Entonces se embarcó en una cabal y detallada explicación del plan de César tal como yo le había contado durante nuestro viaje de regreso a casa.
Nada de lo que le dije se había perdido. Estaba grabado en su memoria y lo repitió casi palabra por palabra. Oí los pensamientos de mi mente pronunciados por los labios de Vercingetórix.
Explicó con vehemencia mi teoría e insufló en quienes le escuchaban temor y pasión.
—¡Somos hombres libres! —les dijo—. Ningún romano puede colarse en nuestro territorio mediante astucias y subterfugios y acabar por robárnoslo. No será así si nos mantenemos unidos contra el invasor. No debemos dejarnos engañar por César y sus trucos, sino reconocer en él al enemigo que es.
No mencionó mis méritos, pero tampoco esperaba que lo hiciera. Yo no era nada para aquellos hombres, simplemente un aprendiz de druida de otra tribu, en ocasiones enemiga. Pero Rix era uno de los suyos, y si lograba su respeto a partir de ahora estarían a su lado.
Mi mirada se encontró con la de Hanesa, sentado ante mí al otro lado del fuego, y supe en qué pensaba. Estaba tan orgulloso de Rix como yo. Un muchacho airado y dolido había partido con nosotros, pero al regresar era un hombre, persuasivo, con dotes naturales de mando y la voz de la autoridad. Tomó lo que yo había reunido con tanta minuciosidad como si tuviera perfecto derecho a tomarlo y utilizarlo para sus propios fines. Y yo lo acepté con alegría, orgulloso de formar parte de lo que estaba naciendo en Gergovia aquella noche.
La reunión se prolongó hasta que oímos, al otro lado de los muros, a los druidas arvernios que entonaban la canción del sol.
Me azoraba tanto perderme aquel momento sagrado que salí corriendo del alojamiento. Con las prisas no escuché las últimas palabras pronunciadas, pero mi memoria las almacenó y me las repitió una vez finalizado el ritual de la salida del sol.
Rix había dicho a los otros:
—Los germanos son mejores amigos para nosotros que los romanos.
Regresé a su lado, con la intención de que me explicara esas palabras. Los demás se habían ido. Hanesa roncaba en un jergón sobre una caja de madera tallada, mientras que Tarvos y Baroc yacían en el suelo envueltos en sus mantos, también dormidos.
Rix aún estaba despierto, el rostro enrojecido y los ojos brillantes.
—Han escuchado todo lo que les he dicho, Ainvar. Estaban impresionados, ¿te has dado cuenta? Me han dicho que comprendo la situación mucho mejor que Potomarus. Volverán con otros para que me escuchen y cuando Potomarus regrese habré hecho mía la mitad de la tribu, convencidos de que ese hombre es un necio peligroso y yo soy sabio a pesar de mi juventud. Entonces no se atreverá a expulsarme. Si es tan débil como creo, empezará a cortejar mi favor.
Al verle resplandeciente junto a la fogata, su fuerza envolviéndole como un manto de oro, supe que los arvernios se apresurarían a unírsele. Era joven, brillante y lleno de confianza. Los atraería como la miel atrae a los osos.
—Dime, Rix, ¿qué querías decir con eso de que los germanos son nuestros amigos?
Esta pregunta le desconcertó momentáneamente, pero se recobró con tanta rapidez que sólo un druida habría reconocido el incierto reflejo trémulo en el aire que le rodeaba.
—Hablaba por hablar, Ainvar, nada más.
—Uno no dice informalmente una cosa así. Creo que será mejor que me lo expliques.
—Es tarde y estoy cansado.
Fingió un bostezo.
—Nadie te ha visto jamás cansado, Rix. Siempre estás despierto, y ahora más que nunca.
»No has tenido reparo en usar mi pensamiento para impresionar a esos hombres con tu astucia. Estás en deuda conmigo por ello. Así pues, te exijo que en pago me cuentes lo que querías decir acerca de los romanos.
