El Druida (58 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

—Es normal que haya llegado a salvo, pues se marchó de aquí tambaleándose bajo el peso de los hechizos y protecciones que acumulamos sobre él. No queríamos que los romanos le atraparan.

Respondí a tantas preguntas como pude y luego repetí las respuestas porque la gente no dejaba de preguntar. Finalmente me dejaron ir un rato al refugio de mi propio alojamiento para comer y descansar. Allí tuve que observar todas las sencillas costumbres caras a las mujeres. Hicieron que me sentara en mi banco, me lavaron la cara y los pies, intercambiaron exclamaciones sobre el patético estado de mis ropas. Trabajaban en armonía y me pregunté si alguna vez se habían peleado en mi ausencia. Si así había sido, me lo ocultaron. Briga y Lakutu cerraron filas en mi presencia y presentaron un frente unido.

Miré con curiosidad a mi alrededor. Cada persona que vive en un lugar deja una huella, de una manera bastante parecida a las líneas de poder cruzadas entre la tierra y las estrellas que dejan huellas en nuestras palmas. Briga y Lakutu habían logrado ocultar casi por completo mi rastro en su domesticidad atareada y brillante. Un telar, montones de telas, cerámica, mantas nuevas, utensilios domésticos desconocidos, taburetes, tarros, olores infantiles, jaulas con gallinas colgadas de las paredes, cestos de huevos y redes con cebollas, ropas secándose en tendederos colgados de las vigas. Sólo los guardafuegos de hierro hablaban del pasado, sólo ellos y mi cofre de madera tallada.

—¿Hay alguna noticia de nuestra hija? —le pregunté a Briga mientras tomaba el primer bocado de pan.

—Todavía no, pero en el aniversario de su concepción los druidas le pusieron su nombre, Ainvar.

—Magnífico, ¿qué nombre consideraron apropiado?

—Maia, hija de la tierra.

Ciertamente el nombre no podía ser más adecuado. Maia, hija de la tierra, hija de la Galia.

—¿Y ese chico? —pregunté, señalando con la cabeza al muchacho que había estado ciego, ahora cómodamente sentado con las piernas cruzadas al lado del hogar y comiendo mi comida como si estuviera acostumbrado a hacerlo.

Briga me informó de que así era.

—Su madre tiene un tumor ardiente en el vientre, y así, mientras Sulis y yo trabajamos en la curación, hemos traído a sus hijos al fuerte, donde estarán más seguros. Los hemos repartido entre las viviendas. Yo me quedé con éste, por supuesto.

Por supuesto.

—Me sorprende que no los trajeras a todos a mi alojamiento —observé con un sarcasmo del que Briga prefirió hacer caso omiso—. ¿Son docenas?

Ella sacudió la cabeza.

—Éste es el mayor. Se llama Cormiac Ru, «el lobo rojo».

Al oír pronunciar su nombre, Cormiac Ru alzó la vista y se encontró con mi mirada. Recordé la ocasión, ya lejana, en que le tuve en brazos y le describí la guerra. Ahora sólo le faltaban unas pocas estaciones para que él mismo tuviera la edad del guerrero de haber nacido en un clan noble. Su cabello era cobrizo, los ojos gélidos, el rostro enjuto y de expresión intensa no era infantil.

—Defiendo a estas mujeres —me dijo en un tono terminante, y volvió a concentrarse en la comida.

Su nombre era apropiado.

—¿Le enviarás finalmente con su madre? —le pregunté a Briga entre dientes.

—Se recupera, pero está muy enferma, Ainvar. No recurrió a una curandera cuando debía de haberlo hecho y ahora puede que sea demasiado tarde, incluso para el muérdago. Has llegado en el momento más propicio. Mañana es el sexto día de la luna.

Comprendí enseguida. Las circunstancias me habían impedido asistir recientemente a los rituales en el bosque, pero al día siguiente podría dirigir uno importante.

La ceremonia de cortar el muérdago se realizaba siempre el sexto día de la luna. La planta crecía en distintas clases de árboles, pero no solía encontrarse en los robles. Cuando crecía en ellos recibía el nombre de Hijo del Roble y era objeto de reverencia, como un regalo especial del Más Allá. Una poción con Hijo del Roble, preparada a la manera celosamente guardada por los druidas, era capaz de destruir los tumores ardientes. Era, en efecto, la más poderosa de las medicinas.

Muchos robles del bosque sagrado estaban coronados con el muérdago. No lo usábamos generosamente, no saqueábamos los árboles. Sólo recogíamos el muérdago cuando más lo necesitábamos, y a cambio ofrecíamos los sacrificios adecuados. El muérdago era cortado del árbol con un cuchillo de oro especial, y dos jóvenes toros regaban las raíces del árbol con su sangre mientras los druidas cantaban.

Administrada a tiempo, la medicina preparada con el Hijo del Roble podía salvar a la madre de Lobo Rojo. Yo estaba seguro de que antes había salvado a mucha gente.

Por otro lado, después de la ceremonia tendría una excelente oportunidad de hablar con los druidas y pedirles que enrolaran a más luchadores para Vercingetórix.

