El difunto filántropo (4 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

Eso basta para matar cualquier veleidad de misticismo y para hacer perder la fe en la intuición.

Pero no era obstáculo para que, desde hacía veinticuatro horas, le obsesionaran los dos retratos, el del padre y el del hijo, al mismo tiempo que una frase sin importancia de la señora Gallet:

—Estaba a régimen.

No tenía una idea precisa cuando se dirigió a la encina de correos y teléfonos y solicitó comunicación con la alcaldía de Saint-Fargeau.

—¡Oiga! Aquí la policía judicial. ¿Podría usted decirme cuándo tendrá lugar el entierro del señor Gallet?

—Mañana, a las ocho.

—¿En Saint-Fargeau?

—¡Aquí, sí!

—¡Una pregunta más, por favor! ¿Quién está al aparato?

—El maestro.

—¿Conoce usted al hijo del señor Gallet?

—Bueno, le he visto algunas veces. Ha venido esta mañana a buscar los papeles.

—¿Y qué tal parece?

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Es alto, delgado?

—Sí. Más bien es así.

—¿Lleva gafas?

—¡Espere! ¡Ya me acuerdo! ¡Llevaba gafas de concha!

—¿No sabe usted si está enfermo?

—¿Cómo podría saberlo? Está pálido., desde luego.

—Muchas gracias.

Diez minutos más tarde, el comisario entraba de nuevo en el
Hotel del Comercio
.

—Diga, señora, ¿su cliente del sábado llevaba gafas?

La cajera intentó recordar; acabó zarandeando la cabeza:

—Sí. No. No lo sé. ¡Hay tanta gente en verano! Lo que me llamó más la atención fue la boca. Incluso le dije al camarero que tenía boca de sapo.

Más difícil fue encontrar al peón caminero que se estaba bebiendo los cincuenta francos en compañía de sus amigos en una pequeña taberna oculta detrás de la iglesia.

—Usted me dijo que el hombre del que hablamos llevaba gafas.

—¡El joven, sí! El viejo, no.

—¿Qué tipo de gafas?

—Redondas, ¿sabe usted?, con montura negra.

Por la mañana, al levantarse. Maigret se puso muy contento al saber que el muerto había sido trasladado y que la señora Gallet se había ido igual que el juez, el médico y los policías.

Esperaba poder entendérselas al fin con un problema objetivo y no tener que recordar ni una vez más la estrafalaria cabeza del anciano de la perilla.

A las tres de la tarde tomó el tren para Saint-Fargeau.

Al principio no había visto más que una fotografía de Emilio Gallet. Después le había visto la mitad de la cara.

Ahora, no encontraría más que un ataúd definitivamente cerrado.

No obstante, cuando el tren se puso en marcha, tuvo la molesta impresión de correr en pos del muerto.

En Sancerre, el señor Tardivon, decepcionado, confiaba su desengaño a sus mejores clientes, mientras les ofrecía una copa de
armagnac
.

—¡Un hombre de aspecto formal! ¡Un hombre de nuestra edad! ¡Mira que largarse sin haber entrado ni una sola vez en la habitación! ¿Quieren ver el lugar en donde murió? Es curioso. Fueron los policías de Nevers quienes hicieron esto. Cuando se llevaron el cuerpo dibujaron primero su contorno sobre el suelo, con tiza. ¡Mucho cuidado en tocar nada, eh! Estos asuntos no se sabe nunca qué consecuencias pueden traer.

III
Las respuestas de Enrique Gallet

Maigret, que había pasado la noche en su casa, en el bulevar Richard-Lenoir, llegó a Saint-Fargeau el miércoles un poco antes de las ocho de la mañana. Había salido ya de la estación cuando, cambiando de opinión, retrocedió para preguntar al empleado:

—¿El señor Gallet tomaba el tren a menudo?

—¿El padre o el hijo?

—El padre.

—Se iba tres semanas cada mes. Tomaba un billete de segunda clase para Rouen.

—¿Y el hijo?

—Viene casi todos los sábados por la tarde desde París, con un billete de ida y vuelta de tercera clase, y vuelve a marcharse el domingo en el último tren. ¡Quién lo hubiese pensado! Todavía lo veo; no sería después del segundo domingo de junio, empezando la temporada de pesca.

—¿El padre o el hijo?

—¡El padre, caramba! ¡Fíjese! Aquel botecillo que se ve entre los árboles es suyo. Es un bote que va a tener muchos compradores porque lo ha construido él mismo, con madera de encina, y ha hecho en él muchas mejoras. Son como pequeños inventos.

Maigret añadió concienzudamente este ligero toque final a la imagen, aún incompleta, que poseía del difunto. Miró al bote y luego al Sena, e hizo un esfuerzo para imaginarse al hombre de la perilla, inmóvil horas y horas, con una caña en la mano.

Después se encaminó hacia
Las Margaritas
no sin observar que una carroza de segunda clase de las pompas fúnebres, sin ataúd, seguía el mismo camino que él.

