El Druida (60 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

Entre las mujeres que servían el banquete aquella noche estaba Onuava, la esposa de Rix. No sé qué había esperado yo de la mujer que Rix había elegido para casarse, pero el primer atisbo que tuve de ella me sorprendió un poco. Era muy rubia, alta y nervuda, con una melena de leona y una forma felina de moverse, una criatura leonada que sólo parecía domada a medias.

—Si mal no recuerdo me dijiste que te casarías con la mujer que te causara menos problemas —le dije entre dientes.

Él dirigió una mirada sesgada y soñolienta a Onuava.

—Y así es. No me causa ningún problema.

Al notar que la mirábamos, la mujer nos obsequió, a los dos y al mismo tiempo, con una cálida sonrisa de inequívoca invitación sexual.

—Estás mintiendo, Rey del mundo —le dije a Rix.

Él se rió, encogiéndose de hombros.

Cuando la primera luz del alba convirtió en plata deslustrada el cielo oriental, Rix y yo subimos a la empalizada de Gergovia para observar la partida de César en persecución de los eduos. Llevaba consigo cuatro legiones y la totalidad de su caballería, lo cual me reveló la importancia que concedía a la revuelta edua. Mientras las precisas columnas de hombres avanzaban hacia el este, mis ojos se fijaron en una figura diminuta a la cabeza de la primera columna, distinguida por su manto carmesí.

Aunque estaba demasiado lejos para tener la seguridad, me pareció que César se detenía y miraba atrás, hacia Gergovia. Obedeciendo a un impulso, levanté el brazo y lo agité a modo de saludo.

Apenas se habían perdido de vista las fuerzas de César cuando Vercingetórix atacó su campamento, donde habían quedado algo más de dos legiones. Los galos enviaron una oleada tras otra de hombres contra los romanos, que ahora se hallaban en inferioridad numérica, obligándoles a defenderse sin pausa ni respiro. La lucha fue salvaje, con numerosas bajas en ambos lados. Los guerreros ennegrecían la tierra alrededor de Gergovia.

Por desgracia, lo más arduo de la lucha tenía lugar entre la fortaleza y el lejano bosque sagrado de los arvernios, y no pude ir allí para dirigir rituales que ayudaran a nuestros guerreros. Cometí el error de quejarme de esto a Rix cuando él se encontraba en pleno ardor guerrero.

—No desperdicies tu esfuerzo en humo y sacrificio, Ainvar —dijo ásperamente—. Estamos ganando gracias a nuestra fuerza, no por la intervención de una dudosa magia druídica.

Mi cabeza observó que los vencedores siempre deben creer que han ganado por su propio mérito. Sólo los perdedores necesitan culpar a los dioses.

La lucha se reanudó. En cada cerro y valle resonaban las armas, los rugidos y los gritos. No habíamos dado a los romanos tiempo para levantar tiendas sanitarias cerca de los campos de batalla, por lo que a la puesta del sol, cuando nuestros curanderos fueron a recoger a los heridos, Rix les ordenó que trajeran también a los romanos más gravemente heridos para tratarlos.

Comprendí ese gesto. Era una variación del mismo impulso que me había hecho saludar a César.

Éramos celtas, hombres de honor.

El príncipe Litaviccus y sus hermanos llegaron al galope, solicitando protección dentro de los muros de Gergovia. Los centinelas los llevaron enseguida a la tienda de mando, y Rix me llamó para que escuchara su relato.

Cuando llegué, Litaviccus estaba sentado con las rodillas bien separadas en un taburete delante de la tienda, disfrutando del sol con el placer de quien ha temido no volver a verlo. Tenía un rostro típicamente eduo, de mandíbula ancha, y entrecerraba los ojos de un modo permanente, como hacen los hombres de montaña.

—César nos dio alcance no lejos del Allier —le estaba diciendo a Rix cuando me reuní con ellos—. Habíamos penetrado en una franja del territorio boio y buscábamos romanos. Por entonces mis hombres estaban llenos de ira. Yo había enviado por delante mensajeros para que contaran a nuestros compañeros de tribu la matanza y les instaran a matar a todo romano en territorio eduo. Entonces César nos dio alcance. Es un hombre listo. Había traído consigo a los mismos jefes de caballería a los que supuestamente había matado por su traición. Cuando mis seguidores vieron a aquellos hombres vivos e indemnes, arrojaron al suelo sus armas.

»César no tardó mucho en comprender que todo había sido un truco. Temían que los hicieran pasar por las armas por su deserción, pero él les dirigió un discurso repugnantemente magnánimo acerca del perdón y la amistad y finalmente los tuvo a sus pies como perros. Pero yo no fui tan necio como para creer que extendería su misericordia a mí y mis hermanos. Así pues, sin esperar el graznido de los gansos, nos aprovechamos de la confusión y huimos. Hemos venido directamente aquí.

—Os damos la bienvenida con gratitud y podéis contar con nuestra protección —replicó Rix—. Nos habéis sido de gran ayuda. La obligación de dividir a su ejército ya ha costado a César casi media legión.

