Dos hermanos gemelos, idénticos, pues nadie los distingue, son llevados por su madre a casa de la abuela, en la Pequeña Ciudad, debido al hambre y a los intensos bombardeos a que está sometida la capital. La abuela tiene un huerto y realiza toda clases de ventas lucrativas, en unos momentos en los que las patatas valen más que las joyas. Todos la conocen como la Bruja.
Los dos hermanos sobreviven en medio de la gran guerra que asola Europa. Pese a la barbarie existente son capaces de encontrar, ellos solos, el código moral que les guíe y, aunque parezca increíble, aprovechan el tiempo y aprenden, en condiciones tan difíciles como las que viven. Consiguen un cuaderno grande, y con un diccionario y una Biblia, cada día, estudian cálculo, ortografía, composición y ejercitan la memoria. Escriben también una composición, se la corrigen uno al otro y la más valorada pasa a engrosar las historias de El Gran Cuaderno.
Agota Kristof
El gran cuaderno
Claus y Lucas - 1
ePUB v1.0
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Título original francés:
Le grand cahier © Editions du Seuil, 1986
Primera edición: enero de 2007
Tercera edición: octubre de 2007
© Traducción Ana Herrera Ferrer, 2007
ISBN: 978-84-7669-710-8
Venimos de la ciudad. Hemos viajado toda la noche. Nuestra madre tiene los ojos rojos. Lleva una caja de cartón grande, y nosotros dos una maleta pequeña cada uno con su ropa, y además el diccionario grande de nuestro padre, que nos vamos pasando cuando tenemos los brazos cansados.
Andamos mucho rato. La casa de la abuela está lejos de la estación, en la otra punta del pueblo. Aquí no hay tranvía, ni autobús, ni coches. Sólo circulan algunos camiones militares.
Los caminantes son poco numerosos, el pueblo está silencioso. Se oye el ruido de nuestros pasos. Caminamos sin hablar, nuestra madre en medio, entre nosotros dos.
Ante la puerta del jardín de la abuela, nuestra madre dice:
—Esperadme aquí.
Esperamos un poco y después entramos en el jardín, rodeamos la casa, nos agachamos debajo de una ventana, de donde vienen las voces. La voz de nuestra madre dice:
—Ya no tenemos nada que comer en casa, ni pan, ni carne, ni verduras, ni leche. Nada. No puedo alimentarlos.
Otra voz dice:
—Y claro, te has acordado de mí. Durante diez años no te has acordado. No has venido ni has escrito.
Nuestra madre dice:
—Sabes muy bien por qué. Yo quería a mi padre.
La otra voz dice:
—Sí, y ahora te acuerdas de que también tienes una madre. Llegas y me pides que te ayude.
Nuestra madre dice:
—No te pido nada para mí. Sólo me gustaría que mis hijos sobreviviesen a esta guerra. Bombardean la ciudad día y noche, y no hay nada que comer. Evacúan a los niños al campo, a casa de parientes o de extraños, a cualquier sitio.
La otra voz dice:
—Sólo tenías que enviarlos a casa de algún extraño, a cualquier sitio.
Nuestra madre dice:
—Son tus nietos.
—¿Mis nietos? Ni siquiera los conozco. ¿Cuántos son?
—Dos. Dos chicos. Unos gemelos.
La otra voz dice:
—¿Qué has hecho con los otros?
Nuestra madre pregunta:
—¿Qué otros?
—Las perras tienen cuatro o cinco cachorros cada vez. Se guardan uno o dos y los demás se ahogan.
La otra voz se ríe muy fuerte. Nuestra madre no dice nada y la otra voz pregunta:
—¿Tienen padre, al menos? No estás casada, que yo sepa. No me has invitado a tu boda.
—Sí que estoy casada. Su padre está en el frente. No tengo noticias de él desde hace seis meses.
—Entonces ya puedes ponerle una cruz.
La otra voz ríe de nuevo, nuestra madre llora. Nosotros volvemos a la puerta del jardín.
Nuestra madre sale de la casa con una vieja.
Nuestra madre nos dice:
—Ésta es vuestra abuela. Os quedaréis con ella un tiempo, hasta que acabe la guerra.
Nuestra abuela dice:
—Puede ser mucho tiempo. Pero yo les haré trabajar, no te preocupes. La comida no es gratis aquí tampoco.
Nuestra madre dice:
—Os mandaré dinero. En las maletas tenéis vuestra ropa. Y en la caja, sábanas y mantas. Sed buenos, pequeños. Os escribiré.
Nos besa y se va llorando.
La abuela se ríe muy fuerte y dice:
—¡Sábanas y mantas! ¡Camisas blancas y zapatitos de charol! ¡Ya os enseñaré yo a vivir, ya veréis!
Le sacamos la lengua a nuestra abuela. Ella se ríe más fuerte aún, dándose palmadas en los muslos.
La casa de la abuela está a cinco minutos andando de las últimas casas del pueblo. Después ya no queda más que la carretera polvorienta, pronto cortada por una barrera. Está prohibido ir más lejos, un soldado monta guardia allí. Tiene una metralleta y unos prismáticos, y cuando llueve se mete dentro de una garita. Sabemos que más allá de la barrera, oculta entre los árboles, hay una base militar secreta, y detrás de la base la frontera y otro país.
La casa de la abuela está rodeada por un jardín al fondo del cual corre un río, y después el bosque.
En el jardín tiene plantadas todo tipo de verduras y árboles frutales. En un rincón hay una conejera, un gallinero, una pocilga y una caseta para las cabras. Hemos intentado subirnos al lomo del cerdo más gordo de todos, pero es imposible permanecer encima.
