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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #humor

El diario de Mamá (16 page)

—Una penitencia extremada, padre.

—Adecuada a tu pecado. ¿Quién es el hombre que te acompaña?

—Un canalla.

—Lo siento por el canalla. Te perdono en nombre de Dios, y te absuelvo de tus pecados. ¿Estás contrito?

—Lo estoy.

—¿Y arrepentido?

—Sí, padre.

—¿Y tienes propósito de enmienda?

—¡Padre, que soy del gremio!

—Pues te fastidias. Por sucio. A rezar.

—Es usted un hueso.

—Y tú, un memo. Hablaré con el marqués.

—Usted quiere mi puesto.

—Naturalmente.

Capítulo 11

Siesta vienesa. De fondo, música de los Strauss. El orgasmo, el desbordamiento del pantano, ha coincidido con los compases finales de la
Marcha de Radetzky
. Nos ha dado, incluso, tiempo para tocar las palmas en el último tramo de la simpática composición. Manuela es un portento. Estableciendo comparaciones con las pocas mujeres que han pasado por mi zona industrial, ella se lleva la palma. Y no es como Marisol o Marsa, que cumplido el placer se endulzan en demasía y solicitan palabras de amor. Manuela abre un libro y lee. En concreto, y en la presente ocasión, los
Recuerdos de Fernando Villalón
, del tío Manolo Halcón. Quiere conocer el alma campera, serrana y labradora de Andalucía, y he rescatado de la biblioteca de Papá el libro del tío Manolo,
Las cosas del campo
de José Antonio Muñoz Rojas, la
Historia de una finca
de los hermanos de las Cuevas y la antología de poemas de Rafael de León de Antonio Burgos. Manuela es mimosa y volcánica durante el acto, pero, superado éste, se incorpora, apoya su espalda en un cuadrante y, con su medio torso desnudo emergiendo de las sábanas, se empapa de Andalucía. Una mujer de bandera.

—Cristian, me ha encantado lo de los bandoleros, la diligencia de Carmona y las patillas de boca de hacha.

—Mucho arte reunido, Manuela.

—Y también me has encantado tú, pero las centro-europeas somos remisas al elogio al macho.

—He deducido que te ha gustado por tus alaridos.

—Tengo que corregirme ese defecto.

—Y todo gracias a mi singular añagaza, mandar a don Crispín a confesarse nos ha quitado agobios.

—Me ha parecido algo absurdo, Cristian. Si él es sacerdote y ha intentado estar con tres profesionales del amor, no puede tener autoridad moral para impedirte que te acuestes con una profesional del braguetazo.

—Te sobra razón.

—Si quieres, a partir de esta noche, y mientras tu mujer haga el canelo en Colombia, podemos dormir juntos. Y en tu cuarto, que es el bueno.

—Podría resultar escandaloso.

—Lo dejo a tu elección. «Por los alcores del Viso, siete bandoleros bajan…»

Nueve de la noche. Estoy en mi tercer whisky y don Crispín no ha vuelto.

—María, intenta ponerte en contacto con Miroslav. Llevan cinco horas fuera de casa.

—Lo he intentado, señor marqués. Pero tiene el móvil apagado o fuera de cobertura. ¿Desea otra cerveza, doña Manuela?

—Sí, María, gracias. Me ayuda a pensar en mi padre.

En la casita de primera fila de playa del Puerto, una sombra se disponía a abandonar el inmueble. De baja estatura, piernas estevadas, andares cansinos y ropas inadecuadas, el fantasma de la venganza arrancaba su coche y se perdía, rumbo norte, caminito de Jerez, hacia el encuentro de la autovía.

En Bogotá, Marsa, más sola que la una, desconsolada de melancolías, intentaba descifrar el mensaje de respuesta de su añorado Cristian. «Tdso flidad. Kuidt. Stoi tirdnme Hdi. Bss.» Descifrado el mensaje, lloró con jipidos. «Te deseo felicidad. Cuídate. Estoy tirándome a Heidi. Besos.»

No tardó, ni diez minutos en reservar un pasaje para el Bogotá-Madrid de Avianca de la mañana siguiente.

En el salón de La Jaralera apareció de golpe don Crispín. Era llevado del brazo por el leal Miroslav.