No había nadie en los alrededores de la casa, solamente un hombre que empujaba una carretilla y que se detuvo viendo pasar la carroza fúnebre, llevado sin duda por la curiosidad de ver el cortejo. La campana de la verja estaba envuelta con ropa. La puerta principal estaba cubierta por un lienzo negro, sobre el que se destacaban las iniciales del difunto bordadas en plata.

Maigret no esperaba tanta ostentación. A izquierda, en el pasillo, habían dispuesto una bandeja que contenía una sola tarjeta doblada por una esquina: era del alcalde de Saint-Fargeau.

El salón en el que se recibiera al comisario había sido transformado en capilla ardiente y los muebles trasladados al comedor. Doseles negros cubrían las paredes; el ataúd estaba expuesto en el centro, rodeado de cirios.

No hubiera podido decirse el motivo, pero en todo aquello había un misterio, se encerraba algo sospechoso. ¿Sería tal vez que no había ni una sola risita y que se presentía que no habría ninguna puesto que la carroza fúnebre estaba ya en la puerta?

¡Esta tarjeta de visita, única, imitando una litografía! ¡Toda esta pompa hueca! Y, a ambos lados del ataúd, una silueta: A la derecha, la señora Gallet, de riguroso luto, con un velo negro cubriéndole el rostro y un rosario de cuentas mate entre los dedos; Enrique Gallet a la izquierda, vestido también de color negro mate.

Maigret avanzó sin hacer ruido, se inclinó, empapó una brizna de hierba en agua bendita y roció el ataúd. Se dio cuenta de que madre e hijo le seguían con la mirada, pero no pronunciaron ni una sola palabra.

Entonces se situó en un rincón, atento a la vez a los ruidos procedentes del exterior y a la expresión del rostro del joven. De vez en cuando los caballos golpeaban con la pezuña el suelo del paseo. Los empleados de la funeraria hablaban a media voz bajo el sol, cerca de la ventana. En la cámara mortuoria, iluminada solamente por los cirios, el semblante irregular del hijo parecía aún más irregular a causa del color negro que acentuaba la blancura enfermiza de su piel.

Sus cabellos, separados por una raya, estaban pegados al cráneo. Tenía la frente alta y saliente. Era difícil interpretar su mirada inquieta de miope velada por los gruesos cristales de las gafas de concha.

De vez en cuando la señora Gallet se cubría los ojos con un pañuelo negro bajo el velo de luto. Las pupilas de Enrique no se detenían sobre objeto alguno, se deslizaban sobre ellos evitando siempre al inspector que se sintió aliviado al oír los pasos de los empleados de las pompas fúnebres.

Poco después, el ataúd tropezaba en las paredes del pasillo. Un sollozo se escapó de la garganta de la señora Gallet y su hijo, a modo de consuelo, le dio algunas palmadas afectuosas en la espalda mirando hacia otra parte.

El contraste entre el fausto del carruaje fúnebre de segunda clase y las dos siluetas que se ponían en marcha precedidas por un maestro de ceremonias distraído era muy violento.

Seguía haciendo mucho calor. El hombre de la carretilla se persignó y se fue por un atajo, mientras el cortejo fúnebre, paso a paso, avanzaba por la avenida, que era tan ancha como para ver desfilar por ella a un regimiento.

* * *

Dejando que la ceremonia siguiera su curso y mientras un pequeño grupo de gente se formaba en la plaza, Maigret entró en la alcaldía en la que no encontró a nadie. Tuvo que ir a buscar a su propia clase al maestro, que a la vez era ayudante del alcalde, y los niños quedaron solos durante algunos momentos.

—No puedo decirle más que lo que está escrito en los registros: Vea: «Gallet, Emilio-Yves-Pedro, nacido en Nantes en 1879, casado en París, en octubre de 1902, con Aurora Préjean. Un hijo, Enrique, nacido en París en 1906 e inscrito en la alcaldía del distrito IX».

—La gente del pueblo, ¿no les tiene simpatía?

—Lo que pasa es que los Gallet, que se hicieron construir su casa en 1910, cuando se parceló el bosque, no han querido ver nunca a nadie. Son muy orgullosos. Una vez estuve pescando en mi bote un domingo durante todo el día; a menos de diez metros estaba el señor Gallet en el suyo. Siempre que necesitaba algo me lo daba, pero no pude arrancarle más de cinco frases seguidas.

—¿En cuánto calcula usted su tren de vida?

—No lo sé con exactitud, porque ignoro lo que gastaba durante sus viajes. Pero, sólo para los gastos de aquí, necesitan al menos diez mil francos al mes. Si ha visto usted la casa, habrá notado que no le falta nada. Casi todo lo que compran viene desde Corbeil o desde Melun. Todavía hay algo que…

Pero a través de la ventana Maigret vio el cortejo, que daba la vuelta alrededor de la iglesia y entraba en el cementerio. Dio las gracias a su interlocutor y, desde el camino, oyó la primera palada de tierra que caía sobre el ataúd.

Procuró que no le vieran. Dio un rodeo para volver a la casa procurando llegar algo después que los Gallet. La sirvienta, que le abrió la puerta, lo miró indecisa.

