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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #humor

El diario de Mamá (15 page)

Fue cuando Manuela, hizo algo inesperado.

Se desabrochó la camisa.

Se la quitó.

Se quedó desnuda de cintura hacia arriba.

Me dio la camisa.

No supe qué hacer con ella.

La deposité en el suelo, a la sombra de una encina.

Me dijo que era un cobarde.

Me quité la camisa.

Quedé desnudo de cintura hacia arriba.

Se la di.

Ya no había encinas. Y ella la tiró junto al río.

A cien metros, la albariza de los juncos.

Se quitó los vaqueros berenjena y las bragas.

Estaba desnuda.

No llegamos hasta la albariza.

Jamás había sentido tanto.

Nos amamos en la naturaleza.

Cuando la fogarada pasó, me mantuve a su lado.

Volvió la fogarada.

Me enamoré de ella.

Marsa, una nube lejana.

Capítulo 10

Eran las dos y seguíamos en la albariza, desnudos, entrelazados, diciéndonos esas tonterías que en el amor se oyen maravillosas. Por mi parte, además de enamorado, orgullosísimo. Setenta y un años y dos orgasmíos sin ayuda de la farmacopea. Claro que Manuela en porretas equivale a varios laboratorios. Naturalidad pasmosa, aún mayor que la de Marsa. Un prodigio de la naturaleza.

—Me ha encantado, Cristian. Eres un torete.

—Y tú, una vacota.

—Pensarás que te quiero trincar.

—No se me había ocurrido hasta que tú lo has dicho.

—Pues no. Me gustaste cuando te creía un elegante asalariado.

—Verdad como un templo.

—Y ahora, me gustas mucho más. Eres un tío.

—Mi madre me mantuvo muñeco hasta los cincuenta, y, cuando probé, se rompió el dique.

—Esto es más que un sueño.

—Hay que disfrutarlo, Manuela. Todo empieza y todo acaba.

—Pues no lo pensemos, Cristian. Vamos a comer, que ya es tarde.

—¿Siestecita después?

—Sería escandaloso para el servicio.

—Que le den al servicio.

—Veremos.

Abrazados llegamos a casa. Abrazados traspasamos el umbral de la puerta. Abrazados alcanzamos el comedor. Y allí nos desabrazamos.

Don Crispín. Y con sotana.

—¡Don Crispín!

—Señor marqués. Uno no puede tener ni una semana de vacaciones. Se va de La Jaralera y vuelve a Gomorra.

—Todo tiene explicación, don Crispín. Si se arma de paciencia, le narro los acontecimientos esta tarde. Pero lo primero. Manuela, te presento a don Crispín.

—Encantada, padre.

—Lo mismo digo, con alguna reserva.

—La Princesa Gertrude Von Hohenloezern, también conocida como Manuela.

—¿Y qué hace aquí?

—Después se lo cuento.

—¿Y su mujer?

—Se lo cuento más tarde.

—¿Y Tomás?

—De vacaciones en el Puerto, Y basta ya de preguntar. Ahora interrogo yo. ¿Por qué ha vuelto tan pronto?

—Aquellas islas están infestadas de tiburones y piratas somalíes.

—No me convence.

—Y además de tiburones y piratas somalíes, de unas turistas encantadoras que a un paso han estado de llevarme a la perdición.

—Es decir, que el de Gomorra es usted.

—Estuve a punto, pero venció la virtud.

—¿Le dio miedo?

—Mucho. Y rabia. Me robaron la cartera, el dinero y la tarjeta de crédito.

—¿Por qué habla en plural?

—Porque eran tres. Como no había estado nunca con una mujer me dije para mis adentros: «Crispín, de pecar, hazlo a lo bestia.» Las invité a cenar, bebimos, subimos a mi habitación, me desnudaron, ellas hicieron lo mismo, nos metimos en la cama y, cuando desperté, se habían ido con todas mis pertenencias económicas. Menos mal que tenía pagado el hotel, y que el señor Alcoceba, al recibir mi llamada, abonó desde aquí los servicios «extras».

—Usted es un pájaro de cuentas, don Crispín.

—Dios me castigó.

—Castigo leve.

—Una pena, señor marqués. Aquellas chicas eran encantadoras. Gracias por haber pagado la cena, el caviar, el
champagne
, y los licores.

—No he pagado nada.

—El señor Alcoceba lo ha hecho en su nombre. Y también el cambio de clase en el avión. Tenía turista, y volé en
business
, o como se diga.

