El discípulo de la Fuerza Oscura (29 page)

Cuando estaba prisionero en los niveles de celdas del Destructor Estelar
Gorgona
después de haber sido sentenciado a muerte por la almirante Daala, Kyp se había jurado a sí mismo que nunca se permitiría volver a estar tan indefenso e impotente. Un Jedi nunca se veía reducido a la impotencia, pues la Fuerza procedía de todas las criaturas vivas.

Kyp captó la presencia de las otras formas de vida de la jungla y fue siguiendo las ondulaciones que creaban en el gran tapiz de la Fuerza mientras mantenía el equilibrio. Sus ojos oscuros estaban cerrados, y podía percibir los olores de las plantas, las flores y las pequeñas criaturas de la selva. Enjambres de insectos diminutos giraban alrededor de su cabeza y su cuerpo, pero Kyp los ignoró.

Desplegó sus pensamientos hacia el espacio sideral y sintió las vibraciones de marca de Yavin, el gigante gaseoso, y de sus otras lunas. Se sentía totalmente en paz, una parte más del cosmos entre muchas otras, y se preguntó qué nuevas dificultades podía añadir a su ejercicio de equilibrismo. Pero antes de que se le pudiera ocurrir alguna complicación suplementaria, Kyp se dio cuenta de que Erredós estaba siendo sacado de su precaria posición en la copa de un árbol massassi y era bajado lenta y suavemente al suelo. El pequeño androide empezó a emitir pitidos de alivio.

Un instante después Kyp sintió cómo la roca cubierta de musgo era sacada de su mano por dedos invisibles y vuelta a colocar dentro de la pequeña depresión que había dejado en el suelo. La rama medio podrida también se alejó de él, y acabó en el punto exacto de la capa de restos vegetales acumulada sobre el suelo de la jungla que había estado ocupando antes de que Kyp la hiciese levitar.

Kyp sintió una punzada de irritación ante aquella brusca interrupción de su ejercicio, y abrió los ojos para ver al Maestro Skywalker contemplándole con una sonrisa de orgullo en los labios.

—Muy bien, Kyp —dijo el Maestro Skywalker—. De hecho, ha sido realmente increíble... A veces pienso que ni siquiera Obi-Wan o Yoda habrían sabido qué hacer contigo.

Kyp usó sus capacidades levitatorias para dar la vuelta en el aire y poder caer de pie. Cuando su mirada se encontró con la del Maestro Skywalker, el joven se dio cuenta de que su corazón empezaba a latir más deprisa y se sintió lleno de júbilo y excitación, y de mucha más energía de la que había aprendido a contener dentro de su cuerpo hasta aquel momento.

—¿Qué más puedes enseñarme hoy, Maestro Skywalker? —preguntó con voz entrecortada, parpadeando como si acabara de abrir los ojos para encontrarse con la gran sorpresa del luminoso día de Yavin 4.

Kyp sintió que toda su piel enrojecía, y notó las gotitas de sudor que se desprendían de su oscura cabellera y se deslizaban a lo largo de sus mejillas.

El Maestro Skywalker meneó la cabeza.

—Ya es suficiente por hoy, Kyp.

Los otros candidatos Jedi encorvaron los hombros, visiblemente agotados, y se sentaron a descansar sobre tocones y rocas cubiertas de maleza.

Kyp intentó ocultar su desilusión.

—Pero hay mucho más que aprender —dijo.

—Sí, y una de las cosas que debes aprender es a tener paciencia —respondió el Maestro Skywalker, y a duras penas pudo contener una sonrisa—. La mera capacidad de hacer una cosa no lo es todo: también debes conocer esa cosa, y tienes que dominar cada faceta de ella. Debes comprender de qué manera encaja con todo el resto de tus conocimientos. Si quieres que sea realmente tuya, debes poseerla en su totalidad.

