Se desprendió de otro andrajo. Sus pechos caídos tenían grandes pezones de color vino. Mientras la contemplaba incrédulo, empezó a girar los pechos en dos direcciones opuestas. Ni siquiera un druida podía hacer esa clase de magia.
Rix se inclinaba adelante y ya no reía. Tarvos respiraba con dificultad y Hanesa murmuraba apreciativamente, con leves chasquidos de lengua y exclamaciones de placer. Incluso Baroc estaba de puntillas, mirando por encima de nuestros hombros.
Los nativos gritaban y aplaudían.
Cuando había reunido un montón de monedas mayor que el de Hanesa, Lakutu hizo una pirueta final, se agachó, recogió el dinero y me lo trajo. Tendió ambas manos llenas de monedas y me las ofreció con una sonrisa tímida.
Nada en mi adiestramiento me había preparado para aquello.
Al ver que vacilaba, Rix me dijo por la comisura de la boca:
—Coge el dinero.
Parecía una sugerencia excelente.
Aquella noche, cuando Lakutu se acurrucó a mis pies, no pude dormir a causa de su presencia. Finalmente me erguí y la cogí del brazo. Ella fluyó hacia mí como agua y se acomodó contra mi cuerpo con un pequeño suspiro.
En la oscuridad podría haber sido hermosa.
¡Cómo deseaba poder hablar con ella! Pero sólo teníamos el lenguaje de la carne y nuestras mentes no podían encontrarse. Con la mano y la cadera la exploré y al amanecer la conocía tan bien como jamás llegaría a conocerla.
Aquella mañana Rix empezó a tomarme el pelo, pero vio algo en mi rostro que le detuvo. En lo sucesivo trató a Lakutu con mucha cortesía e incluso la ayudaba a montar la mula cuando era evidente que la mujer no podía seguir nuestro ritmo de marcha.
Aunque no se lo había dicho a nadie, con frecuencia había pensado en Briga, pero ésta sólo había estado en mi pensamiento, mientras que ahora Lakutu estaba en mi jergón. No tenía que buscarla y esforzarme por hacerla mía. Simplemente estaba allí, como una esposa. Descubrí que, una vez comido, el pan se olvida pronto, y le prestaba poca atención entre la salida y la puesta del sol. Sin embargo, cuando me acostaba ella acudía a mis brazos como un regalo, y me sentía contento.
El acto sexual no me dejaba soñoliento y embotado. Incluso sin magia me bruñía. Luego mis pensamientos se sucedían claros e intensos.
Cuando estábamos cerca del puerto de montaña que separaba la Provincia de la Galia libre, nos interceptó un escuadrón de caballería romana.
—¿Adónde vais con esa mujer? —preguntó el capitán.
—Es una esclava que he comprado —respondí sinceramente.
—¿Ah, sí? ¿O acaso intentas robarla? Veamos tus documentos.
—Yo..., ah..., los quemé —admití, sintiendo que las orejas me enrojecían.
El romano hizo un visaje de burla y desprecio, una expresión que es doblemente fea en un rostro afeitado.
—¿Has quemado la prueba de tu propiedad? Es una lástima. Entonces tendremos que confiscar esta propiedad evidentemente robada, y creo que será mejor que vengas también con nosotros, pues querrán hablarte de...
—Me temo que no —dijo Vercingetórix.
Habló en la lengua de los arvernios, pero su significado estaba bastante claro. El oficial romano hizo girar a su caballo para mirarle.
Vercingetórix sonrió.
Con un movimiento tan rápido que mi mirada no pudo seguirle, metió una mano en la alforja de la mula, detrás de Lakutu. Entonces, tan ágil como si danzara, se precipitó entre la caballería. Allá donde había una abertura se deslizaba por ella, y vi el destello del sol en la empuñadura enjoyada de la espada de su padre.
Varios hombres gritaron y cayeron de sus caballos.
Soltando un juramento, el capitán lanzó su caballo adelante y trató de interceptar a Rix, con el resultado de que una de sus piernas quedó medio amputada por encima de la rodilla a causa de un terrible golpe de la hoja del arvernio. El hombre cayó chorreando sangre. Sus guerreros intentaron denodadamente continuar la lucha, pero Rix era demasiado ágil y los mismos caballos eran un obstáculo para los jinetes: uno se volvía a la izquierda, otro a la derecha y un tercero se encabritaba, cerrando el paso.
Con un grito de júbilo, Tarvos se unió al ataque. La mula rebuznaba, Hanesa y Baroc gritaban y yo anhelaba blandir también un arma, pero no era necesario. Espantados por la inesperada ferocidad de los bárbaros, los jinetes supervivientes huyeron.
Habían sido doce. Siete de ellos eran ahora carne que se enfriaba. Rix apenas jadeaba. Tarvos estaba radiante.
—¡Buena pelea! —me dijo.
Rix no volvió a guardar su espada en la alforja de la mula. Con un aire de satisfacción, la colocó bajo el cinto y la dejó ahí. A veces la acción es más productiva que el pensamiento, y el combate puede ser un arte.
