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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #humor

El diario de Mamá (14 page)

Voy contigo, Mamá. Echaba de menos tu acidez. Así, a voleo. «12 de agosto de 1959.»

En su casa de primera línea de playa en el Puerto de Santa María, un Tomás derrumbado bebía su media botella de Fino. El toro de Osborne comenzaba a moverse por la botella de Fino Quinta. Era la tercera botella trasegada. Tomás intentaba poner orden en una cabeza que navegaba en la borrachería pausada, que es la casera. El techo iba y venía, la ceniza de su cigarrillo caía en cualquier parte, excepto en el cenicero, y confundía memorias y recuerdos con fantasías incumplidas. «Gertrude será mía o de nadie.» Aquello olía a tragedia pasional. Sonó el timbre de la puerta. A trompicones, llegó hasta ella y la abrió. En el umbral, sonriente y fragantosa de pachulí vespertino, Josefa, también conocida por «la Bardema», por su parecido con Pilar Bardem. Y porque nunca había destacado en nada.

—¿Qué haces aquí, Bardema?

—Que he visto que estaba encendida la casa y me he dicho: «Ahí está mi Tomás.» Y en efecto. Aquí está mi Tomás, pero totalmente borracho.

—Llevo tres medias botellitas.

—Pues te han hecho el efecto de tres botas. ¿Puedo pasar?

—Pasa, pasa, que necesito apoyos.

La Bardema es una mujer especial. Tiene un negocio de reventa de pateras y canta en el coro parroquial. Las pateras de las que no se incauta la Guardia Civil, las arregla, calafatea, pinta de colores chillones
y
atractivos,
y
las vende a veraneantes con posibles menguados. Su astillero se halla en la boca del Guadalete y al cabo del año consigue más dinero que con su viejo cabaret-espectáculo. Fue la Bardema, por mediación de Tomás, la que proporcionó a Alcoceba los treinta enanos vendimiadores.

Tomás y la Bardema tuvieron sus cosillas. Y es amiga de verdad. Ver a Tomás en esa situación, casi le produce un cólico.

—Nunca te he visto así, Tomasón.

—Es muy largo, Bardema. Me enamoré de una princesa austríaca joven y guapísima. Maldita noche de copas. Le dije que yo era el marqués de Sotoancho. Le pedí que viniera a pasar unos días a La Jaralera. Sus padres no tienen un euro. Aceptó. Convencí al señor marqués que me dejara ocupar su rango durante unos días. Por motivos que no te cuento, aceptó también. Llegó. Una belleza fuera de lo común. Dormí con ella, pero sin hacer nada de nada. Me vigilaba. Sospechaba de mí. En cambio, se llevaba muy bien con el señor marqués, mi empleado. La marquesa se ha largado a Colombia por un ataque de celos. Y me barrunto que entre el marqués y mi Gertrude hay algo más que compenetración aristocrática. Y no lo voy a permitir, Bardemita. Huí como un cobarde. El marqués se cree que voy a esperar aquí con los brazos cruzados y mi pena anclada en el alma. Pero no. O para mí, o para nadie. Como en la soleá de Wences de Triana.

Antes que verte con otro,

te prefiero escayolá

con todos los huesos rotos.

—Muy romántico.

—Pero muy real. Mañana por la noche, sigilosamente, me acercaré a La Jaralera. Y si sorprendo, como creo que va a suceder, al marqués con mi Gertrude, me los cargo a los dos.

—No seas bruto. Si Ger… como se diga, está con el marqués será por algo. ¿Qué vas a hacer, Tomasón mío, con una princesa austríaca?

—Nada. Pero no soporto que otro le haga todo. Y menos el marqués, que es más viejo que yo, está casado, tiene cinco hijos y muy poquita vergüenza.

—Se porta bien contigo.

—Se portaba. Si le toca un pelo a mi Gertrude, él al panteón de Guadalmazán, ella al panteón del Tirol, y yo al penal del Puerto. Como en otra soleá de Wences de Triana.

Te voy a pegar un tiro

si te veo alguna vez

abrazándote a otro tío.

—¿De dónde te has sacado a ese Wences de Triana?

—Un gran cantaor.

—Un incitador al crimen y a la violencia de género.

—Un sabio. Tiene otra soleá que también encaja en mi tormento.