Kyp asintió solemnemente ante aquellas palabras llenas de sabiduría, tal como se esperaba que hicieran todos los estudiantes Jedi. Pero mientras lo hacía se prometió a sí mismo que haría todo lo necesario para conseguir que aquellas nuevas habilidades le pertenecieran de verdad y por completo.

La noche ya estaba muy avanzada, pero Kyp no dormía. Había comido a solas, consumiendo una cena no muy sabrosa pero nutritiva y abundante, y después se había retirado a su fría cámara de paredes de piedra para meditar y practicar las habilidades que ya había aprendido.

Se concentró, con el tenue brillo de la lamparilla encendida en un rincón como única fuente de claridad, y proyectó su mente hacia el exterior para que buscara en las grietas de todos los bloques de piedra del Gran Templo. Kyp fue siguiendo los ciclos vitales de las tiras de musgo. Encontró y acompañó a los arácnidos diminutos que se movían velozmente por los pasillos y se esfumaban en los lugares oscuros, desapareciendo allí donde el delicado roce de la mente de Kyp no podía seguirlos a través de la negrura para llegar hasta sus hogares ocultos.

Kyp sintió como si acabara de sumergirse en una enorme red formada por seres vivos que expandió su mente y le hizo sentirse insignificante e infinito al mismo tiempo.

Y mientras pensaba y jugueteaba con sus nuevas e incipientes habilidades, captó un repentino desgarrón en la Fuerza, como si una herida negra acabara de abrirse en la estructura del universo. Kyp salió de su estado de concentración y volvió a ser consciente de lo que le rodeaba.

Kyp giró sobre sí mismo y vio una gran sombra que se alzaba detrás de él, una silueta muy alta envuelta en una enorme capa. La habitación estaba sumida en la penumbra, pero aun así la silueta de aquel hombre oscuro parecía intensamente negra, como si fuese un agujero que engullía hasta el más pequeño destello de luz. Kyp no dijo nada, pero mientras seguía observándola vio los diminutos puntitos luminosos de soles muy lejanos parpadeando dentro de los contornos de su misterioso visitante.

—La Fuerza es grande en ti, Kyp Durron —dijo la silueta que parecía estar hecha de sombras.

Kyp alzó la mirada sin sentir ningún temor. Había estado prisionero y había sido sentenciado a muerte por el Imperio. Había vivido durante más de una década en la tenebrosa negrura de las minas de especia de Kessel. Se había enfrentado a una araña gigante que se alimentaba de energía, y había huido hacia la libertad volando por el interior de un cúmulo de agujeros negros. Pero mientras alzaba la vista hacia aquella imponente silueta de un negro líquido, Kyp se sintió impresionado y lleno de curiosidad.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Podría ser tu maestro —dijo la silueta hecha de oscuridad—. Podría mostrarte muchas cosas que ni siquiera tu Maestro Skywalker entiende.

Kyp sintió un repentino escalofrío de excitación.

—¿Qué cosas?

—Podría revelarte técnicas que se perdieron hace millares de años, ritos secretos y umbrales ocultos que permiten acceder a un poder que ningún débil Maestro Jedi como Luke Skywalker se atreve a tocar. Pero tú eres fuerte. Kyp Durron... ¿Osarás aprender?

Kyp era temerario e impulsivo, pero confiaba en sus instintos. Siempre le habían servido bien en el pasado.

—No me da miedo aprender —replicó—, pero debes decirme tu nombre. No estoy dispuesto a aprender nada de un hombre que no se atreve a revelar su identidad.

Kyp tuvo la sensación de haber dicho una estupidez casi antes de que las palabras acabaran de salir de sus labios. La silueta hecha de sombras pareció ondular ante él como estremecida por una risa silenciosa, y cuando volvió a hablar su voz retumbante estaba llena de orgullo.

—Fui el más grande de todos los Señores Oscuros del Sith. Soy Exar Kun.

19

Han entró corriendo en el dormitorio que compartía con Leia, que estaba vacío.

