—Hola, Charles.
—Harry, necesito tu ayuda. Tengo que comprar.
Se preguntó si el actor quería un símbolo de reconciliación o un regalo simbólico para un capricho pasajero.
—¿Grande, Charles, o insinuante y encantador?
Enseguida captó la pregunta.
—Grande, Harry. Grande y excepcional. Algo realmente satisfactorio.
Reconciliación.
—Me alegro de oírte, Charles. Esto requiere reflexión y análisis. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—Ella acaba de marcharse a España. Tenemos tiempo.
—Fantástico. Y, oye Charles… —vaciló—. Me alegro por ti.
—Gracias, amigo. Sé que es así.
Devolvió la llamada de una mujer de Detroit. La mujer estaba intentando convencer a su esposo de que convirtiera parte de su capital en un diamante blanco azulado de 38,26 quilates.
—¿Cree sinceramente que es una buena inversión? —le preguntó la mujer.
—En los últimos cinco años, la mayoría de las piedras han triplicado su valor.
—Creo que se dejará convencer —comentó la mujer.
Harry no era optimista.
Cuando tenía veintitrés años había obtenido un enorme diamante blanco hindú por intermedio de un fiador. El crédito sólo le había sido otorgado porque el comerciante conocía a su padre desde hacia varios años. Él había vendido el diamante en menos de dos semanas a la madre de una muchachita llamada Barnard, de Tulsa, Oklahoma; la mujer se había hecho rica gracias al petróleo. Durante la transacción, que marcó el inicio de su éxito, él había experimentado una sensación casi sexual. La consideró «estremecedora», pero no era tanto una sensación física como una aguda e intensa intuición.
Ahora, la inactividad de este radar personal le indicó que la mujer de Detroit probablemente no era una cliente.
—No lo presione, señora Nelson. Una piedra tan grande no se vende tan rápidamente. La esperará.
Ella lanzó un suspiro.
—Me mantendré en contacto.
—No deje de hacerlo.
La siguiente llamada fue a Saúl Netscher, de S. N. Netscher & Co., Inc., importadores y exportadores de diamantes a nivel industrial.
—Harry, un hombre llamado Herzl Akiva quiere verse contigo.
—¿Herzl Akiva? —Harry buscó rápidamente los mensajes telefónicos y lo encontró—. Sí, ha estado llamándome. El nombre es israelí —dijo en tono resignado. Netscher, el mejor amigo de su padre, atacaba ferozmente cuando se trataba de hacer caridad, y era un infatigable recaudador de fondos para Israel.
—Trabaja en la oficina de una empresa textil de Nueva York. Reúnete con él, ¿quieres?
—¿Textil? —Harry estaba desconcertado—. Claro que lo haré, si tú quieres.
—Te lo agradezco. ¿Cuándo te veré?
—Podríamos quedar para comer, al final de esta semana… No, no me va bien. A principios de la próxima sería mejor.
—Cuando quieras. Ya conoces mi sistema. Dejé que tu padre sufriera los dolores de cabeza de educarte, y yo recojo los frutos.
Harry sonrió. Sentía un gran cariño por Saúl, pero a veces era un inconveniente tener un padre real además de uno que reclamaba los privilegios.
—Te llamaré.
—De acuerdo. Cuídate, muchacho.
—
Sei gezunt
, cuídate, Saúl.
Aunque no había ningún mensaje de su esposa, sintió el impulso de llamarla.
—¿Della?
—¿Harry? —Su voz sonaba como siempre, cálida y vivaz. Había estado casado con ella demasiado tiempo como para no oír su breve jadeo—. ¿Cómo estás?
—Bien, muy bien. Simplemente me estaba preguntando si necesitas algo.
—Creo que no, Harry. Pero muchas gracias por preocuparte. El martes fui a la escuela de Jeff —señaló—. Me dijo que pasó un fin de semana muy divertido contigo.
—No estaba seguro. El domingo tuve que trabajar.
—Oh, Harry —comentó ella en tono cansado—. Enviarlo un año antes a un internado por culpa de nuestra situación ha sido duro para él. Como la separación, y todo lo demás.
—Lo sé. Pero él está bien.
—Eso espero. Me alegro de que me hayas llamado. ¿Podemos cenar esta noche? Tenemos que hablar de algunos detalles de su
bar mitzvah
.
—¿El
bar mitzvah
? Por el amor de Dios, aún faltan meses para el
bar mitzvah
.
—Harry, es absolutamente imprescindible hacer todo esto con meses de anticipación. ¿Prefieres que cenemos mañana?
—Mañana voy a cenar a casa de mi padre. Podría llamarlo…
—No, por favor —respondió ella de inmediato—. Dale recuerdos de mi parte.
—Lo haré. Bueno, hablaremos muy pronto sobre el
bar mitzvah
.
—Gracias por llamar. De veras.
—Adiós, Della.
—Hasta pronto, Harry —repuso ella con voz clara.