—A sus órdenes, señor marqués. El religioso pecador se ha confesado con don Celedonio. He oído la confesión de ta a ti, que es como decimos en Yugoslavia de «pe a pa». Setecientos setenta y siete rosarios de penitencia. He interrumpido sus oraciones a los cuatrocientos, más o menos. Mañana tiene que terminarlos. Pero se hacía tarde y quería volver. Tengo hambre y necesitaba ver a María.

—¡Miroslav!

—Te perdono.

—Coronel de mi alma.

—Prepárame algo.

Don Crispín, también hambriento.

—Y a mí, María, por favor. Me caigo de orar.

—Usted se abre las latitas que prefiera, don Crispín. Hoy por la noche, y a excepción del señor marqués, sólo sirvo a mi Miroslav.

—Si lo sé, ni Seychelles ni nada.

Manuela y yo en el guadarnés. Estamos a gusto, luces bajas y ambiente romántico. La que nos viene encima es como para salir corriendo, pero el amor es el individuo más insensato del mundo. Una llamada extraña. Me trae María el teléfono auxiliar.

—Le llama don Eduardo Sánchez Junco, señor marqués.

Eduardo Sánchez Junco es el propietario y director de
¡Hola!
. Lo conocí cazando en Gredos y nos hicimos grandes amigos. Pero me extraña su llamada.

—¡Eduardo!

—¡Hola, Cristian! Perdona que te moleste. Y si la pregunta que te hago te parece impertinente, no me la respondes y no pasa nada.

—Suelta.

—¿Tú conoces a la Princesa Gertrude Von Hohenloezern?

—Digamos que un poco.

—¿Sabes dónde está ahora?

—¿El asunto es grave?

—Me han llamado de la Embajada de Austria. Me han dicho que está en tu casa, según su madre, la Princesa Anna Carlota. Si así es, la cosa es desagradable. Su padre ha fallecido esta tarde en su castillo de Holstein-Bassenweiss.

—¡Horror! Está a mi lado. ¿De cirrosis?

—No. Se le ha caído una lámpara de techo en la cabeza. Perece ser que al castillo le hace falta una buena reparación. ¿Se lo dices tú?

—Mi deber es decírselo, Eduardo. Es mi huésped. Gracias por llamarme, un beso a Mamen y nos veremos muy pronto.

Cuelgo y observo la mirada limpia de Manuela, que va a llamarse de nuevo, inmediatamente, Gertrude.

—¿Algo malo, amor?

—Malísimo, mi vida. Y malísimo para ti. Me anuncian que tu padre…

—¿Qué le ha pasado?

—Que se le ha caído una lámpara de techo en la cabeza y está gravemente herido.

—¿En Holstein-Bassenweiss?

—Tú lo has dicho.

—Habrá sido la lámpara de flores de bronce del gabinete privado de Papá. ¿Y está muy grave?

—Creo que ya no habla.

—¡Ohhh, Papá!

—Y tampoco se mueve.

—¡Cristian, llévame hasta allí! ¡Por favor, mi amor! ¡Necesito estar junto a mi padre!

Llanto desconsolado. Abrazo su tragedia. Beso y me bebo sus lágrimas. Y actúo.

—Alcoceba, usted que maneja tan bien los problemas turísticos, según me ha contado don Crispín, me puede sacar de este apuro. ¿Sería capaz de tener preparado un avión privado en el aeropuerto de San Pablo en media hora?

—Ahora mismo inicio el trámite.

—El mejor, el más caro y el más seguro.

—¡Hágalo ya!

Gertrude, que ha vuelto a ser Gertrude, ha subido hasta el cuarto. María, enterada del suceso, la acompaña y ayuda. Quedo, como un pointer de muestra, junto al teléfono y a la espera de noticias de Alcoceba. Como hay que ser previsor, le he pedido a Flora que me prepare una maleta para dos días con trajes y corbatas negras. Me da miedo el avión y no me gusta salir de casa, pero no voy a dejar a Gertrude sola con su pena. El teléfono.

—Todo dispuesto, señor marqués. Me falta un pequeño dato. ¿Cuál es el destino de su fuga amorosa?