—¡Luces! —gritó con tal ferocidad que los receptores vocales no comprendieron sus palabras. Han se obligó a articular la palabra con una claridad brutal haciendo surgir su voz entre los dientes apretados—. Luces...

La habitación quedó iluminada.

Volvió la cabeza de un lado a otro mientras intentaba acordarse de todo lo que necesitaría coger. Desactivó el bloqueo de la cámara de seguridad codificada que había encima de uno de los armarios, cogió un desintegrador con carga máxima y después agarró una célula de energía extra. Después cogió algo de ropa limpia, y sintió una punzada de dolor cuando vio los vestidos de Leia que seguían dentro de la unidad de almacenamiento esperando a que su esposa los recogiera.

—¡Chewie! —gritó—. Estoy aquí.

Las luces controladas mediante la respuesta vocal se apagaron por alguna razón inexplicable.

—¡Luces! —ordenó secamente Han por tercera vez, frunciendo el ceño con irritación.

Cetrespeó entró en el dormitorio remolcando a dos niños que lloraban con toda la potencia de sus pulmones.

—¿Es realmente necesario que se vaya tan deprisa, amo Han? —preguntó el androide—. Está asustando a los pequeños... ¿Tendría la bondad de explicarme qué está ocurriendo?

Chewbacca lanzó un rugido en la antesala, y Han pudo oír cómo apartaba muebles a manotazos mientras corría hacia el dormitorio. El wookie se detuvo en el umbral y Han vio que su pelaje amarronado estaba muy desordenado. Chewbacca abrió su enorme boca rosada enseñando los colmillos, y después lanzó un segundo rugido tan ensordecedor que los niños dieron un salto.

Las luces del dormitorio se apagaron por segunda vez. Han vio que Chewbacca llevaba su mortífero arco de energía y un paquete de raciones de emergencia concentradas, lo cual quería decir que ya estaba preparado para la marcha. Han buscó a tientas en la penumbra hasta que consiguió abrir otro pequeño compartimiento empotrado junto al armario y cogió el equipo médico automatizado que se había llevado del
Halcón Milenario
.

—Luces —dijo Cetrespeó sin inmutarse, y el sistema de iluminación le obedeció al instante.

—¿Dónde está Lando, Cetrespeó? —preguntó Han—. Encárgate de dar con él, ¿de acuerdo?

—Está en los hangares de naves espaciales, señor. Me dejó un mensaje pidiéndome que le dijera que no está nada impresionado con la cantidad de tiempo y atención que usted dedicaba al mantenimiento y reparaciones de su antigua nave.

—Bueno, lo único que puedo decir es que espero por su bien que el
Halcón
esté en condiciones de funcionar —replicó Han.

—¿Dónde está mami? —logró gemir Jaina entre sollozo y sollozo mientras sorbía aire por la nariz haciendo mucho ruido.

Han se quedó tan inmóvil como si acabaran de dispararle un haz aturdidor. Después se arrodilló delante de su hijita, la miró y secó las lágrimas de sus mejillas y puso las manos sobre sus diminutos hombros, apretándolos suavemente para tranquilizarla.

—Papá va a ir a rescatarla —dijo.

—¿Rescatarla? ¡Oh, cielos! —exclamó Cetrespeó—. ¿Y por qué necesita ser rescatada el ama Leia? —Chewbacca respondió con un rugido, pero Cetrespeó se limitó a agitar sus manos mecánicas ante él—. No estás ayudando nada, ¿sabes?

Han se volvió hacia el wookie.

—Esta vez no, viejo amigo —dijo—. Te necesito aquí para que cuides de los niños. Eres el único en quien puedo confiar hasta ese extremo. —Chewbacca respondió con un trompeteo ensordecedor, pero Han meneó la cabeza—. No, todavía no tengo un plan... Lo único que sé es que he de llegar a Calamari antes de que los imperiales destruyan el planeta. No puedo quedarme cruzado de brazos aquí y permitir que Leia se enfrente a ellos sin ayuda.