Si me vuelves a engañar

y te pego un par de leches,

no te pongas a llorar.

—Déjalo pasar, Tomás. Ella se irá, tú vuelves con el marqués, y colorín colorado.

—No me conoces, Bardema. No me conoces.

12 de agosto de 1959

Susú tiene veintiún años y ya es mayor de edad. Se han cumplido cinco desde la muerte de Bussy, mi marido. Este año ha muerto Agustín de Foxá, al que Bussy quería mucho.

Y Susú ha seguido con mucho interés el Tour de Francia, que ha ganado un español, Bahamontes, que está casado con una mujer llamada Fermina, que ya son ganas. Yo me he quedado en el ala norte de casa, y he mandado a Susú a un campamento de verano, para que trate con otros niños. Lo malo es que todos los niños son pequeñísimos, y Susú me ha pedido que lo saque de ahí, porque le obligan a hacer cosas muy raras, como montar tiendas de campaña y cantar canciones alrededor de una hoguera. Es un campamento de gente bien, pero mi hijo no ha encajado. En fin, ya me lo pensaré.

Lo recuerdo. Con la operación a traición de fimosis, aquello fue lo más humillante de mi vida. Me mandó a un campamento de verano con veintiún años. Un campamento de niños. Y no me eligieron ni Jefe de Tienda. Los niños se reían de mis pelitos en las piernas, porque el pantalón era muy corto. Se pensó tanto lo de sacarme de ahí, que no lo hizo. Desde aquel verano, cada vez que veo a un
boy scout
, le deseo lo peor.

28 de agosto de 1959

Susú ha vuelto hecho un hombre del campamento. Más ancho de espaldas. Muy buen color. Pero no me habla. Hago todo por él, y me paga de esa manera. El ama me ha dicho que mancha con palometas los calzoncillos. Le voy a regañar por sucio. Y advertirle que, si no se baña bien y por todas partes, le bañará el ama.

Espero cualquier bajeza de Mamá, pero ésta supera mis expectativas. Es cierto que una tarde, por aquello de mi alergia, se me escapó una pedorreta líquida, y manche los calzoncillos. Pero fue un caso aislado, y no por falta de limpieza, sino por un inesperado inconveniente ventral. Que mi madre lo haya dejado escrito en un cuaderno, se me antoja infumable.

Esto no tiene sentido. Voy a quemar los cuadernos. Lo malo es que Tomás tiene una copia, y me temo que no es el momento de pedirle que se deshaga caballerosamente de ella. Me conozco y no voy a poder dormir. La humillación de mi estancia en aquel horrible campamento de niños y el suceso, que ya había olvidado, de mi pedorrera traidora, ha desencajado mi armonía. Y lo malo es que mañana tengo que madrugar, para pasear con Manuela por el campo.

Dos orfidales. Añoro el bulto de Marsa en mi cama. He escondido los cuadernos. A menos de diez metros, en el cuarto verde, duerme Manuela, mi Manuela, ex Gertrude. Si de mí dependiera, entraría en su cuarto y abrazaría su cuerpo de tirolesa. Pero mejor ir piano, piano, como la bellota de la coscoja. Mañana será el día.

Los dos orfidales, mano de santo. Me ha entrado el desayuno María. Un poco golfa, pero muy eficaz.

—Gracias, María. Todo ha vuelto a su sitio. El único sitio que no
está
fijado en esta casa es el suyo. Miroslav está enamorado de usted.

—Pero me ha dicho que en Yugoslavia los hombres rechazan las servilletas usadas.

—Actúe con inteligencia, María. Ofrézcase. Dígale que Tomás ha sido para usted una flor pasajera, como una peonía.

—Creo que yo también lo quiero, señor marqués. Pero su pasado me da miedo.

—Coronel serbio.

—Huido de la Justicia Internacional.

—Si lo estuviera, ya lo habrían detenido.

—En el pasado Festival de la Eurovisión, la representante serbia cantó en inglés, y Miroslav juró que se vengaría de ella.

—No le haga caso. En eso son como los vascos, que todo lo que no sea un zorcico, un tamboril y una oveja de Idiazábal, lo rechazan. Miroslav es un hombre bueno. Y a usted, de tanto meditar, se le puede pasar el arroz.

