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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #humor

El diario de Mamá (20 page)

—Divertidísimo. Lo hemos pasado bomba.

—Perdona, Manuela. No he querido preguntar esa tontería.

—Y mi madre, insoportable.

—Como la mía, que Dios la haya perdonado. Espero que tu padre no se tope con ella en las nubes.

—Y yo deseando verte, mi amor.

—Te estaré esperando en casa, mi vida. Déjalo todo, y ven.

—Daría cualquier cosa por estar contigo.

—Si tu madre no te ha robado lo que te dejé en el bolso, hazme caso, maletas, taxi, aeropuerto, Madrid, Atocha, AVE y ahí estaremos, en Sevilla, Miroslav y yo esperándote. Déjame mensaje. Pero ya, ya y ya.

—Te quiero.

—Y yo más.

Por vez primera en cuarenta y ocho horas, Gertrude vio la luz. Le importaba un bledo el dinero de Cristian. Sólo le importaba Cristian. Y ese campo…

En el AVE siempre me topo con pelmazos. No he podido conseguir un asiento A, que son los que van solos. Y me ha tocado en Club, un grupo de cuatro en el que viajan tres tipos que hablan mucho por el móvil. Uno de ellos está al borde de la quiebra, y le he enviado, con la mirada y un gesto manual, toda mi solidaridad. Ciudad Real. El que se sienta a mi derecha, me mira con malos ojos. Resulta insoportable que un tipo que viaja en Club mire con malos ojos a otro que ocupa el asiento de al lado. Observa en demasía el abultamiento del bolsillo derecho de mi chaqueta. En un momento dado, no ha podido reprimirse.

—¿Me permite que le cachee?

—No se lo permito.

—Lleva usted algo en el bolsillo de su chaqueta.

—Y usted.

—Pero yo soy policía.

—Y yo, marqués.

—Eso no me tranquiliza.

—Usted ha estudiado muy poco, señor policía. Nunca en la historia un marqués ha cometido acciones terroristas, o simplemente delictivas con la ayuda de un arma.

—Incorpórese.

—Que se incorpore su escoltado. ¿De quién se trata?

—Del señor Chaves.

—¿Ese cabezón?

—Efectivamente.

—Cuidado con él, señor policía. No le arriendo las ganancias.

El escolta se ha sentido poderosamente humillado. Para remediar el asunto y devolver la tranquilidad a nuestro grupo, le he dado unos golpecillos en la rodilla izquierda.

—Mire, señor policía, ya estamos en Puertollano.

—Muy bonito.

—Eso lo dirá usted.

Se ha rendido. Y el cuarto del grupete es un tipo muy chocante. Se lo he dicho al policía.

—Al que tiene que cachear es a ése. Observe su mirada torva.

—No hay problema. Está controlado.

—Repare en sus zapatos. De rejilla y con los calcetines cortos.

—No es delito.

—Lleva las iniciales en un puño de la camisa.

—Cosas de la modernidad.

—Y está sentado muy malamente, señor policía. O padece de una grave inflamación de testículos, o tiene un paquete para hacerle un homenaje con discursos a los postres, o lleva un braslip Ocean de la época del destape. Proceda contra él.

—No puedo. Es mi jefe.

—La sierra de Córdoba, señor policía.

—Bellísima.

—¿Su jefe también vigila a Chaves?

—Al señor ministro, sí.

—Pues tampoco le arriendo las ganancias. Y ahora déjeme dormitar.

Nunca me he sentido más seguro. La voz del empresario arruinado no sólo no me molesta, sino que me duerme. Y los escoltas de Chaves se han quedado chuchurríos. El amor, Manuela, el amor.

Y Sevilla.

Tomás y Julia en la albariza de los juncos. De ahí al lago. «Aquí conoció el señor marqués a Marisol, que era como mi niña. Fue mi marquesa. Murió en un accidente. Y todavía pienso en ella.» Julia callada. El puente de los plumbagos, «Y aquí lloraba el marqués su pérdida. Y eso que ya estaba liado con la nueva marquesa, que ha huido a Colombia.»

De repente, un alarido.

—¡Moscardón!

Era Modesto, el guarda mayor, muy entrado en plumas, aún doliente por haber sido abandonado por Bubú, un subsahariano sin papeles que encontró los papeles en La Jaralera y los perdió definitivamente cuando conoció a un remero de Santurce en una venta de Chiclana. «Modesto, te dejo.»

Y el del grito, era Modesto.

—¡Moscardón! ¡Señorita, no le haga usted caso que ese canalla es un moscardón!