—Y más romanos morirán en la tierra de los eduos —nos aseguró Litaviccus—. Mis mensajeros se habrán abierto paso y cuando mi gente esté al corriente de la matanza no esperarán a tener confirmación, sino que caerán sobre cada comerciante y funcionario romano que encuentren, los harán pedazos y confiscarán sus propiedades. Cuando sepan lo que ha sucedido realmente, habrá menos romanos en mi tierra.

—Y aquí —dijo Rix, señalando con la cabeza hacia el lugar donde rugía la batalla.

Cuando César regresó tras su persecución de los diez mil guerreros, encontró al ejército que había dejado detrás muy malparado. Los hombres se habían convertido en carroña, y cuando el romano fue a inspeccionar el campo de batalla le recibieron enjambres de moscas.

Entretanto nuestro número iba en aumento. A diario llegaban nuevos reclutas, a quienes sus druidas tribales, en lugares tan lejanos como Aquitania, habían persuadido para que tomaran las armas. Por otro lado, César no sólo había perdido a las numerosas bajas en el combate sino también a los diez mil eduos, pues había perdido la confianza en ellos y no se atrevía a incorporarlos de nuevo a sus filas.

En un intento de sofocar en sus inicios la revuelta, César envió mensajeros a la tierra de los eduos, pero una vez se ha prendido fuego a la hierba seca no es fácil extinguirlo. No pasaría mucho tiempo antes de que el alzamiento se extendiera a las tribus vecinas y pronto todas se dedicarían a matar a los romanos. César se vería flanqueado por tribus hostiles donde había creído tener aliados.

—Tendrá que retirarse —me dijo Rix—. Lo más lógico que podría hacer ahora sería regresar a la Provincia y reunir refuerzos.

—César no suele guiarse por la lógica —repliqué—, y no creo que esté dispuesto a retirarse.

Sabía que César aún no estaba desalentado. Había observado la pauta del vuelo de los pájaros sobre su campamento y probado el sabor del suelo en el campo de batalla. A pesar de sus pérdidas recientes, César confiaba en el valor y la disciplina de sus hombres para vencernos. Aún creía disponer de suficientes tropas.

Teníamos que hacerle sufrir unas pérdidas que no pudiera pasar por alto. Pensé a fondo en ello y le sugerí un plan a Vercingetórix.

Un irregular torrente de guerreros que afirmaban ser desertores del ejército de la Galia libre se aproximaron al campamento romano, permitieron a los invasores que les extrajeran cierta información sobre nuestro terreno y vulnerabilidad. Entretanto, Rix retiró sus fuerzas de la cima de una colina estratégica que daba acceso al cerro estrecho y boscoso desde donde se podía ascender directamente a la montaña sobre la que se alzaba Gergovia.

Por la noche las legiones de César convergieron en la colina desierta y, al amanecer, dominaban el lugar. Nuestros guerreros se lanzaron al ataque, luchando para impedirles la posesión del cerro. Más guerreros romanos salieron de sus escondites en los bosques cercanos, y la batalla fue feroz.

Nuestros hombres retrocedieron gradualmente, dejando que los romanos ganaran terreno paso a paso sólo con un esfuerzo agotador. La pendiente del terreno nos daba ventaja. Como a medio camino, el Goban Saor había levantado una barrera de piedra que llegaba a la altura de un hombre galo y seguía el contorno de la colina. Innumerables romanos cayeron atravesados por las lanzas galas cuando intentaban rebasar aquel muro, pero seguimos atrayéndolos, mofándonos de ellos, y finalmente lograron pasar aquel obstáculo y arrasar en el otro lado.

Cuando el sol estaba alto los romanos sorprendieron al rey de los nitiobrigos en su tienda, el cual logró escapar a duras penas. Más tarde nos dijo:

—¡Tuve que correr para salvar el pellejo, semidesnudo y a horcajadas en un caballo herido!

Se echó a reír. Era una anécdota graciosa porque estaba vivo.

Los romanos reanudaron su avance. Les proporcionábamos pequeñas victorias que aguzaban su apetito.

De no haber utilizado la treta de la colina sin defensa, César nunca habría lanzado un ataque contra la misma fortaleza, donde teníamos toda la ventaja. Le habíamos engañado haciendo que se aproximara demasiado para dar la vuelta. Yo había contado con su disposición a correr un riesgo si creía que así tendría la menor oportunidad.

Mantuvimos al enemigo luchando duramente durante la mayor parte de una jornada. César trasladó tropas de un lugar a otro, confiando en confundirnos, hasta que hubo un buen número de hombres en las elevaciones por debajo de los muros de Gergovia. Pero los romanos no pudieron avanzar más. César incluso envió a la caballería edua alrededor de la montaña para encontrar un medio mejor de aproximación, pero no había ninguno.

