Una bala en la cabeza, un navajazo en pleno corazón. Un tal Emile Gallet, viajante de comercio que se movía bajo un nombre falso, es asesinado en un hotelito de Sancerre.
Un nuevo caso para el comisario Maigret.
Novela también publicada en España con los títulos
El Señor Gallet, difunto
y
La muerte del señor Gallet
.
Georges Simenon
El difunto filántropo
Maigret, 3
ePUB v1.1
Ledo08.04.12
Título original:
Monsieur Gallet, décédé
Traducción de Carmen Mascasas Gimeno
La primera toma de contacto, entre el comisario Maigret y el muerto, con quien iba a vivir durante semanas en la más desconcertante intimidad, tuvo lugar el 27 de junio de 1930 en circunstancias a la vez vulgares, penosas e inolvidables.
Inolvidables sobre todo porque, desde hacia una semana, la Policía Judicial recibía nota tras nota anunciando el paso por París del rey de España el día 27 y recordando las medidas a tomar en semejante caso.
Ahora bien, el director de la P. J. estaba en Praga, donde asistía a un congreso de policía científica. El subdirector había sido llamado a su quinta de recreo de la costa normanda a causa de la enfermedad de uno de sus hijos.
Maigret era el comisario más antiguo y debía ocuparse de todo, en medio de un calor sofocante, y con efectivos que las vacaciones reducían al mínimo.
Fue también el 27 de junio, al amanecer, cuando se descubrió, en la calle Pispuc, el cuerpo de una mercera asesinada.
En resumen, a las nueve de la mañana, todos los inspectores disponibles habían salido hacia la estación del Bois-de-Boulougne, donde se esperaba al soberano español.
Maigret había mandado abrir puertas y ventanas y, movidas por la corriente de aire, las puertas golpeaban, los papeles volaban de las mesas.
A las nueve y algunos minutos llegaba un telegrama de Nevers: «Emilio Gallet, viajante de comercio, domiciliado en Saint-Fargeau, Sena y Marne, asesinado noche del 25 al 26, Hotel del Loira, en Sancerre. Numerosos detalles inexplicables. Rogarnos avisar familia para reconocimiento cadáver. Si es posible, enviar inspector de París».
A Maigret no le quedó más remedio que ir él mismo a Saint-Fargeau, cuya existencia a treinta y cinco kilómetros de la capital, una hora antes, ni siquiera conocía.
Ignoraba la hora de los trenes. Cuando llegaba a la estación de Lyon, le dijeron que un ómnibus salía al instante; se echó a correr y tuvo el tiempo justo de lanzarse en el último vagón.
Esto bastó para ponerle traspasado de sudor. Pasó el resto del viaje recobrando el aliento y secándose, pues era muy corpulento.
En Saint-Fargeau, fue el único viajero que se apeó, y tuvo que andar vagando algunos minutos sobre el betún reblandecido del andén antes de descubrir a un empleado.
—¿La señora Gallet? Al final de la avenida central de la parcelación. Hay un letrero en la casa que dice «Las Margaritas». Por otra parte, tal vez es la única construcción terminada.
Maigret se quitó la chaqueta y deslizó un pañuelo bajo su sombrero hongo para protegerse la nuca, pues la avenida en cuestión tenía unos doscientos metros de ancho y sólo era practicable en su parte central, donde no había el más mínimo retazo de sombra.
El sol era de un triste color de cobre. Las moscas picaban rabiosamente, anunciando tormenta.
No había un alma para alegrar el paisaje e informar al viajero.
La parcelación no era otra cosa que un vasto bosque que debió de formar parte de una propiedad señorial. Se habían contentado con trazar una red de avenidas geométricas, paralelas y de igual anchura, y con extender por ellas una red de cables eléctricos que abastecería de luz a las futuras torres.
Enfrente de la estación, no obstante, había sido arreglado un jardín público con fuentes de mosaico y surtidores. Sobre un barracón de tablas de madera se leía «Oficina de venta de terrenos». A su lado figuraba un plano en el que estas avenidas desiertas tenían ya nombres de políticos y de generales.
Cada cincuenta metros, Maigret sacaba el pañuelo para secarse el sudor, y volvía a ponérselo en la nuca, que empezaba a tostarse.
Aquí y allá veía embriones de construcciones, lienzos de pared que los albañiles debían de haber abandonado a causa del calor.
A dos kilómetros de la estación, como mínimo, encontró «Las Margaritas», una torre de estilo vagamente inglés, con tejas rotas, de arquitectura complicada, con un muro rústico separando al jardín de lo que, pocos años atrás, era todavía el bosque.
Llamó. Una sirvienta de unos treinta años, que bizqueaba, lo miró primero a través de una cancela y, mientras ella se decidía a abrir la puerta, Maigret se puso la chaqueta.
—¿La señora Gallet, por favor?
—¿De parte de quién?
Pero ya una voz, desde el interior, preguntaba:
—¿Qué pasa, Eugenia?
Y la señora Gallet apareció en la escalera, esperando, barbilla en alto, las explicaciones del intruso.
—¡Pierde usted algo! —advirtió sin amabilidad cuando él se quitó el sombrero, olvidando el pañuelo que cayó al suelo.
Él lo recogió mascullando sílabas ininteligibles y se presentó:
—Comisario Maigret, de la 1.ª Brigada Móvil. Quisiera decirle algunas palabras, señora.
—¿A mí?
Y, volviéndose hacia la sirvienta:
—¿Qué espera usted?
Al menos, en lo sucesivo, Maigret ya sabía a qué atenerse en lo que concernía a la señora Gallet. Era una mujer de unos cincuenta años, francamente desagradable. A pesar de la hora, del calor, y de la soledad de la torre, se había puesto ya un vestido de seda malva, y ni uno solo de sus cabellos grises salía de una rígida alineación. Por último, el cuello, el busto y las manos estaban completamente cubiertos de cadenas de oro, broches y anillos tintineantes.