—¿Quién es, Tomás?

—Modesto, el guarda mayor. No formo parte de su círculo de amistades.

—¡Moscardón!

Y fuese.

Me espera Miroslav. Le he dicho mil veces que lo haga con discreción. Pero no aprende. Su pasado vive en su alma. Su aspecto produce tal admiración y pasmo que los dos escoltas de Chaves se han cuadrado ante su impresionante presencia. Miroslav ha venido a recogerme con uniforme y condecoraciones. Gorra alta, muy centroeuropea tirando a rusa, y botas impolutas hasta las rodillas. Al efectuar el taconazo, el sonido ha sido tan seco y perfecto que el tren de cercanías Sevilla-Utrera ha procedido a arrancar sin dar tiempo de embarcar a los pasajeros.

—Siempre a sus órdenes, señor marqués. ¿Bueno el viaje?

—Bueno y rebosante de aventuras, Miroslav. ¿María?

—Buenísima.

—Siempre te lo dije. Es buenísima.

—Está buenísima, señor marqués. Mala noticia y buena noticia. Ha vuelto Tomás. Y se ha hecho monaguillo.

—¿Tomás?

—Sí, señor marqués. Además de su mayordomo, es monaguillo de don Crispín. Y se ha encaprichado de Julia, sobrina de Fermina, su nueva planchadora.

—Me tranquilizas, Miroslav. ¿No actúa con resentimiento?

—Parece un hombre nuevo, señor marqués. Si hubiera actuado con resentimiento, estaría
embutinia
, como decimos en Yugoslavia.
Embutinia
, embutido, fiambre.

—¿Y nada más?

—Sí, señor marqués. Quiero pedirle que mi boda con María se realice en La Jaralera con doble rito.

—Concedido, Miroslav. ¿Y lo del doble rito?

—María es católica y yo, ortodoxo.

—Lo malo va a ser encontrar un pope por aquí.

—No hay problema. Su permiso es para mí el mejor regalo.

—Ayer le zumbé a un japonés, Miroslav.

—Bien hecho, señor marqués.

—Era un obseso sexual.

—Todos lo
somos.

—Hacía trucos para seducir a las mujeres.

—Todos los hacemos.

—Olía a atún rojo.

—Bien hecho, señor marqués. Muy guarros con el pescado.

—Un desalmado, Miroslav.

—Estoy orgulloso de usted, señor marqués. Persona que huele a atún rojo, persona que hay que retirar de la sociedad.

—Eso me digo constantemente.

—¿Bien doña Manuela?

—Creo que vendrá muy pronto.

—Usted tiene
slavishke seiéle
, señor marqués. El alma eslava. Es un romántico.

—Gracias, Miroslav. Si tienes previsto casarte en pocos meses, mañana le dices de mi parte a Alcoceba que te aumente el sueldo multiplicado por dos.

—Militares serbios sólo lloramos en soledad.

—No quiero que llores, Miroslav.

—Lloro de gratitud, señor marqués.

—Domina las lágrimas.

—No puedo. Gracias. Es usted cojonudo.

—Nunca me habían dicho nada más estimulante, Miroslav. Gracias a ti y a tu lealtad.

De haber seguido hablando, todo podría haber pasado. Hasta un beso. Los hombres tienen que saber reprimirse, porque, sin tener nada de palomos, una charla como la anteriormente descrita puede desembocar en un beso en la boca, y, más aún, si uno de los parlantes tiene la
slavishke seiéle
, el alma eslava. Los rusos, que no todos son eslavos, se dan unos besos en la boca impresionantes. Por lo tanto, silencio, emoción contenida, y llegada a casa. Apenas unas horas, y la sensación de reencontrar el paraíso.

—¿Y Tomás?

—Paseando con mi sobrina por el campo, señor marqués.

—¡Hola, Fermina!

—Para mí, que ya está abusando de ella.

—Fermina, tú siempre tan negativa.

—Me ha salido muy buena planchadora, señor marqués, pero bastante ligerísima.

—¡Fermina, que la vida es la vida! Cuando veas a Tomás, tu futuro sobrino,
que
vaya al despacho a verme.

Y deja que la naturaleza cumpla con sus cometidos, Fermina. ¿Qué edad tiene tu sobrina…?

—Julia.

—¿Qué edad tiene Julia?

—Veintinueve, señor marqués.

—Pues déjala. Además es mi jefa de Transmisiones y Comunicaciones. No incordies, Fermina.

—Don Crispín está enojado.