Han metió lo que necesitaba en un saco de rejilla ultraligera y cogió las raciones de emergencia de las peludas manos de Chewbacca, echándoles un rápido vistazo para asegurarse de que la comida era compatible con los sistemas digestivos humanos.

—¿Cuánto tiempo estará fuera, señor? —preguntó Cetrespeó mientras intentaba impedir que Jacen practicara la escalada dentro de los armarios abiertos.

—El que necesite para rescatar a mi esposa —respondió Han.

Echó a correr hacia la puerta, pero sólo dio dos pasos antes de detenerse. Han giró sobre sí mismo y fue hacia sus dos hijos. Volvió a inclinarse ante ellos y rodeó a Jacen y Jaina con los brazos.

—Portaos bien y no hagáis enfadar a Chewie y Cetrespeó —dijo—. Tenéis que cuidar el uno del otro, ¿entendido?

—Siempre somos muy buenos —respondió Jacen con una sombra de indignación en la voz.

En aquel momento el niño se parecía tanto a Leia que Han sintió una desgarradora punzada de dolor.

—He puesto al día mi programación de cuidado infantil hace poco, señor —dijo Cetrespeó—. No tendremos ningún problema. —El androide dorado empujó suavemente a los niños intentando llevarlos de vuelta a su habitación—. Vamos, niños. Voy a contaros un cuento muy interesante que os gustará muchísimo...

Jacen y Jaina se echaron a llorar al instante.

Han lanzó una última mirada llena de amor y tristeza a los gemelos y después salió corriendo de allí, deteniéndose sólo el tiempo necesario para poner en su sitio el sillón que Chewbacca había tirado al suelo.

El ciberfusible cayó al suelo de la cabina del
Halcón Milenario
con un tintineo metálico. Lando Calrissian lo contempló con expresión disgustada durante unos momentos, y después se volvió de nuevo hacia los paneles de control.

Había acabado de repasar y mejorar la programación del ordenador de navegación, pero por alguna razón inexplicable eso había hecho que las luces de la cabina dejaran de funcionar. Lando hurgó en la cubeta llena de fusibles viejos que olían a grasa y acabó seleccionando uno de un modelo que le pareció adecuado.

El
Halcón
había sido montado a partir de tantas piezas y sistemas distintos que nunca había podido hacerse una idea exacta de las cantidades de saliva y monofilamentos necesarias para mantenerlo en funcionamiento. Lando se preguntó por enésima vez por qué amaba tanto aquella nave.

Metió el fusible en el hueco, lo activó y movió una hilera de interruptores que permanecieron silenciosos y apagados.

—¡Oh, vamos! —exclamó Lando, y dejó caer la palma de su mano izquierda sobre el panel golpeándolo con fuerza.

Los controles cobraron vida con un zumbido, y una ráfaga de aire frío que olía a productos químicos brotó de los conductos de ventilación. Lando cerró los ojos y dejó escapar un suspiro.

—El viejo procedimiento de reparaciones de emergencia número uno nunca falla —murmuró.

—¡Eh, Lando!

La voz provenía del hangar de reparaciones. Lando no necesitó mirar para saber que Han Solo había venido a desahogarse soltándole unos cuantos gritos.

Estaba cansado, el sudor empezaba a hacer que le picara la piel y se sentía muy frustrado ante la enorme cantidad de tiempo que estaba invirtiendo en conseguir que los sistemas del
Halcón Milenario
estuviesen a la altura de lo que Lando siempre había exigido a sus naves, que era considerable. Dio la espalda a los paneles de control abiertos que estaba inspeccionando y fue por el corto pasillo con sus botas resonando impacientemente sobre las planchas de la cubierta. Llegó a la rampa de entrada y se inclinó para sacar la cabeza por el hueco de la escotilla.

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