El Lamborghini que a veces conducía personalmente se encontraba en un garaje de East Nyack, donde lo estaban revisando. Sid Lawrenson, su hombre para todo, fue hasta Manhattan para recogerlo en el segundo coche, un Chrysler de tres años de antigüedad. Lawrenson detestaba la ciudad y condujo a demasiada velocidad, hasta que disminuyó el tránsito que avanzaba en dirección norte y se encontraron en medio de Westchester County. La carretera en la que finalmente giraron se internaba en un valle supervalorado que se extendía entre colinas pobladas de añosos laureles y rododendros. La caseta del guarda marcaba el comienzo del sinuoso camino de entrada, oculto desde la carretera por una protección de altos robles, sicomoros y árboles de hoja perenne. La mitad de la casa había sido construida en los primeros años del siglo xviii por un mecenas de la West India Company; la otra mitad fue añadida más de un siglo después, pero tan hábilmente que resultaba difícil distinguir dónde acababa una elegante sección colonial y dónde empezaba la otra.
—Esta noche no te necesitaré, Sidney —dijo mientras bajaba del coche.
—¿Está… está seguro, señor Hopeman?
Harry asintió. Ruth, la esposa de Lawrenson y ama de llaves de los Hopeman, era una mujer dominante, y Harry sospechaba desde hacía tiempo que Sidney tenía una amiga de mejor carácter en algún lugar cercano, probablemente en la población.
—Entonces haré algunos recados.
—Que lo pases bien.
Se puso los tejanos y un jersey y luego tomó la cena que Ruth Lawrenson le había preparado. Cuando los Hopeman se separaron, la severa ama de llaves, que adoraba a Della y sólo apreciaba a Harry, había dejado claro para quién preferían trabajar ella y su esposo. Pero Della se había mudado a un apartamento pequeño en la ciudad, y los Lawrenson se habían quedado. Así pues, él y Sidney —pensó de pronto divertido— tenían motivos para sentirse agradecidos.
Después de cenar subió al cómodo y desordenado taller de la planta alta. La mesa de lapidario del rincón contenía sierras, limas, una pulidora y una colección de cristales de roca y piedras finas en distintas etapas de pulido. El resto de la habitación era mas un estudio que un taller. En un escritorio se apilaban libros con anotaciones y hojas manuscritas, y los estantes contenían una increíble combinación de publicaciones periódicas:
Biblical Archeology, Gems and Minerals, Oriens Antiquus, el Lapidary Journal, el Israel Exploration Society Record, Deutsche Morgenländische Gesellschaft Zeitschrift
…
Iba a ser una noche de primavera demasiado calurosa. Abrió la ventana de par en par para que entrara la brisa del río, y luego se sentó y empezó a trabajar en la investigación para un artículo: «Gemas rusas reales desde la corona de Iván de Kazan hasta el pectoral adornado con piedras preciosas de Mijaíl Fiodórovich Románov». Cada vez que estudiaba aquella época valoraba especialmente el vivir libremente en Estados Unidos y en el siglo xx, cientos de años después de que los conocedores reales eslavos, que ponían joyas incluso en sus zapatillas, hubieran pagado el trono incrustado de gemas con la sangre y la vida de millones de seres. Leyó rápidamente, tomando notas en fichas de tres por cinco en una letra esmerada aunque prieta, y se sintió feliz por primera vez en el día.
Varias horas más tarde llamaron a la puerta.
—Le llaman por teléfono —anunció Ruth Lawrenson.
—¿Ocurre algo? —Ella nunca lo interrumpía cuando trabajaba.
—Bueno, no sé. Alguien que se llama Akiva dice que es muy importante.
—Dile que me llame mañana, a mi oficina.
—Ya se lo he dicho. Insiste en que es urgente.
El saludo de Harry fue cortante.
—¿Señor Hopeman? Creo que el señor Netscher le ha hablado de mí.
La voz tenía un acento que por lo general a Harry le gustaba, la voz de alguien que había aprendido el inglés como segunda lengua, con los británicos.
—Sí. En este preciso momento estoy ocupado, lo siento.
—Le pido disculpas. Por favor, créame. Debo verlo por un asunto de suma importancia.
—¿Por negocios, señor Akiva?
—Por negocios, señor Hopeman —vaciló—. Bueno, se podría decir que es mucho más que un negocio.
—Pase por mi despacho por la mañana.
—Eso sería una imprudencia. ¿No podríamos encontrarnos en otro sitio? —Hizo una pausa—. También es urgente que hable con su padre.
Harry suspiró.
—Mi padre está prácticamente retirado.
—Por favor, tenga paciencia. Lo comprenderá todo cuando nos hayamos reunido.
Sintió que el radar le enviaba unas débiles señales.
—Estaré en el apartamento de mi padre mañana por la noche. Es el 725 de la calle 63 Este. ¿Puede estar allí a las ocho en punto?
—Muchas gracias, señor Hopeman.
Shalom
.
—
Shalom
, señor Akiva —respondió.
A las cuatro de la madrugada lo despertó el teléfono. A la confusa conversación bilingüe se sumaron las interferencias.