—Por envidia. Si Tomás aparece, que se me aparezca a mí. Gracias, Ferminilla. Miroslav, cumple mis órdenes. María, enhorabuena. Doña Manuela, cuando venga, dormirá conmigo.

—¡Santo Dios!

—Eso. Pero dormirá conmigo. Quitad todo lo que pertenezca a la señora marquesa huida. Guarda sus cosas, pero no quiero que haya ni una sola mota de su recuerdo. La vida va y viene, y ahora me viene más que se va. María, ¿entendido?

—Así se hará, señor marqués.

—Y gracias a todos.

En el castillo de Holstein-Bassenweiss, las cañas se volvían lanzas.

(Diálogo traducido textualmente del alemán.)

—Gunther, ¿Sabes dónde está mi madre?

—En la pérgola del lago, mi pequeña Gertrude. La acompaña la Princesa de Grüneswald, la Condesa Tadana de Lubowsky-Und Taxis, la nueva Baronesa Von Trapp, y la señora viuda de Mozart.

—¿La viuda de Mozart?

—Sí, mi pequeña. Del señor Hans Franz Mozart, sobrino tataranieto del prematuramente fallecido compositor.

—¿Te importaría decirle, en voz muy queda, que la espero en el salón violeta y tengo urgencia en hablar con ella?

—Mejor la espera en el salón ruso. El techo del salón violeta
está
a punto de descuajeringarse. Voy al momento.

—Gunther, una pregunta: si yo me fuera de casa, ¿tú vendrías conmigo?

—Yo estaré siempre donde mi pequeña Gertrude. Pero ya soy viejo, casi un inútil, y te iría a visitar todos los años, pero a mi edad cambiar de aires es criminal. ¿Dónde quieres vivir, mi pequeña?

—En Andalucía, en el sur de España. Un paraíso, mi querido Gunther.

—Si es un paraíso, tú tienes que estar allí, mi pequeña.

—¿Sabes que te quiero como si fueras mi segundo padre?

—¿Sabes que te quiero como si fueras mi única hija?

—¿Lo soy, Gunther?

—Lo eres. Ya era hora de decírtelo, mi pequeña. Tu padre bebía tanto que no armaba. Y tu madre y yo la armamos. Y gorda.

—Me siento feliz. He perdido un padre y he ganado un padre.

—Sí, hija mía. ¿Sabes la fórmula de la Corte de España cuando el Rey fallece?

—No, Gunther. No, padre.

—«El Rey ha muerto, ¡Viva el Rey!»

—Es decir: «Mi padre ha muerto, ¡Viva mi padre!»

—Eso, mi niña.

—Quítate inmediatamente ese uniforme de mayordomo.

—No puedo. Prometí no contarlo jamás. Voy a avisar a tu madre. Y márchate. Aquí no hay otro futuro que ver cómo se cae el castillo de los que tú presumías que eran tus antepasados. Espera a tu madre. ¿Puedo darte un beso?

—El más grande del mundo, padre. ¿Sabes que desde niña noté algo raro?

—La llamada de la naturaleza. Hablamos, mi pequeña.

—¡Tomás, Tomasón! ¡Me alegro de que hayas vuelto al redil!

—Encuentro muy amable al señor marqués.

—Y a ti, a Dios gracias, muy religioso. Me han dicho que te has prestado voluntario al monaguillerío.

—Es cierto. Creo que el rumbo de mi vida no era el correcto. Otros, que les sucede lo mismo, persisten en su error.

—Tomás, que te veo venir…

—Señor marqués, de golpe y como hombres: ¿está liado con Gertrude?

—Estoy enamorado, Tomás. Hasta el páncreas. Y no se llama Gertrude. En esta casa, su nombre es Manuela.

—Usted ha sido muy desleal conmigo.

—Recuerda el chantaje de los cuadernos de mi madre.

—De cualquier manera, Gertrude es una nube que ya pasó.

—Muy de largo.

—De acuerdo. No quiero hablar más del asunto. Destrozaría nuestra convivencia y trato. Si vuelve a casa, para mí será siempre doña Manuela. Y es así, porque no hay otra mujer en mi vida que Julia. Señor marqués, ahora sí que estoy enamorado como un cadete de Infantería, como un guardiamarina del
Juan Sebastián Elcano
que deja a su novia en tierra. La mujer es ella.

—Tomás, me alegra que hayas encontrado a tu amor. Gracias a mí. Porque, si yo no intervengo en tu telenovela particular, la habrías montado buena. A propósito: envía un mensaje a ex Gertrude, ya doña Manuela. Su padre ha fallecido atravesado por una lámpara del techo.

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