Avanzamos a toda prisa hacia el norte, a través de las montañas, confiando en dejar bien lejos a nuestros perseguidores cuando el resto del escuadrón de caballería diera la alarma. Apenas habíamos hecho un alto para descansar, cuando ordenaba partir de nuevo. Notaba el aliento romano en el cogote. El día y la noche se confundían.
Rix no estaba preocupado. Creo que confiaba en que nos dieran alcance.
Un viento frío cantaba en los puertos, prometiendo el invierno en medio del verano. Corred, urgía mi cabeza a los pies. Corred a casa.
Cuando llegamos al borde de la Galia libre, el tiempo empeoraba. Todavía estábamos en las montañas cuando una terrible tormenta nos azotó con una lluvia intensa. En nuestro avance hacia el norte nos encontramos con un barro cada vez más espeso. Atravesar las montañas había sido relativamente fácil, gracias a las vías romanas, pero en la Galia libre no había tales vías. El ritmo de nuestra marcha se hizo muy lento.
La tormenta aterró a Lakutu. Se acurrucó sobre la mula como un perro apaleado, cubriéndose la cabeza con los brazos y gimiendo. Descendíamos por una ladera pronunciada cuando los rayos restallaron demasiado cerca, chamuscando el aire.
Lakutu lanzó un grito de terror mortal. La mula echó a correr, arrancando la cuerda de la mano de Baroc. Todos nos unimos a él para perseguir al animal que carenaba por la pendiente, corcoveando y soltando bufidos, con Lakutu aferrada a las cuerdas que sujetaban el equipaje y gritando a cada salto.
Taranis, el dios trueno, rugía y aullaba en el cielo, la más encolerizada de todas las caras de la Fuente.
Seguimos a Lakutu por sus gritos, que por lo menos nos indicaban que aún estaba viva. Resbalamos, caímos en el barro y soltamos juramentos contra el animal y la mujer, imparcialmente. Por fin nos encontramos en un llano herboso donde la mula se había detenido y observaba nuestra aproximación con la expresión cínica común a su tribu. Entonces bajó la cabeza y se puso a pacer como si nada hubiera ocurrido.
Lakutu lanzó un último grito desgarrador, soltó las correas del equipaje y se deslizó al suelo.
Aunque estaba ilesa, de ninguna manera accedió a montar de nuevo. Por su parte, la mula no le permitía volver a acercarse a ella. La mujer no tenía más remedio que caminar con nosotros, mojada y temblorosa, y nos veríamos obligados a adaptarnos a su paso.
—Por lo menos ya no grita —observó Hanesa con alivio.
No quise dedicar más tiempo a visitar bosques druidas. En nuestro recorrido por un campo cada vez más familiar, de vez en cuando nos deteníamos para probar la hospitalidad local, pero sólo brevemente. En general, avanzábamos con la mayor rapidez posible.
Baroc se quejaba, desde luego. Pero por lo menos Hanesa nos entretenía con relatos sobre una Provincia que evidentemente había visto pero que nosotros no recordábamos en absoluto.
Rix no necesitaba estímulo para avanzar. Cuando nos aproximábamos a las tierras de los arvernios, la llamada del hogar se intensificaba en él, aun cuando no tenía idea de la clase de recibimiento que le harían.
Era posible que Potomarus todavía quisiera verle muerto.
—No corras riesgos yendo a Gergovia hasta que conozcas la situación —le dije—. Puedes venir a casa conmigo. Allí serás bienvenido. Sé que Menua se alegrará de verte.
—Gergovia es mi hogar. Ya he estado ausente durante demasiado tiempo.
—Lo sé, pero...
Rix apretó los dientes.
—Es hora de que me enfrente a lo que me aguarda. No huiré. —Tendió sus grandes manos y las flexionó lentamente; me llamaron la atención las membranas de tejido cicatricial y el desarrollo muscular asimétrico de la mano que blandía la espada—. Soy un guerrero —concluyó sencillamente.
Ahora era una piedra y habría sido inútil discutir con él. Me decepcionó que no viniera conmigo. Pensé que quizá había esperado demasiado de nuestra amistad. Quería que Rix estuviera unido a mí. En cierto modo anhelaba domar el halcón, pero por otro lado no valoraría a un halcón que se dejara domar. De tal manera construimos las imposibilidades que nos torturan.
—Entonces déjanos acompañarte a Gergovia, de modo que tengas aliados a tu lado cuando llegues.
Rix sonrió.
—Tarvos ya me ha sugerido eso. Creo que está deseando otro combate a mi lado.
—Tarvos se toma demasiadas libertades sin consultar primero.
—No te enfades con él por eso, Ainvar.
Sacudí tristemente la cabeza.
—No me enfado, la verdad es que nunca puedo enfadarme.
Rix me dirigió una de aquellas miradas penetrantes que llegaban al centro de una persona.
—Para ti la amistad no tiene reservas, ¿verdad?
Vercingetórix era más que un guerrero, era un excelente intérprete de los hombres.
—No.