Aquella noche, sentado una vez más al lado del fuego que ardía en mi propio hogar, no pensé en Rix. Mi mirada seguía a Briga de un lado a otro del alojamiento, y el calor que aumentaba en mí no estaba causado por el fuego del hogar. Parecía haberme perdonado por la pérdida de su hija, y su bienvenida había sido cálida y reveladora de auténtica felicidad. Cuando me tendí en el jergón y abrí los brazos, ella vino a mí de buen grado y Lakutu y Cormiac Ru nos hicieron caso omiso, como deben hacer quienes comparten un alojamiento. Cada persona tiene su propia capucha de invisibilidad que le concede la cortesía de los demás.

Pero Briga permaneció rígida entre mis brazos y noté que mi calor remitía.

—¿Qué sucede? —le pregunté en un susurro.

—Nada.

—¿Todavía estás enfadada conmigo?

—Claro que no. Me alegro de que estés vivo y hayas venido.

—¿Qué ocurre entonces?

—Nada.

Pero había algo, y se llamaba Maia. La niña perdida era como una sombra entre nosotros.

—Te daré otro hijo —le dije con vehemencia, poniéndome encima de ella.

La penetré con violencia, como si en algún lugar de sus entrañas pudiera encontrar a Maia, y ella gritó y se aferró a mí como si su desesperación fuese una fuerza capaz de crear vida.

Antes de que amaneciera, cuando me disponía a salir para entonar la canción al sol, se me acercó Cormiac Ru y, en voz baja, para que las mujeres no lo oyeran, me dijo:

—Iré en busca de tu hija. Dame un caballo... Puedo hacerlo, las mujeres creen que soy un chiquillo, pero no es cierto.

Examiné su rostro de expresión seria a la débil luz que emitían las brasas del hogar.

—No, no eres un niño, ya lo veo, pero no puedes salir en busca de mi hija y encontrarla sin más, no es tan fácil. No tienes idea de lo grande que es el mundo al otro lado de la empalizada o lo que te espera ahí afuera, Cormiac.

—No importa —dijo él con la maravillosa confianza que proporciona la ignorancia—. Briga llora por ella de noche. Quiero devolvérsela.

Me miró con sus ojos de color de hielo y vi que no tenía temor, ni en el cuerpo ni en el espíritu. Briga le había sacado de la oscuridad y estaba en deuda con ella. Para Cormiac Ru era así de sencillo. Era un celta, una persona de honor.

Experimenté una sensación de triunfo. Ésta es mi gente, César, dije en el silencio de mi cabeza. Defectuosa, necia y magnífica: ésta es mi gente y te derrotaremos. Sobreviviremos cuando tú y tus ambiciones seáis polvo. Las tribus se unirán, nuestro pueblo cantará al unísono.

Concentré toda la fuerza de mi voluntad en estas palabras, como si, sólo a través de ellas, pudiera conformar la historia.

El alojamiento pareció desvanecerse, dejándome en las sombras que quizá eran sombras de árboles. Me recorrió un sonido, una sola nota pura de una canción que nunca había oído hasta entonces. Casi la tocaba, la saboreaba, la veía... Entonces Cormiac me tiró del brazo.

—¿Temes a César, Ainvar? —me preguntó.

—¿César? —Miré el rostro vibrante del muchacho y sonreí—. No, Cormiac. César carece de importancia..., es un pabilo corto en un candil pequeño.

Salió conmigo para entonar la canción al sol.

Aquel día cortamos el muérdago, y cuando la ceremonia hubo concluido y las curanderas se apresuraron a retirarse con la preciosa planta para preparar sus pociones, me dirigí así a mis druidas:

—Evitad las patrullas romanas, pero visitad todos los lugares donde sepáis que hay hombres fuertes y capaces de luchar. No es necesario que sean nobles. Los hombres corrientes también pueden luchar. Ésta es su tierra tanto como la nuestra, tal vez más, pues son ellos quienes la trabajan. Pedidles que empuñen todo lo que pueda servir como un arma y se nos unan en la resistencia contra los romanos. Poned en juego toda vuestra influencia, decidles que el Más Allá se lo pide. Cuando vuelva al lado de Vercingetórix, guiaré a quienes estén dispuestos a acompañarme.

—¿Cómo puedes estar seguro de que esto es lo que quiere el Más Allá? —preguntó un orejudo aprendiz de sacrificador que había acompañado a Aberth.

Con toda la autoridad del Guardián del Bosque le repliqué en un tono atronador:

—¡Porque te digo que el espíritu de la Galia lo exige!

No hubo más discusión. Los druidas se dispersaron para cumplir mis órdenes, dejándome a solas con los árboles y mis pensamientos.

Había muy poco tiempo. César tenía que regresar pronto al lado de sus legiones y yo debía reunirme pronto con Rix para la confrontación que sin duda sería decisiva. El conocimiento de mis anteriores errores de juicio pesaba sobre mi conciencia. A partir de ahora, el consejo que diera a mi amigo debería estar inspirado. No podíamos permitirnos más errores. No era suficiente tener una buena cabeza, sino que necesitábamos la clase de ayuda que Vercingetórix despreciaba.