—¿También gracias al señor Alcoceba?

—Efectivamente. Me dio un número clave, se lo solté a un subsahariano que estaba en un mostrador, y he volado comodísimo.

—¿El señor Alcoceba le ha proporcionado algo más?

—Sí. El taxi desde la estación de Santa Justa hasta aquí. Y me ha dicho que le entregue el recibo del taxi Barajas-Estación de Atocha para que me sea abonada la cantidad junto a la nómina.

—Alcoceba es un mandril.

—Un santo, mejor. Y usted, doña Manuela, ¿a qué se dedica?

—Lo dejamos para después de comer, don Crispín.

—Ea.

Tensa comida. A don Crispín no le afecta el cambio de horario. Está como unas castañuelas. Pero como unas castañuelas indiscretas en el máximo grado. Me preocupa, además, su alma. Ha pecado mortalísimamente y habla e interroga como si hubiera estado en condición de interno en unos ejercicios espirituales para sacerdotes. Y lo que viene es de las Seychelles, donde contrató a tres putitas, le birlaron el dinero y las tarjetas y Alcoceba se lo ha pagado todo estremeciendo mi cuenta corriente. Habla y no para del paisaje paradisiaco de las islas.

—No tengo palabras, señor marqués. Aguas azules, atolones de corales, peces multicolores, palmerales que nacen de las blancas arenas…

—Y putas ladronas.

—Un accidente sin importancia. Lo que más me ha agradado ha sido no toparme con los malvados tiburones;

En este punto de la narración, encolerizado pero midiendo mis impulsos, me he visto obligado a intervenir.

—Don Crispín, no le expulso del comedor principal por respeto a su condición de sacerdote pecador. Pero quiero advertirle, que si de ahora en el futuro vuelve a usar el verbo «agradar» en mi presencia, en cualquiera de sus tiempos, le castigo a un mes de cocina.

—No lo entiendo. Las cosas agradan o desagradan.

—Gustan o no gustan, don Crispín. Entusiasman o no entusiasman, don Crispín. Encantan o no encantan, don Crispín. Pero jamás agradan o desagradan. Agradar equivale a enojar, y una persona a la que le agradan los paisajes o la ausencia de malvados tiburones y se enoja por el menor motivo, no puede compartir mesa marquesal bajo ningún concepto.

—No estoy de acuerdo con usted. Por ejemplo, me desagrada la ausencia de la señora marquesa, y me enoja la presencia de doña Manuela, que todavía no me ha contestado a qué se dedica.

—A dar braguetazos, don Crispín —soltó la Princesa Gertrude.

—De acuerdo. Tomo nota, doña Manuela. Pero que usted se dedique a dar braguetazos no tiene relación alguna con la ausencia de doña Marsa, la marquesa en posesión de sus legítimos derechos.

—No se meta en camisa de once varas, don Crispín. ¿Usted se ha confesado después de cometer sus cochinadas?

—No. Lo haré conmigo mismo.

—Eso no vale. Usted se confiesa con otro cura como yo me llamo Cristian Ildefonso.

—Usted pretende zaherirme y mortificarme, señor marqués. Dios es sabio, misericordioso y clemente. Y perdona las pequeñas faltas de sus ministros momentáneamente acuciados por las inteligentes tentaciones que Lucifer expande.

—Don Crispín, que se la está jugando
con
su manera de hablar… Además, que contratar a tres putones desorejados no es una pequeña falta. En un cura, es gravísimo. María, por favor, que se presente Miroslav.

—¿Qué tiene que ver Miroslav con todo esto?

—Tiene que ver que Miroslav le va a llevar a la parroquia de Guadalmazán, y si no está el párroco, a la de Almodovillar de las Fresas, y si tampoco encuentra un santo varón, a Sevilla, porque usted no duerme en esta casa, clérigo derrochador, putero y esquilmado, si no está reconciliado con Dios. Para que se entere.

María presta. Miroslav, cuadrado, en posición de firmes.

—Miroslav. Lleve a don Crispín a confesarse. Y que no le preocupe el tiempo. Lo espera hasta que cumpla con toda la penitencia que le impondrá el casto sacerdote que oiga su confesión.

—A sus órdenes, señor marqués. Don Crispín, o se levanta y viene o lo levanto y viene a la fuerza.

—Unos minutos, Miroslav. Estamos en el primer plato.

—¿Espero al término de la comida o me lo llevo a rastras, señor marqués?

