioneros tenían información de que usted también estaba negociando su reincorporación al gobierno.

El chico volvió a dirigirse a Mehdi.

—Sabíamos que no vendría. No habría durado ni unas horas.

—¡Calla, idiota! Nueve hombres jóvenes han muerto. ¿Y para qué? Ni uno solo de vosotros había nacido cuando yo abandoné Egipto.

—Nuestros padres lo recuerdan muy bien —señaló el joven.

No les diría nada más.

—¿Dónde estaban las fuerzas de seguridad? —le preguntó Harry al comandante mientras salían del recinto de la prisión.

—Llegamos enseguida.

—Eso no es seguridad. Si hubiéramos estado en el asiento de atrás…

El comandante se encogió de hombros.

—Tuvieron suerte. Cualquiera que diga que la seguridad puede detener las balas, miente.

Cuando el comandante concluyó la entrevista les preguntó si querían ser trasladados en helicóptero al Hospital Hadassah. Mehdi sacudió la cabeza enérgicamente.

—No —respondió Harry.

Un médico del ejército le dio a cada uno dos tabletas de cinco miligramos de un tranquilizante.

—No las necesito —le aseguró Harry.

El médico se las puso en la mano.

—Son gratuitas —aclaró.

Fueron trasladados en un coche del estado mayor hasta un motel de Dimona. Cuando llegaron eran casi las dos de la mañana y las calles estaban desiertas. Harry se alegró de ver una patrulla militar motorizada.

Cuando por fin estuvo a solas en su habitación, Harry empezó a temblar. Intentó detenerse, pero no pudo controlarse. Tomó una de las pastillas y empezó a desvestirse. Luego tomó la otra y se tendió en la cama en ropa interior, y esperó que le hicieran efecto.

Por la mañana, él y Mehdi pidieron un abundante desayuno y comieron con un sentimiento de culpabilidad.

—El cadáver —reflexionó Mehdi—. Tengo que conseguir que las autoridades me lo entreguen. —Jugueteó con los huevos del desayuno—. Mi pobre Tresca. He telefoneado a Bardyl.

—¿Eran parientes?

—Más que parientes: amigos.

—Ahora todo ha cambiado para usted, ¿verdad?

—Nunca me permitirán regresar. Bueno. En el trabajo que el gobierno había aceptado concederme, habría sido poco más que un funcionario. Sin duda me habría cansado de él. —Suspiró y dejó a un lado los huevos.

—La ironía —comentó Harry— es que intentaban matarlo por miedo a que usted vendiera el Kaaba. Y sin embargo usted no tiene ese diamante. —Mehdi hizo una mueca—. Es la verdad.

—No quisiera ofenderlo, mi querido amigo, pero…

—¡Ya se lo he dicho, el Kaaba tiene una nube! Es un defecto grave. Tiene que existir alguna manera de que pueda confirmarlo.

El egipcio lo miró con los ojos entrecerrados.

—Hay unos registros enormes en la mezquita de Acre. Tal vez allí haya una descripción del diamante que en otros tiempos adornó el
Maksura
. Pero compréndalo, si esa descripción no menciona ninguna nube, la nube no existe.

—¿Puede conseguir que alguien tenga acceso a esos registros?

Mehdi se encogió de hombros.

—Para un creyente todo es posible —afirmó.

Mehdi actuó con rapidez. Telefoneó a Harry exactamente antes de las diez de la noche y volvieron a reunirse en la cafetería.

—¿Ha hecho comprobar los registros?

El egipcio asintió.

—Es como usted decía —anunció lentamente.

Harry sintió un ligero mareo.

—El Kaaba tiene una nube grande. El diamante que yo poseo no es la piedra que los cruzados sacaron de la mezquita de Acre.

—Entonces… ¿es usted libre de venderlo?

—Ya no estoy condicionado por motivos religiosos. No es una reliquia. Si logramos ponernos de acuerdo, se lo venderé a usted.