—¿
Pronto
? ¿Señor Hopeman?
—¿Diga? Diga.
—¿Señor Hopeman?
—Sí. ¿Quién demonios es?
—Bernardino Pesenti. El cardenal Pesenti.
El cardenal Bernardino Pesenti era el administrador del patrimonio de la Santa Sede. Tenía a su cuidado los tesoros del Vaticano, las enormes colecciones de arte y la inapreciable serie de antigüedades: las cruces con piedras preciosas, las joyas bizantinas, los retablos, los cálices y otros vasos. Algunos años antes había dispuesto lo necesario para que Harry comprara la corona con joyas de Nuestra Señora de Czestochowa, una transacción que en cierto modo había aliviado la deuda de la archidiócesis de Varsovia y había ayudado a hacer posible el esplendor negro y gris de Alfred Hopeman & Son.
—¿Cómo se encuentra, Eminencia?
—Tengo salud suficiente para hacer el trabajo de nuestro Santo Padre. ¿Y usted, señor Hopeman?
—Yo estoy muy bien, Eminencia. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Puede hacer algo. ¿Tiene previsto viajar pronto a Roma?
—No entra en mis planes, pero siempre se puede arreglar.
—Deseamos que nos represente.
—¿En una compra? —La Iglesia heredaba. Rara vez vendía, pero Harry no logró recordar cuándo había comprado por última vez.
—En la recuperación de un articulo robado.
—¿Una joya o una antigüedad, Eminencia?
—Un diamante que está a la venta en Tierra Santa. —El cardenal Pesenti hizo una pausa—. Es el Ojo de Alexander, señor Hopeman.
—¿Está pulido? —La piedra había sido robada hacía algunas décadas del Museo Vaticano. De pronto Harry se sintió profundamente interesado—. Mi familia ha tenido mucho que ver con esa piedra.
—Somos perfectamente conscientes de ello. Uno de sus antepasados la talló. Otro la engastó en la mitra de Gregorio para la Santa Madre Iglesia. En una ocasión su padre limpió la mitra y el diamante. Ahora nos gustaría que usted continuara esta tradición de servicio a la Iglesia, que fuera nuestro representante y devolviera la piedra al sitio donde debe estar.
—Tendré que pensarlo —señaló Harry.
Se produjo un breve y tenso silencio.
—Muy bien —dijo Bernardino Pesenti—. Debería venir aquí para que lo habláramos. Ahora Roma está hermosa, hace calor. ¿Qué tiempo hace en Nueva York?
—No lo sé. Fuera está muy oscuro.
—Oh, claro —dijo por fin el cardenal.
Harry se echó a reír.
—Nunca me acuerdo —comentó el cardenal—. Espero que pueda volver a dormir.
—
Prego
—dijo Harry—. Le llamaré dentro de un par de días. Adiós, Eminencia.
—
Buona notte
, señor Hopeman.
Harry se incorporó, buscando a tientas el teléfono para colgar el auricular. El hormigueo de su intuición era tan intenso que casi podía oírlo. Se sentó en el borde de la cama y esperó a que se aliviara, para poder descifrar lo que estaba ocurriendo.
Cuando supo que quería disfrutar al mismo tiempo del placer de la erudición, de la acción y de las recompensas de los negocios, se dio cuenta de que necesitaría una extraordinaria autodisciplina para evitar que una ocupación absorbiera a la otra. Pero el erudito siempre aceptaba sin vacilación un día de regalo, y se alegró cuando desde su despacho le informaron de que su agenda estaba en blanco. Después de desayunar regresó al taller y escribió el artículo sobre las joyas rusas, utilizando las notas que había tomado la noche anterior. Trabajó meticulosamente; volvió a escribir dos o tres páginas y revisó el trabajo mientras tomaba la comida que Ruth Lawrenson le había llevado al mediodía en una bandeja.
A última hora de la tarde, el artículo estaba dentro de un sobre con la dirección, listo para ser despachado a
The Slavik Review
.
Se puso un chándal y zapatillas de deporte y luego recorrió el huerto que se extendía desde la casa hasta el río, dividiendo el bosque. Cuando llegó al sendero que rozaba la orilla, empezó a correr a ritmo regular, disfrutando de las breves apariciones del Hudson entre los árboles. Durante más de tres años había recorrido este camino, tres kilómetros río abajo, regresando por las tierras de media docena de vecinos. Rara vez encontraba a alguien, y esta vez no vio a nadie. Durante el regreso aceleró el ritmo; cuando la casa apareció ante su vista, corría a toda velocidad, luchando contra el aire como si éste fluyera como el río. Un ciervo se apartó de un salto en el momento en que él entraba en el huerto donde el animal había estado comiendo hojas nuevas. Desapareció de la vista dando un leve golpe con la cola blanca, y Harry desperdició oxígeno en una carcajada. Ahora sabía algo más sobre los ciervos: se comían sus manzanos. Jeff quería un rifle para cazar ciervos, pero sólo lo conseguiría pasando por encima del cadáver de Harry.