—La mayoría de la gente ofrece su amistad con reservas, excepto las madres, tal vez. Pero no la admiten.
—¿Y tú?
Alzó el mentón y miró más allá de mí, a su propio centro.
—No lo sé —admitió.
—Por lo menos eres sincero.
—Sí —murmuró Rix, todavía ensimismado—. Soy así.
Por su tono parecía como si eso fuese un defecto.
Le acompañamos a las puertas de Gergovia, donde un centinela sorprendido nos dejó pasar tras unos momentos de vacilación y tras intercambiar unas palabras con su superior. Mis compañeros y yo, con la excepción de Lakutu, vestíamos una vez más atuendo celta, y yo exhibía el triskele de oro en mi pecho. Estábamos muy fatigados por el viaje y tostados por el sol, pero el hecho de que Lakutu formara parte de nuestro grupo bastaba para atraer una atención considerable. Quienes no miraban a Vercingetórix regresado al hogar, la miraban a ella.
Rix se había quitado el disfraz de guardaespaldas y entró varios pasos por delante de nosotros, orgulloso y con la cabeza bien alta. Le pedí a Tarvos que caminara a su lado, con la lanza a punto, y, aunque no sabía si me acordaría de su uso, blandía la espada corta de Tarvos. Si se producía un atentado contra Rix, su vida costaría cara.
—Todo el mundo nos mira —oí que Hanesa decía entre dientes.
—No les hagas caso. Actúa como si fueses de aquí.
—Ya lo hago, nací aquí, pero... ahora el aire me da una sensación diferente.
Sabía a qué se refería. Vadeábamos entre la tensión como si lo hiciéramos a través del agua.
Gergovia era más grande e impresionante que Cenabum, pero mis recientes viajes me habían hecho menos impresionable. Observé con admiración los muros y los terraplenes, los numerosos y espaciosos alojamientos, las pistas de tablones, como puentes, sobre el barro otoñal que estaba por doquier. Los olores eran familiares, las ropas multicolores de sus habitantes me regalaban la vista. Pero, recién llegado de la Provincia, podía apreciar la diferencia entre el estilo romano y el de la Galia libre. Nosotros éramos más fuertes, más ásperos, más vívidos.
Estábamos más vivos.
«Bárbaros», susurré para mis adentros con satisfacción.
Un hombre de barba color castaño, que sin duda conocía a Rix, corrió hacia él.
—¡Nos alegra dar la bienvenida al hijo de Celtillus! —gritó, abrazando a mi amigo.
Rix mantuvo su actitud fría.
—¿Hablas por Potomarus?
El hombre titubeó.
—Ahora no está aquí, sino haciendo escaramuzas con los lemovices.
Los labios de Rix trazaron su característica media sonrisa.
—Así pues, Geron, ¿eres amigo mío mientras el rey esté ausente?
Geron se mostró indignado.
—Siempre soy tu amigo —afirmó categóricamente.
—No recuerdo que hicieras oír tu voz cuando Celtillus fue asesinado.
Geron tenía los ojos brillantes y el rostro de una rata de agua.
—Ah, Vercingetórix, no me culpes. ¿Qué puede hacer un solo hombre?
—Sí. ¿Qué puede hacer un solo hombre?
Rix se separó de él, reanudó su camino y los demás le seguimos.
Geron siguió a nuestro grupo. Se le unió otro hombre y luego otro. Pronto Vercingetórix iba al frente de una muchedumbre.
Se detuvo ante una vivienda en la que una sucia bandera amarilla y azul colgaba de un palo.
—Aquí vivía mi padre, Ainvar. —Tocó la tela raída por la intemperie—. Éste era su estandarte.
—Nadie ha vivido aquí desde su muerte —dijo uno de los hombres reunidos.
Rix se volvió hacia ellos.
—¿Cómo podrían? Ahora es mío.
Abrió la puerta, agachó la cabeza por debajo del dintel y entró como si nunca se hubiera ausentado.
Aquella noche el alojamiento estuvo tan lleno de gente que no era necesario encender el fuego, pero de todos modos las mujeres del clan de Rix lo encendieron y nos trajeron comida. Los guerreros que habían admirado a Celtillus se presentaron para saludar a su hijo... y para quejarse de Potomarus, que se revelaba como un rey débil.
—Pierde más batallas que gana —afirmaron—. No hemos saqueado a nuestros vecinos en toda la estación. El único motivo por el que ha ido a atacar a los lemovices es porque cualquiera puede derrotarlos.
—¿Por qué no estáis con él? —quise saber.
Un guerrero, que parecía haber perdido una oreja bajo el filo de una espada, replicó:
—Somos príncipes y hombres libres, y seguimos a quien nos parece.
—Lo comprendo, pero éstos son tiempos peligrosos para que haya divisiones en la tribu —le dije, pensando por los eduos.
En aquel momento Rix empezó a hablar como si sus palabras salieran del aliento que yo había exhalado.
—Dejadme que os diga lo que he aprendido en la Provincia —les dijo, inclinándose hacia adelante en un banco junto al fuego e imantando a sus oyentes con la mirada.