Me senté en un banco y crucé los brazos sobre el pecho, mostrándole que estaba dispuesto a esperar tanto tiempo como hiciera falta.
—Dímelo —insistí.
Nuestras miradas se encontraron. Una vez más experimenté la competencia de voluntades entre nosotros. Él era más fuerte que la vez anterior, tan fuerte que me dejaba sin aliento. Antes de que pudiera prepararme para resistir, noté que me ablandaba y quería ceder, dejar que Vercingetórix se saliera con la suya en todo lo que quisiera, rendirme a aquel poder intimidante y a su encanto vibrante...
¡Druida!, gritó mi cabeza.
Me esforcé por superar ese acceso de debilidad, sintiendo que el sudor me perlaba la frente. Cerré mi mente como un puño hasta notar que Rix titubeaba y entonces me incliné hacia él, exigiéndole el silencio.
Él bajó los ojos. Pero había hecho un descubrimiento. Había un peligro en él. Como el hombre llamado César, Vercingetórix poseía un espíritu de singular determinación. Me di cuenta de que podría sacrificar cualquier cosa o a cualquiera para alcanzar su objetivo.
En su rostro apareció la sonrisa familiar.
—Creo que puedo decírtelo, pues al fin y al cabo Hanesa te lo diría si le preguntaras. Durante años los arvernios han empleado mercenarios germanos en diversas ocasiones. Los usamos principalmente contra los eduos. Yo no dejaría que un germano entrara en mi aposento o estuviera cerca de mis mujeres, pero son feroces luchadores.
Le miré fijamente.
—Pero eso es precisamente lo que ha hecho Dumnorix.
—Supongo que sí. Lo que importa es vencer.
—¿Usó tu padre mercenarios germanos?
—No los suficientes, según parece. Y me atrevería a decir que Potomarus tiene algunos, aunque tampoco parecen servirle de mucho. Pero eso se debe a que no es realmente un guerrero capacitado. Yo en su caso...
—¡Rix! —exclamé desesperado—. ¿No ves lo que has hecho? Todos vosotros... ¡se lo habéis puesto tan fácil!
—¿Qué quieres decir?
—¡A César, estúpido!
Su expresión estaba nublada. Por un lado yo le había ofrecido nuevas ideas sobre las que reflexionar y una nueva manera de pensar, pero por otro lado ahora ponía en entredicho una tradición que él siempre había aceptado.
—Quiero que me prometas que jamás aceptarás que un germano siga tu estandarte.
—No tengo estandarte.
—Cogerás el que hay ahí afuera. Ambos lo sabemos. Y cuando lo hagas, no debe haber un solo miembro de ninguna tribu germana entre tus guerreros.
Él me miró con los ojos velados.
—Sabes que respeto tu sabiduría —me dijo seriamente.
Pero aquella noche, cuando estaba tendido en el suelo de su alojamiento, mi cabeza me recordó que Rix no me había dado realmente su promesa.
Permanecí despierto durante largo tiempo, escuchando el crepitar del fuego y los ronquidos de los demás en el alojamiento. Cuando por fin me dormí, con Lakutu acurrucada a mis pies, soñé de nuevo con la figura de dos caras.
Como en la ocasión anterior, la figura salió de una bruma roja y se dirigió hacia mí. Esta vez las caras eran diferentes, ambas reconociblemente humanas. Una era de rasgos acusados y expresión imperiosa, con la nariz aquilina y las mejillas hundidas y afeitadas. La otra era de cráneo cuadrado, carnosa, con facciones pesadas y una ancha mandíbula germana.
Esta vez la figura tenía dos brazos, que alargó para rodearme con ellos... Eché a correr, pero fuera cual fuese mi dirección la imagen me seguía, con las bocas abiertas para engullirme...