—La señora no puede… —empezó a decir.

—Diga al señor Enrique que necesito hablar con él.

La sirvienta de ojos bizcos lo dejó fuera. Momentos más tarde la silueta del joven se dibujó en el pasillo, llegó al umbral y dijo sin mirar a Maigret:

—¿No puede usted dejar esta visita para otro día? Mi madre está muy abatida.

—Tengo que hablar con usted hoy mismo. Perdone mi insistencia.

Enrique dio media vuelta dando a entender de este modo que el policía podía seguirle. Vaciló delante de las puertas y al fin empujó la del comedor, en el que habían hacinado los muebles del salón de modo que apenas se podía pasar.

Maigret vio el retrato del muchacho vestido de primera comunión encima de la mesa, en posición horizontal; buscó inútilmente el del señor Gallet.

Enrique no se sentó, no dijo nada, sólo se quito las gafas para limpiar los cristales con aspecto enojado, mientras parpadeaba deslumbrado por la fuerza de la luz.

—Sin duda ya sabe usted que estoy encargado de encontrar al asesino de su padre.

—¡Por eso me sorprende verle a usted aquí en un momento en que sería más decoroso dejarnos solos, a mi madre y a mí!

Enrique volvió a ponerse las gafas y se subió el puño de la camisa almidonado que caía sobre la mano cubierta por unos pelos rojizos como los del pecho del cadáver de Sancerre.

Su semblante huesudo, de trazos muy dibujados y expresión triste, algo bovina, no se alteró en absoluto. Se había apoyado en el piano, que, puesto al revés, mostraba la parte posterior cubierta de tela verde.

—Quisiera que me diese alguna información, tanto de su padre como de la familia.

Enrique no abrió la boca, no se movió, se quedó de pie en el mismo lugar, helado, fúnebre.

—¿Puede decirme en primer lugar dónde estaba usted el sábado 25 de junio, alrededor de las cuatro de la tarde?

—Antes que nada voy a hacerle a usted una pregunta. ¿Estoy obligado a recibirle y a responder a sus preguntas en un momento como éste?

Hablaba con voz neutra a causa del enojo, como si cada sílaba le costara un esfuerzo.

—Es usted libre de callarse. Pero voy a advertirle que…

—¿En qué lugar estaba yo, según sus pesquisas?

Maigret no respondió, y, a decir verdad, este cambio inesperado de actitud le hizo perder el tino, y más teniendo en cuenta que en el semblante del joven no se veía la más mínima intención de estar jugando una estratagema.

Enrique dejó pasar algunos segundos. Se oyó a la sirvienta respondiendo desde abajo a una llamada:

—¡Ya voy, señora!

—¿Entonces…?

—Puesto que lo sabe usted, yo estaba allí.

—¿En Sancerre? Enrique no respondió.

—Tuvo usted una discusión con su padre en el camino del viejo castillo.

Maigret estaba más nervioso que el joven; tenía la impresión de estar golpeando en el vacío. Su voz no encontraba resonancia, sus sospechas no tenían eco.

Lo más sorprendente era el silencio de Enrique Gallet, que no intentaba justificarse: solamente esperaba.

—¿Puede decirme qué hacía en Sancerre?

—Fui a visitar a mi amante, Eleonora Boursang, que pasa las vacaciones en la pensión Germain de Saint-Thibaud, en la carretera de Sancerre.

Levantó imperceptiblemente las cejas, que eran gruesas como las de Emile Gallet.

—¿Ignoraba usted que su padre estaba en Sancerre?

—Si no lo hubiera ignorado hubiese evitado encontrarme con él.

Daba siempre un mínimo de explicaciones que no permitían al comisario seguir indagando en torno a la misma pregunta.

—¿Sus padres estaban al corriente de estas relaciones?

—Mi padre lo sospechaba. Se opuso inmediatamente.

—¿De qué hablaron durante la conversación?

—¿Se informa usted para conocer al asesino o a la víctima?

—Sabré quien es el asesino cuando conozca bien a la víctima. ¿Le hizo reproches su padre?

—¡Al contrario! Yo le reproché que me anduviera espiando.

—¿Y después?

—¡Nada! Me acusó de faltarle al respeto. Le doy a usted las gracias por hacerme recordar esto hoy.

Maigret se sintió aliviado al oír pasos en la escalera.

La señora Gallet se presentó, tan digna como de costumbre, con el cuello entorpecido por un triple collar de gruesas piedras mate.

—¿Qué sucede? —preguntó mirando alternativamente a Maigret y a su hijo—. ¿Por qué no me has llamado, Enrique?

La sirvienta entró, después de haber llamado.

—Son los tapiceros; vienen a quitar los doseles.

—Vigíleles.

—¡He venido a solicitar ciertas informaciones que me parecen indispensables para descubrir al culpable! —dijo Maigret con vez cada vez más áspera—. Sin duda he elegido un mal momento, tal como su hijo me ha indicado. Pero cada hora que pasa hace más problemática la detención del asesino.

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