Harry tuvo el buen cuidado de no dar el profundo suspiro que deseaba.

—Como usted dice, no es una reliquia. Sólo puedo pagarle lo que vale como gema —dijo cauteloso.

—Y vale mucho. Usted y yo lo sabemos.

—Su calidad no es tan elevada, pero el tamaño lo compensa. —Mehdi esperó—. Un millón cien.

Mehdi asintió.

—Le deseo la mejor de las suertes con el diamante, señor Hopeman. —Le ofreció su mano.

Harry la estrechó con fuerza.


Mazel un Brocha
, Bardissi Pasha —dijo.

Cada vez que compraba un diamante pensaba en el oro que Maimónides había tenido que transportar, volviéndose vulnerable a los bandidos durante su viaje. La tecnología había aliviado esa carga. A la mañana siguiente, en el Chase Manhattan Bank, a petición de Saúl Netscher, un especialista pulsaba los botones adecuados. Introducía en un ordenador las cifras correspondientes a una carta de crédito que Netscher había dispuesto, luego añadía un mensaje en clave y el número de identificación de una cuenta que Mehdi tenía en el Credit Suisse de Zurich, y el dinero quedaba transferido electrónicamente desde Nueva York a la cuenta de Suiza. En Dimona, Harry había redactado un contrato de compraventa que firmaron él y Mehdi.

Una operación simple y limpia. Pero aún compartía con Maimónides el problema que suponía llevarse a casa el diamante adquirido.

Era casi mediodía cuando entró en su habitación del hotel de Jerusalén.

Vio la nota casi en cuanto entró. Ella era una persona práctica, la había pegado en la puerta del lavabo.

Mi querido Harry:

Perdóname por esperar a que te hubieras ido.

Me he dado cuenta de que no funcionaría, pero soy muy cobarde y no soporto las escenas.

Sentí la gran tentación de intentarlo, porque eres un hombre adorable, pero todo habría terminado al cabo de un año. Prefiero el recuerdo.

Si sentías lo mismo que yo, no intentes buscarme. Te deseo muchos años llenos de otras alegrías.

T.

Se sentó y marcó su número de teléfono, pero no obtuvo respuesta. En el museo le informaron que la señora Strauss había prolongado sus vacaciones.

No, no sabían dónde estaba. Se le ocurrió dónde podía encontrarla, pero cuando colgó el teléfono se quedó quieto durante veinte minutos y se obligó a serenarse.

Se ocupó metódicamente de todo lo que tenía que hacer. Llevó el Ford inglés a la agencia de alquiler de coches y pagó la cuenta. Envolvió la ropa sucia y la despachó por correo, y luego se detuvo en la oficina de líneas aéreas del vestíbulo y compró dos billetes para un vuelo que salía del Aeropuerto Ben Gurion a ultima hora de la tarde. Le quedaba poco tiempo, pero hizo las maletas rápidamente y se marchó del hotel.

Cogió un taxi y le pidió al conductor que lo llevara a Rosh Ha’ayin.

La niñita estaba sentada en la calle, como cuando él la había visto por primera vez. Harry le pidió al conductor que frenara.

Se acercó a la pequeña y se arrodilló junto a ella.


Shalom
, Habiba. ¿Te acuerdas de mí?

Ella lo miró sin expresión en el rostro.

—¿Está aquí tu tía Tamar?

La niña señaló la casa de su abuela.

Cuando llegó, golpeó la puerta de tela metálica y las dos personas que había dentro se lo quedaron mirando.

—Pase si quiere —dijo
ya umma
. Estaba de pie, con la espalda contra la pared.
ya abba
estaba sentado a la mesa, bebiendo arak.

—Quiero hablar con Tamar —anunció Harry. Nadie le respondió. Detrás de la puerta cerrada de la otra habitación, alguien lanzó una risita. Oyó que Tamar decía algo conciso pero brusco, y la risita cesó.

Ya abba
sacudió la cabeza.

—Ella no quiere —dijo en inglés.