—Ayúdame —musité a Aquel Que Vigila—. Déjame ver..., déjame saber...

Tendí los brazos al Más Allá en actitud suplicante.

El otro mundo, que brillaba más allá del reino de los sentidos corporales, pero tan cercano que casi podía tocarlo, casi podía desgarrar el tenue velo que nos separaba y percibir su cálida luz en el rostro. Allí estaba, al otro lado de los árboles, más allá..., y en él los muertos a los que había amado. Cuando pensaba en ellos podían verme. Envidiaba sus espíritus sin trabas y su conocimiento ampliado.

—Mostradme el futuro —imploré.

Noté un nudo en el estómago. Por segunda vez aquel día el mundo tal como lo conocía se disolvió a mi alrededor. Me encontré en pie entre las sombras de árboles que no eran tales, sino columnas. Mi piel percibió el frío eco de la piedra. Una inmensidad vertical de piedra.

Eché la cabeza atrás para seguir la línea de las columnas hacia arriba. Por encima de mí no había cielo. En su lugar, increíblemente, los maderos curvos del techo se arqueaban hacia arriba para encontrarse en una vaga vastedad más alta que las copas de los árboles. Pero ¿eran realmente maderos? Tenía la impresión de que se trataba de piedra. ¿Y cuál era la fuente de la luz irisada que me deslumbraba? En uno de los lados, un gran círculo brillaba con vívidas tonalidades azules y rosadas, y su belleza me dejaba sin aliento.

Entonces la escena se desvaneció. Volví a encontrarme en el bosque, entre los robles familiares, pero por el zumbido de mis oídos y una angustiosa sensación de dislocación supe que había visto el futuro.

CAPÍTULO XXXIV

La verdadera profecía es la más elusiva y ambigua de las habilidades druídicas. Mi talento en ese aspecto siempre había sido insignificante, y mi momento de presciencia relativo a la muerte de César era la excepción. Normalmente, la predicción consistía en reconocer pautas en la naturaleza, una forma de adivinación más que una inspiración del Más Allá.

Nada me había preparado para la asombrosa visión del bosque sagrado de la Galia transformado en una estructura de piedra.

No se lo dije a nadie, ni siquiera al jefe de los vates. Keryth no habría estado más capacitada que yo para interpretar la visión. Todo en ella era extraño, estaba más allá de la comprensión. Sin embargo, la misteriosa belleza del gigantesco edificio en el que había estado tan brevemente me producía un temor reverencial, me obsesionaba.

¿Era aquél el futuro que traía César? De alguna manera no lo creía así. A pesar de su tamaño, la construcción era demasiado esbelta y elegante para ser romana. Se alzaba como los árboles, a los que sustituía. Traté de reprimir el terror.

Acompañé a Briga y Sulis cuando fueron a tratar a la madre de Cormiac Ru con su poción de muérdago. Me entristecí al ver el estado en que se hallaba la mujer, la cual ya no tenía la piel cremosa que yo recordaba y era un saco lleno de palos nudosos. Sus ojos me miraron sin expresión, y no sé si me reconoció, si cualquiera de nosotros le resultaba familiar. Su cuerpo estaba siendo roído desde el interior, el tumor alimentándose de ella como el muérdago se alimentaba del roble.

La curación debía ser apropiada a la enfermedad. La fuerza y la vida que el muérdago había tomado del roble, el más poderoso de los árboles, serían concedidas ahora a la mujer. Ésta se movió, con evidente sufrimiento, en su jergón de paja.

—¿Dónde están mis hijos? ¿Alguien...?

Briga se inclinó solícita sobre ella.

—Están alojados y bien cuidados, no te preocupes por ellos. Toma, bebe esto.

—¿Dónde está tu marido? —le pregunté.

La mujer hizo un débil intento de apartar el cuenco.

—En los campos, siempre en los campos. Debería estar con él, sembrando la cebada.

Me consternó ver que emprendía un tembloroso y patético intento de entonar la canción de la siembra, mientras con una mano esquelética esparcía semillas invisibles desde su jergón.

Su actitud me desgarraba las entrañas.

—¿Vivirá? —le pregunté a Sulis.

La curandera parecía dubitativa.

—Es posible que haya esperado demasiado a admitir que estaba enferma. Sólo tienen un terreno pequeño y en primavera todo el mundo es necesario para trabajar. Ella no dijo nada hasta que quedó postrada. No sé si en estas condiciones el muérdago tendrá alguna eficacia, pero haremos lo que podamos, Ainvar.

No pude quedarme para conocer el resultado. A diario, desde todas las fuentes posibles, recibía noticias de César, el cual abandonaría muy pronto a los eduos.

Entretanto, mis druidas habían reclutado cuantos guerreros pudieron para nuestro ejército. Era un grupo mixto de leñadores, artesanos y jóvenes apenas salidos de la adolescencia. Debido a la estación, había entre ellos pocos agricultores y pastores. La tierra reclamaba a los suyos. Estaba preñada de nueva vida y no esperaría a la conveniencia del hombre.

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