—Le haré caso, señor marqués. Son las ocho y media. Doña Manuela ha desayunado a las ocho. Se lo digo por lo de la puntualidad del señorío español.

—Gracias, María. Y ¡viva España!

—¡Viva!, señor marqués.

Una mujer estupenda. Le sale la Patria por todos los poros de su piel. Y el café, casi mejor que el de Tomás. Haré de mamporrero para que ella y Miroslav superen sus reservas y resten aquí para siempre.

Baño rápido. Cómodo atuendo. Para no decepcionar a María, a las nueve en punto, coincidiendo con las campanadas del reloj de la capilla, en el
hall
. Y allí, impresionante, sonriente, altiva, y un bastante provocadora y provocativa, Manuela.

—En punto y a punto, Manuela.

—No esperaba otra cosa de ti.

—He amanecido más marqués que nunca.

—Se te nota.

—¿Paseo de a pie o con auxiliar motorizado?

—De a pie, y solos.

—¿A la albariza de los juncos?

—A la albariza.

—Si tenemos suerte, podemos toparnos con un pato mandarín.

—La ilusión de mi vida.

—Pues vamos. ¿Cómo se dice en alemán «pues vamos»?

—Suena atroz. Me gusta más en español.

—Pues vamos, Manuela.

—Pues vamos, Cristian.

La resaca de Tomás era de septiembre en el Cantábrico. La Bardema, al verlo tan raro, se quedó con él toda la noche.

—Has roncado y desvariado, Tomasón.

—Medícame. Estoy fatal.

—Gelocatil efervescente.

—Siete, por favor.

La Bardema, mientras preparaba a Tomás su bebercio salvador, atendía al teléfono móvil.

—Que no. Al contado. Al Bigotes, nada de crédito.

—¿Quién era?

—El encargado de vender mis pateras tuneadas. Un tal Bigotes, de parte de otro tal Correa, quiere pagármela a plazos. Pretenden hacer la travesía al revés. Salir de Algeciras rumbo a Tánger. Y que me pagan la patera en Tánger. Tararí que te vi. Le he dicho que en efe y por adela.

—¿Qué es «efe y por adela»?

—Estás tonto, Tomasón. En efectivo y por adelantado.

—Gracioso.

—Pero fundamental para mi negocio. Bebe el alivio.

Tomás bebió. Su cabeza seguía quebrada.

—Sigo fatal.

—Espera diez minutos. Y habrás olvidado tus intenciones asesinas.

—Me duele la cabeza, Bardemita, pero no renuncio a mi venganza.

—Son las nueve de la mañana, Tomasón. La tajada ha pasado. Recupera el equilibrio.

—¿Las nueve?

—Lo que te digo.

—Mala hora.

—Tú dirás.

—Me la está pegando. Lo intuyo.

—Vamos, Tomás. Si quieres me echo junto a ti.

—Te quiero mucho, pero ya no me gustas, Bardema.

—Eres un malnacido.

—Déjame solo.

Para tomar el rumbo de la albariza de los juncos, hay que prepararse, previamente, a efectuar un largo paseo. Mis piernas son largas como de avestruz, pero las de Manuela responden al calificativo de «impresionantes». Manuela es larga de tronco medido, cintura alta, culo hacia arriba y piernas larguísimas. Lleva unos pantalones vaqueros de color berenjena, unas botas deportivas y una camisa liviana que se abre y se cierra a medida de la presión de sus pasos. Sabe, la muy catedrática, que me gustan los pechos libres y sin ataduras, y los suyos tiemblan y se agitan bajo su camisa, permitiendo el ajetreo voluptuoso de sus pitones en punta. Habíamos recorrido apenas doscientos metros, y servidor estaba más excitado que un oso polar en trance de comerse una foca idiota. Para colmo, a Manuela, antes Gertrude, se le había dibujado en los sobacos una mancha de sudorina primaveral, y servidor, que es bastante guarro en sus morbos, al observar la camisa tintada de Manuela en los predios axilares, experimentó un no se sabe qué de urgencias, que, ni corto ni perezoso, se culminó con un tocamiento acompañado de beso vegetal que nos dejó a los dos a punto de caramelo.

—¿Aquí?

—No, Manuela. En la albariza de los juncos. Los sitios son muy importantes.

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