—Deje que me lo diga ella —repuso Harry.

—Hay tres cosas que no entiendo —comentó
ya abba
en hebreo—. Sí, cuatro cosas que no entiendo: la manera de actuar de un águila en el aire, la manera de actuar de una serpiente sobre una roca, la manera de actuar de un barco en el mar, y la manera de actuar de un hombre con una muchacha.

—Apuró la bebida y se sirvió mas arak de una botella y agua de una jarra. Todos observaron como los dos líquidos incoloros se mezclaban en el vaso y adoptaban una tonalidad lechosa.

Harry se acercó a la puerta cerrada y golpeó.

—Tamar —llamó. Hubo silencio.

—Bueno —dijo—, por lo menos podríamos hablar de ello.

Ella no respondió.

—Tengo que abandonar el país enseguida, esta misma tarde. Tengo un billete de avión para ti. —Esperó.

—Dime algo, Tamar. ¿Te pones así cada vez que tienes la regla?

Oyó el crujido de una silla y enseguida sintió un golpe. Cuando se volvió,
ya abba
estaba a punto de golpearlo otra vez.

—¡Eh! —El anciano era fuerte. Harry abrigó la esperanza de no tener la mandíbula rota. Pero el hombre estaba borracho, y Harry lo mantuvo a distancia—. Apártelo —dijo.
ya umma
empezó a ulular como una mujer árabe de duelo—. Apártelo de mi lado.

Afuera, el taxista tocó el claxon mientras
ya abba
era conducido otra vez a su silla.

—¡Maldita sea! ¿Es que no lo comprendes? ¡Te amo! —gritó Harry delante de la puerta cerrada.

Finalmente se abrió la puerta.

La hermana de Tamar salió lo más rápidamente que le permitió su vientre preñado. El rostro de Yaffa estaba radiante de excitación. Le entregó una nota, y él la desplegó y suspiró.

«Harry nunca hará nada que pueda hacerme daño».

Levantó la vista y vio que Yaffa lo miraba con una compasión interesada que le molestó más que el dolor de la mejilla.


Shalom
—musitó
ya umma
al tiempo que él salía.

En la puerta se habían reunido tres mujeres yemenitas que murmuraron algo mientras lo seguían con la mirada. La niñita seguía sentada en el suelo de tierra. Tenía una mosca en la mejilla y Harry se la apartó con la mano antes de meterse en el taxi e indicarle al taxista que lo llevara al aeropuerto.

27
L
A NUBE

Fue como si hubiera pasado años sin darse cuenta de que tenía membranas delante de los ojos y en los oídos; pero desde su regreso las había perdido y por primera vez veía y oía a su país muy claramente, los campos y los bosques que rodeaban su casa de Westchester, los pollos, el grito de los urogallos, el gruñido de una sierra a lo lejos, la forma y la altura de los edificios de Manhattan, el ruido del tránsito fuera de la tienda, más delirante que el de las calles de Jerusalén, pero casi reconfortante porque eran una pieza que formaba parte de su rompecabezas.

El punto de la mejilla en el que
ya abba
lo había golpeado había adoptado una tonalidad magenta, y se lo masajeó suavemente con crema.

Della le miró la magulladura cuando se reunieron para comer, pero no hizo preguntas.

—He conocido a alguien, Harry.

—¿Es algo… serio, Della? —Se sintió indecente, como si estuviera espiando.

—Queremos casarnos. —Ella estaba pálida.

—Me alegro por ti. —Era verdad, pero no lo expresó bien. Resultaba sorprendente: estaba un poco afectado.

La semana siguiente cenaron los tres juntos, civilizadamente y muy incómodos. El hombre se llamaba Walter Lieberman. Era analista de seguros de Wall Street. Divorciado. Tenía buenos ingresos y el pelo fino. Su rostro lucía una expresión un poco ansiosa, como la de John Chancellor. Era amable y sereno. En otras circunstancias, a Harry podría haberle caído bien.

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