Me desperté jadeante y vi que estaba empapado en sudor y en brazos de Lakutu. Aferrándome a ella con todas mis fuerzas, logré librarme del sueño. Ella me consoló en silencio, como una madre consuela a un niño asustado, apretándome la cara contra sus senos hasta que por fin me relajé y volví a sumirme en un sueño intranquilo. ¡La amable Lakutu!
Cierta vez vi a un perrito que saltó desde el tronco vaciado de una canoa a una hoja de nenúfar, esperando sin duda que la verde superficie fuese sólida. La hoja cedió en el acto y el perro se hundió como una piedra. Pronto su cabeza asomó a la superficie, pero el asombrado animal tuvo que nadar para salvar la vida en un medio extraño e inesperado.
Un desastre similar le había acontecido a Lakutu. Se encontraba en un medio extraño que nunca había esperado conocer, incapaz de pronunciar una sola palabra del idioma...; en realidad, ni siquiera lo intentaba. Sin embargo, se mantenía absolutamente fiel, servicial, obediente, y nunca la veía llorar.
Con una visión aclarada por el tiempo, me di cuenta de lo extraordinaria que era. Sólo nuestros pensamientos tardíos nos permiten apreciar a fondo las cosas.
Cuando desperté al amanecer aún tenía en la lengua el sabor acre del sueño. No intenté olvidarlo, pues los sueños son comunicaciones del Más Allá, y deseaba ir corriendo al lado de Menua para contarle el que acababa de tener.
Ahora fue Rix quien se mostró reacio a vernos partir.
—Sin duda podrías quedarte unas noches más, Ainvar. Los príncipes vendrán de nuevo a mi aposento y hablaremos largo y tendido. Quisiera...; sería bueno tenerte conmigo.
Sus palabras me hicieron vacilar, pero también sentía la llamada del bosque, los árboles que me cantaban y cuyo rumor me hacía llegar el viento. Sentía una creciente ansiedad por reunirme con Menua que no podía explicar, incluso con todas las razones tangibles que tenía.
—Sólo una noche más —le dije a Rix—. Luego tendré que irme.
Aquel día fui a visitar al jefe druida de los arvernios, un hombre llamado Secumos, moreno y delgado, con unas manos gráciles que movía constantemente mientras hablaba. Estaba deseoso de escuchar lo que yo había aprendido en mis viajes sobre los dioses romanos. Me invitó a su aposento y me ofreció vino y dulces... importados, según vi.
—Un regalo de Potomarus —me explicó. Cuando estuve cómodo empezó a interrogarme—. ¿Es cierto que los dioses romanos conceden a sus seguidores una prosperidad que excede a todo lo conocido en la Galia libre?
Me pregunté quién le habría dicho tal cosa. ¿Los mercaderes? Probablemente.
—Tal vez los ciudadanos romanos son prósperos —le dije—, pero los de antepasados celtas que viven en la Provincia deben trabajar muy duro para no caer en la esclavitud. Los dioses romanos no son amables con ellos.
—¿Cómo son esos dioses?
—Iguales que los hombres —dije despectivamente—. Te hablaré de ellos, Secumos. A lo largo del camino visité varios templos romanos y le pedí al bardo Hanesa que entablara conversación con sacerdotes romanos para conocer sus creencias. Y lo que supe me escandalizó.
»En el bullicio de las ciudades, que las ratas y los romanos parecen amar, el estrépito de las construcciones y el ruido de las ruedas sobre las piedras del pavimento ahogan las voces del agua, el viento y los árboles. Sin la música de los dioses naturales para guiarles, los romanos han perdido un eslabón vital con la Fuente. Ya no escuchan el canto de la creación. Sólo oyen sus propias voces, por lo que hacen dioses a su imagen y semejanza. O más bien son imágenes de ellos mismos perfeccionadas, tal como les gustaría ser. Hombres y mujeres de incomparable belleza, pero tallados en la fría piedra, con los ojos vacíos y sin espíritu en ellos.