—¡Alcoceba! ¡No se lo permito! Viaje de duelo. El Príncipe Alexander Mauricius Von Hohenloezern, padre de la Princesa Gertrude, ha fallecido con la chochóla agujereada por cincuenta flores de bronce que han caído sobre él inesperadamente. No cuelgue, que llamo por el interior a la Princesa para saber adonde vamos.

—Gertrude.

—Prefiero «Manuela», mi amor.

—Manuela. ¿Cuál es el aeropuerto más cercano a tu casa?

—Salzburgo, Cristian.

—Ya está todo. Salimos en diez minutos.

—Gracias, mi amor.

—Alcoceba, Salzburgo. Y que espere mi vuelta. Alquílelo por cuarenta y ocho horas. Y me reserva una habitación en el mejor hotel.

—Entendido. ¿Volará Tomás con ustedes?

—Bajo ningún concepto.

—En una hora, Vuelos Privados, Pabellón C, le espera el avión.

—Usted tendría que ser agente de turismo.

—Todo se andará, señor marqués.

Ahora viene lo peor. Manuela o Gertrude cree que su padre aún vive. Me parece cruel ocultarle la verdad. He hablado con Miroslav.

—Miroslav, prepara el coche. Nos vamos inmediatamente al aeropuerto de Sevilla. El padre de la Princesa Gertrude ha fallecido y ella no lo sabe. ¿Conoces algún método serbio eficaz para comunicar a una buena hija que su padre ha muerto?

—El cuento del ruiseñor de Muklova.

—Lo desconozco.

—Es un cuento muy triste. Un ruiseñor advierte una tarde que su madre no puede cantar. «¿Será el frío del bosque de Muklova el causante de la afonía de mi madre? ¿O quizá el viento que viene de las llanuras de Zdunavinia?» Así que el ruiseñor, ni corto ni perezoso, le pregunta a su mamá: «Madre, ¿por qué no cantas? ¿Tu silencio es por culpa del frío del bosque de Muklova, o quizá de los vientos que vienen de las llanuras de Zdunavinia?» Y la madre le responde: «No hijo, es que a tu padre se lo ha comido un búho y todavía estoy impresionada.»

—Magnífico, Miroslav. Se lo contaremos en el viaje.

Si adviertes que me equivoco o no me quedo con los nombres del bosque y de las llanuras, me corriges.

—A sus órdenes, señor marqués. ¿Le había comunicado que María y yo hemos vuelto a restablecer nuestras relaciones?

—Me alegro mucho, serás feliz. Es una gran mujer.

—Gracias, señor. Pero lo de Tomás aún me hiere.

—Olvídate. Es un picaflor inconsistente.

Ha bajado Manuela. Está pálida. No ha conseguido hablar con su madre. Me dice que su mayordomo de toda la vida, Gunther, no le ha aclarado nada. Aprovechando la parada del peaje, he decidido cumplir con mi deber.

—Tranquila, mi vida, que no habrá sido nada. ¿Conoces el cuento del ruiseñor?

—Mi amor, no tengo ganas de oír cuentos de ruiseñores.

—El que te voy a contar es muy bonito.

—No, Cristian. Déjalo para más tarde.

Cuando se fracasa en un intento, hay que volver a las andadas. A la altura de Sevilla, a punto de desviarnos por la S-30, mi barítona voz ha rescatado de la modorra a Manuela.

—Esta parte de Sevilla se conocía, cuando era campo abierto, como «el llano de los ruiseñores». Conozco un cuento muy bonito al respecto.

—No quiero nada con los ruiseñores, Cristian.

—¿Tampoco con el del bosque de Karlova?

—Muklova, señor marqués.

—Gracias, Miroslav. ¿Tampoco con el del bosque de Muklova?

—No.

—Es para amenizarte el tiempo que nos queda hasta San Pablo.

—No quiero amenizarme. Y menos con ruiseñores.

Interviene Miroslav.

—Lo que pretende el señor marqués, doña Gertrude o doña Manuela, es aliviar su ánimo con un cuento de mi Serbia natal. Un pequeño ruiseñor notó triste a su madre. No cantaba. Y le preguntó: «Mamá, ¿por qué no cantas? ¿Es la causa de tu silencio el frío que hace en nuestro bosque de Muklova o el viento que nos azota desde las llanuras de Zdunavinia?» Y la madre ruiseñora respondió: «No hijo, es que a tu padre se lo ha comido un búho.»

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