Cuando el sol se ponía, César ordenó la retirada. Sus hombres estaban exhaustos, con los sentidos embotados, el cerebro nublado. Cuando la caballería edua avanzó hacia ellos en medio del crepúsculo, confundieron a sus aliados con los guerreros de la Galia libre y los atacaron salvajemente, matando a muchos de ellos.

Al mismo tiempo, otro contingente romano se negó en redondo a retroceder y atacó temerariamente la fortaleza. Era exactamente lo que habíamos planeado.

Durante la última parte del día nuestros guerreros habían ido regresando sigilosamente a la ciudad fortificada, a medida que cedían terreno a los romanos, y ahora no había un solo espacio en las murallas donde no hubiera un buen número de defensores, los cuales hicieron llover la muerte contra el enemigo directamente por debajo de ellos. El acero, las piedras y la pez hirviendo causaron terribles daños. En su desesperación por atacarnos, los romanos habían renunciado a la disciplina y no levantaron el techo de escudos solapados llamado «caparazón de tortuga» para protegerse. Por otro lado, los que habían encabezado el ataque estaban ahora inmovilizados contra la base de la muralla por la presión de los que subieron tras ellos.

En lo alto de las murallas se producía una refriega casi similar. Todo el mundo intentaba encontrar un sitio donde apostarse y observar. Yo mismo me había procurado una posición excelente cerca de una de las torres vigías, junto con Cotuatus y muchos de nuestros carnutos, cuando oí un grito formidable a mis espaldas y apareció de repente alguien que casi me derribó de lo alto del muro.

Era Onuava.

—¿Dónde está mi marido? —me preguntó a gritos.

Examiné la masa confusa.

—Allí. ¿No lo ves? En aquel caballo negro, ante las puertas.

Ambos nos inclinamos hacia adelante y vimos cómo Rix atravesaba con su espada a un centurión que le gritaba como un loco. De repente Onuava se inclinó más y tuve que cogerla por la cintura, temeroso de que cayera abajo. Vi un romano que llevaba a otro hombre en equilibrio sobre los hombros. Cuando ese segundo hombre se irguió hacia lo alto del muro, Onuava se agachó hacia él y se rasgó el corpiño de su vestido, exhibiendo sus pechos grandes y blancos.

CAPÍTULO XXXV

—Sube aquí, vamos, hermoso hombrecito —arrulló Onuava al romano mientras éste le miraba boquiabierto desde el precario asidero en los hombros de su compañero—. Ven a mí y toma tu recompensa.

Agitó los pechos ante él y echó atrás su espléndida cabellera leonada.

Entonces gritó al tiempo que arrojaba una piedra de cantos afilados contra el rostro alzado del soldado, el cual cayó hacia atrás y desapareció en la confusa masa.

Al instante las demás mujeres que estaban en lo alto de la muralla empezaron a imitar a Onuava: gritaban invitaciones y ofertas de ayuda a los romanos que intentaban escalar, y luego se burlaban de ellos y los atacaban con proyectiles, desternillándose de risa cuando caían. Incluso los niños más pequeños pedían objetos para arrojarlos al enemigo.

La posición de los romanos era desesperada. A una señal de Rix, los guerreros de la Galia libre salieron por todas las puertas laterales de Gergovia y los atacaron por detrás. Otro centurión hizo un temerario e inútil intento de cruzar la puerta principal, pero Rix le derribó con su gran caballo negro. Al verlo, los hombres del centurión perdieron el valor y se dispersaron.

Nuestros guerreros destrozaron al enemigo, aplastándolo contra las murallas de Gergovia.

Entonces oímos las trompetas de los romanos que tocaban frenéticamente a retirada y, por fin, los legionarios estuvieron también dispuestos a escucharlas. Los supervivientes echaron a correr cuesta abajo y nosotros, en lo alto de los muros, les vitoreamos mientras se alejaban en el crepúsculo.

Aquel día murieron setecientos romanos, entre ellos cuarenta y seis centuriones, la espina dorsal del ejército de César. Fui testigo de que Vercingetórix en persona mataba a dos de ellos.

Me pregunté qué diría César a los romanos que habían perdido el dominio de sí mismos y desobedecido sus órdenes. Cuando planeábamos aquella estrategia, le había dicho a Rix que sería posible superar a la disciplina más severa si lográbamos dominar a nuestros hombres durante más tiempo que César a los suyos. Rix me respondió que podríamos hacerlo, y así había sido.

Cuando llegaron a la llanura, los romanos se detuvieron y adoptaron por fin una irregular formación de combate, pero no teníamos intención de perseguirlos. Había oscurecido y sabíamos tan bien como ellos quién había ganado.

A la mañana siguiente, Rix libró con ellos una escaramuza de caballería, y el orgullo exigió que hicieran otro intento más un día después. Pero luego levantaron el campamento y se marcharon. Litaviccus vino a vernos enseguida.

—Deja que me lleve a los supervivientes de la caballería edua —le suplicó a Rix—. Han desertado de las filas romanas y están deseosos de seguir mi estandarte. Puedo llevarlos a mi territorio y utilizarlos para consolidar la revuelta edua.

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