Precedió con disgusto al visitante hasta el salón. Al pasar delante de una puerta entreabierta, Maigret lanzó una ojeada a una cocina blanca donde resplandecían objetos de cobre y de aluminio.
—¿Puedo empezar a encerar, señora?
—¡Naturalmente! ¿Por qué no?
La criada desapareció en el comedor contiguo y pronto se la oyó extender la cera, arrodillada en el suelo, mientras un vivificante olor a trementina se esparcía por la casa.
En todos los muebles del salón había tapetes bordados. En la pared se veía el retrato ampliado de un muchacho alto y delgado, de rodillas salientes y rostro antipático, vestido de primera comunión.
Encima del piano, una fotografía más pequeña representaba a un hombre de cabello espeso y perilla oscura salpicada de canas, que llevaba una chaqueta cuyos hombros estaban mal cortados.
El óvalo de su rostro era tan alargado como el de un muchacho. Otro detalle llamaba la atención, y Maigret empleó algunos instantes en comprender que se trataba de los labios, que cortaban casi la cara en dos y eran de una delgadez anormal.
—¿Su esposo?
—¡Mi esposo, sí! Espero saber qué viene a hacer aquí la policía.
Durante la conversación que siguió, Maigret tuvo que dirigir a menudo la mirada al retrato y ésta fue, hablando con propiedad, su primera toma de contacto con el muerto.
* * *
—Tengo que darle una mala noticia, señora. Su esposo está de viaje, ¿no es así?
—¡Bien! Hable. ¿Acaso…?
—Ha ocurrido un accidente, sí. No un accidente con exactitud. Le ruego que tenga valor.
Se mantenía rígida ante él, con la mano apoyada en un velador que sostenía un falso bronce. Su rostro era duro, desconfiado, sólo sus dedos gordezuelos se movían. ¿Por qué hizo Maigret la reflexión de que debía de haber sido delgada, tal vez incluso muy delgada, durante la primera mitad de su vida, y que no había engordado más que con el tiempo?
—Su esposo ha sido asesinado en Sancerre, durante la noche del 25 al 26. Sobre mí recae el penoso deber de…
El comisario se volvió hacia el retrato y preguntó señalando al muchacho vestido de primera comunión:
—¿Tiene usted un hijo?
Por un instante, la señora Gallet pareció a punto de perder esa rigidez que ella consideraba indispensable para su dignidad. Respondió entre dientes:
—Un hijo, sí.
E inmediatamente, con voz triunfante añadió:
—Ha dicho usted Sancerre, ¿verdad? Y estamos a 27. En este caso, está usted en un error. Espere.
La señora Gallet pasó al comedor en el que Maigret vio a la sirvienta a gatas. Cuando volvió, tendió una tarjeta postal al visitante.
—Esta postal es de mi esposo. Lleva fecha del 26, es decir, de ayer, y el matasellos del correo de Rouen.
Reprimía con dificultad una sonrisa que revelaba la alegría de humillar al policía, que se había tomado la libertad de penetrar en su casa.
—Se trata sin duda de otro Gallet, aunque yo no conozca a otro.
Faltó poco para que la señora Gallet abriese la puerta, que no podía abstenerse de mirar.
—¿Se llama Emilio su esposo? ¿Sus documentos de identidad le atribuyen la profesión de viajante de comercio?
—¡Es agente de la casa Niel y Compañía en toda Normandía!
—Temo, señora, que se alegra usted sin razón. Me veo obligado a rogarle que me acompañe a Sancerre. Tanto por usted como por mí.
—Pero, si…
Agitaba la postal que representaba el Mercado Viejo de Rouen. No habían vuelto a cerrar la puerta del comedor y tan pronto se veían las caderas y los pies de la sirvienta, como la cabeza y el pelo que ocultaba su rostro.
Se olía deslizarse el trapo viejo untado de cera por el suelo de madera.
—Crea usted que deseo de todo corazón que haya un error. No obstante, los papeles hallados en los bolsillos del muerto son efectivamente los de su esposo.
—Han podido robárselos.
La inquietud, sin embargo, empezaba a reflejarse en su voz, a pesar suyo. Siguió la mirada que Maigret lanzó al retrato y señaló:
—Esta fotografía se la tomaron cuando ya hacía régimen.
—Si quiere usted almorzar —dijo al comisario—, pasaré a recogerla dentro de una hora, por ejemplo.
—De ningún modo. Si usted cree que… que es preciso. ¡Eugenia! Mi abrigo de seda negro, mi monedero, mis guantes.
* * *
Maigret no se tomaba ningún interés por el asunto, que tenía todas las características del asunto desagradable por excelencia. Y si conservaba en la memoria la imagen del hombre de la perilla —¡que estaba a régimen!—, y del muchacho vestido de primera comunión, lo hacía sin saberlo.
Todas sus gestiones eran molestas. Tenía que volver a bajar en medio de una atmósfera cada vez más sofocante, por la famosa avenida central sin poder, esta vez, quitarse la chaqueta. Tuvo que esperar treinta y cinco minutos en un banco de la estación de Melun, donde compró un cestillo que contenía emparedados, frutas y una botella de vino de Burdeos.
A las tres de la tarde estaba instalado frente a la señora Gallet en un departamento de primera clase, y avanzaba por la línea de Moulins que pasa por Sancerre. Las cortinas de las ventanillas estaban cerradas, los cristales bajados, pero sólo de tarde en tarde entraba un pequeño soplo de aire fresco.
Maigret había sacado la pipa del bolsillo, luego había mirado a su compañera de viaje y había abandonado la idea de fumar en su presencia.