»Hay un dios o una diosa para cada necesidad humana: la guerra, el amor, el fuego del hogar, la cosecha, el vino, el comercio, el arte del herrero, la caza...; la lista es interminable. Adoran a cada uno por separado e incluso afirman que los diversos dioses luchan entre ellos como lo hacen los humanos. Y tal vez tengan razón, pues esos dioses hechos por el hombre parecen poseer toda la mezquindad y la malevolencia de los seres humanos. Son celosos, viciosos, criaturas codiciosas a las que es preciso sobornar continuamente. Claro que los sacerdotes se quedan con los sobornos, puesto que las estatuas no pueden gastar el oro. La única prosperidad verdadera es la de los sacerdotes —añadí cínicamente.
Secumos, profundamente afectado, se retorcía los delgados dedos.
—Pobre gente. No tenía idea de que estuvieran tan desorientados, tan perdidos.
—Ellos creen que nosotros somos los desorientados... y cosas peores. La religión oficial de Roma, que ahora prevalece en la Galia, desprecia a los druidas. Durante mi estancia entre ellos tuve que esconder el triskele bajo mis ropas. Los romanos afirman que los druidas adoran a un millar de dioses brutales, a cual más atroz, cosa que resulta irónica dicha por ellos... Ellos, que adoran a tantas deidades independientes, parecen desconocer que nosotros sólo adoramos a las diversas caras de la única Fuente.
—Entonces ¿no conocen a la Fuente?
Entristecido, repliqué:
—He estado en muchos templos levantados por los hombres en toda la Provincia, Secumos, abriendo los sentidos de mi espíritu. Sin embargo, en ninguno de ellos he notado más presencia que la del hombre.
Las lágrimas habían humedecido los ojos del druida.
—La religión romana no reconoce la inmortalidad de nuestro espíritu —seguí diciendo—. Los sacerdotes dicen que sólo sus dioses inventados son inmortales y que cuando los hombres mueren dejan de existir. Creo que esta terrible creencia es lo que los hace tan frenéticos y codiciosos. Creen que tienen sólo una vida y se desesperan por obtener de ella todo cuanto pueden.
El pobre Secumos estaba totalmente conmocionado por mis revelaciones. No tuve valor para revelarle otros tristes descubrimientos que había hecho, como el de que los sacerdotes romanos —nombre que sólo aplican a los sacrificadores— desconocen las artes sanadoras. No pueden recurrir a las fuerzas de la tierra y el cielo para devolver la armonía a un cuerpo, ni pueden encontrar manantiales ocultos de agua dulce ni recitar a sus tribus historias y genealogías o predecir el futuro, ni siquiera abrir las mentes de los jóvenes a nada que no sea su propia religión estrecha de miras.
Religión, la llamaban. Sacerdotes, se llamaban a sí mismos.
Dejé a Secumos rumiando acongojado mis palabras y regresé al alojamiento de Vercingetórix para asistir a la reunión de aquella noche.
Una multitud más nutrida que la de antes se dirigía al aposento. No había espacio para las mujeres, ni siquiera para Baroc y Tarvos, y al pobre Hanesa le apretujaron tanto que su rostro enrojeció mientras trataba de abrirse paso a codazos entre dos gigantescos guerreros. En el exterior, al lado de la puerta, amontonaron los escudos, y dentro apuraron jarras y más jarras de vino, cuya fragancia me recordó el olor embriagador a manzanas y uvas maduras de la Provincia en la temporada de la vendimia, cuando incluso el aire es intoxicante.
Invitado por Rix, me senté a su lado en el banco, y de vez en cuando le tocaba disimuladamente con el codo. Él inclinaba la cabeza hacia mí y yo le susurraba algo al oído con el pretexto de pasarle una copa de vino. Cuando hablaba a la multitud, mis palabras salían de sus labios y los guerreros reunidos escuchaban con toda atención.