—A rastras, Miroslav.

—De esto no me olvidaré en la vida.

—Ni yo, don Crispín. Miroslav, y que no le engañe. Usted entra en la iglesia y vigila si en verdad don Crispín se confiesa.

—Siempre a sus órdenes, señor marqués.

La detención de don Crispín por parte de Miroslav resultó apoteósica. Don Crispín, gran degustador de las patatas al pelotón o a «lo pobre», con huevos fritos y jamón, se hallaba en la mitad de la desaparición de sus viandas del plato. Y cuando Miroslav se lo llevó a rastras, literalmente, nada pudo decir. María, admirada del poder de persuasión de su desencantado yugoslavo.

—Has sido muy duro, Cristian.

—No, Manuela. He sido estratégico. Con don Crispín, no hubiéramos podido dormir la siestecita juntos.

—¡Venga!

—¡Ale!

Cancioncilla. Mensaje en el móvil. Abro carpeta de mensajes. Extraño idioma, «¿k d pta tirlsa? Sty Crtgna kn vjo nvio. Ymamé.» Es Marsa. No entiendo el nuevo lenguaje. Espero, echado en la cama del cuarto verde a Manuela, que se está preparando para la siesta. Irrumpe desnuda, guapa, rubia, inmensa, deslumbrante, y desinhibida. Me intuye confuso.

—¿Te pasa algo, Cristian?

—Acabo de recibir un mensaje, o SMS, o como se diga, por el móvil y no lo interpreto. Es de mi mujer.

—A ver, mi amor. Ya está. Tirado. No concibo que no te hayas hecho al nuevo español. ¿Te lo traduzco?

—Sí, por favor.

—«¿Qué tal la puta tirolesa? Estoy en Cartagena con un viejo novio. Llámame.»

—Me molestó un poco lo de «Ymamé».

—Juego de palabras.

—¿Crees que sospecha algo?

—Lo sabe todo. Y no está en Cartagena de Indias con un antiguo novio. Está celosa y en Bogotá.

—Ella ha sido la fugitiva.

—Así es. En Alemania dicen: «El que se fue a Berlín, perdió su sillín.»

—Más o menos como aquí con Sevilla y en Colombia con Barranquilla. ¿Y en Austria?

—«El que se fue a Viena perdió su cena.»

—O sea, que no su silla.

—No, sólo la cena.

—En Austria perdéis muy poco.

—Somos así.

—¿Te preocupa lo de Marsa?

—Sólo si te preocupa a ti.

—A mí, nada.

—A mí, menos.

—¿Vamos, Manuela mía?

—Vamos, mi braguetazo.

Don Crispín ingresaba en ese instante en la parroquia de Almodovillar de las Fresas. Un pequeño pueblo cercano a Guadalmazán, con una modesta ermita, muchos campos de fresones y un párroco de tiempos viejos. Don Celedonio, palentino, de Herrera del Pisuerga, castellano noble y nada proclive a la comprensión de los fallos de sus colegas.

Don Crispín estaba que se estercolaba patas abajo.

Don Celedonio, en su confesionario.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—He tenido alguna faltilla.

—¿Eres sacerdote, hijo?

—Lo soy.

—La sotana te delata.

—Pequé en las islas Seychelles.

—No culpes a las islas Seychelles. Se peca igual en Puertollano.

—Me volví loco, padre.

—Le pasa por viajar a lugares tan raros.

—El Sexto.

—El Sexto en un cura es una barbaridad.

—Tres mujeres de la profesión.

—Y caíste.

—Y no me levanté. No hice nada, porque me durmieron.

—Pero estuviste con ellas, marranazo.

—Eso sí. Antes del colapso, anduve en toqueteos.

—Pecador asqueroso.

—Lo confieso, padre.

—¿Te arrepientes?

—Y me avergüenzo.

—¿Dónde estás destinado?

—En La Jaralera.

—¿Lo del marqués de Sotoancho?

—¡Diana!

—Ni ¡Diana! ni tontunas. Perdona que te tutee por edad. Lo que has hecho es de una gravedad espeluznante. Te has dejado llevar por Mefistófeles.

—Padre, no lo busqué. Me vino, y ¡Arzaparrilla!

—Lo buscaste al elegir el destino de tu viaje. Y nada de ¡Arzaparrilla! Dios te perdona, pero, de penitencia, tendrás que permanecer en esta Santa Casa hasta que hayas orado setecientos setenta y siete rosarios.

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