La abuela vende las verduras, las frutas, los conejos, los patos y los pollos en el mercado, así como los huevos de las gallinas y patas y quesos de cabra. Los cerdos los vende al carnicero, que le paga con dinero, pero también con jamones y salchichones ahumados.
También hay un perro para cazar a los ladrones y un gato para cazar ratas y ratones. No hay que darle de comer, para que tenga hambre siempre.
La abuela posee también una viña al otro lado de la carretera.
Se entra en la casa por la cocina, que es grande y está caliente. El fuego está encendido todo el día en el hogar de leña. Junto a la ventana hay una enorme mesa y un banco de rincón. En ese banco dormimos nosotros.
Desde la cocina, una puerta lleva a la habitación de la abuela, que siempre está cerrada con llave. Sólo la abuela entra allí por las noches, a dormir.
Existe otra habitación donde se puede entrar sin pasar por la cocina, directamente desde el jardín. Esa habitación está ocupada por un oficial extranjero. La puerta también está cerrada siempre con llave.
Bajo la casa hay una bodega llena de cosas de comer y, debajo del tejado, un desván donde la abuela ya no sube desde que le serramos la escalera y se hizo daño al caer. La entrada del desván está justo encima de la puerta del oficial, y nosotros subimos con la ayuda de una cuerda. Allí es donde guardamos el cuaderno de las redacciones, el diccionario de nuestro padre y los demás objetos que nos vemos obligados a esconder.
Pronto nos fabricamos una llave que abre todas las puertas y hacemos unos agujeros en el suelo del desván. Gracias a la llave podemos circular libremente por la casa cuando no hay nadie en ella, y gracias a los agujeros, podemos observar a la abuela y al oficial en sus habitaciones sin que ellos se den cuenta.
La abuela es la madre de nuestra madre. Antes de venir a vivir a su casa no sabíamos que nuestra madre todavía tenía madre.
Nosotros la llamamos abuela.
La gente la llama la Bruja.
Ella nos llama «hijos de perra».
La abuela es pequeña y delgada. Lleva una pañoleta negra en la cabeza. Su ropa es gris oscuro. Lleva unos zapatos militares viejos. Cuando hace buen tiempo va descalza. Su cara está llena de arrugas, de manchas oscuras y de verrugas de las que salen pelos. No tiene dientes, al menos que se vean.
La abuela no se lava jamás. Se seca la boca con la punta de su pañoleta cuando ha comido o ha bebido. No lleva bragas. Cuando tiene que orinar, se queda quieta donde está, separa las piernas y se mea en el suelo, por debajo de la falda. Naturalmente, eso no lo hace dentro de casa.
La abuela no se desnuda jamás. La hemos visto en su habitación, por la noche. Se quita una falda y lleva otra debajo. Se quita la blusa y lleva otra blusa debajo. Se acuesta así. No se quita la pañoleta.
La abuela habla poco. Salvo por la noche. Por la noche, coge una botella que tiene en un estante y bebe directamente a morro. Pronto se pone a hablar en una lengua que no conocemos. No es la lengua que hablan los militares extranjeros, es una lengua completamente distinta.
En esa lengua desconocida, la abuela se pregunta cosas y ella misma se responde. A veces se ríe, o bien se enfada, o bien grita. Al final, casi siempre, se pone a llorar, se va a su habitación dando traspiés y se tira en la cama, y la oímos sollozar mucho rato por la noche.
Estamos obligados a hacer determinados trabajos para la abuela, porque si no no nos daría de comer y nos dejaría pasar la noche fuera.
Al principio nos negamos a obedecerla. Dormimos en el jardín, nos comemos la fruta y las verduras crudas.
Por la mañana, antes de que salga el sol, vemos a la abuela salir de la casa. No nos habla. Va a alimentar a los animales, ordeña las cabras, después las lleva a la orilla del río, donde las ata a un árbol. Después riega el jardín y coge las verduras y frutas que carga en su carretilla. Pone también una cesta llena de huevos, una jaula pequeña con un conejo y un pollo o un pato con las patas atadas.
Se va al mercado, empujando su carretilla cuya cincha, pasada por su cuello delgado, le hace bajar la cabeza. Se tambalea bajo el peso. Los baches del camino y las piedras la desequilibran, pero sigue andando, con los pies hacia fuera, como los patos. Va andando hacia el pueblo, hasta el mercado, sin pararse, sin apoyar la carretilla ni una sola vez.
Al volver del mercado, hace una sopa con las verduras que no ha vendido y hace mermeladas con la fruta. Come, va a echar la siesta a su viña, duerme una hora, y después se ocupa de la viña o, si no hay nada más que hacer, vuelve a la casa, corta leña y alimenta de nuevo a los animales, trae de nuevo las cabras, las ordeña, se va al bosque y trae setas y leña seca, hace queso, seca las setas y las judías, llena frascos con las demás verduras, riega de nuevo el jardín, ordena las cosas en la bodega y así sucesivamente hasta que cae la noche.
La sexta mañana, cuando ella sale de casa ya hemos regado el huerto. Le cogemos de las manos los pesados cubos de la comida de los cerdos, llevamos nosotros las cabras a la orilla del río, la ayudamos a cargar la carretilla. Cuando vuelve del mercado, estamos a punto de cortar leña.
Durante la cena, la abuela dice:
—Ya lo habéis entendido. El cobijo y el alimento hay que ganárselos.
Nosotros decimos:
—No es eso. El trabajo es pesado, pero mirar sin hacer nada a alguien que trabaja es mucho más pesado aún, sobre todo si es un viejo.
La abuela dice, sarcástica:
—¡Hijos de perra! ¿Queréis decir que os doy pena?
—No, abuela. Solamente nos avergonzamos de nosotros mismos.
Por la tarde vamos a buscar leña al bosque.
A partir de entonces hacemos todos los trabajos que somos capaces de hacer.