Le preguntamos:
—¿Por qué no lleva uniforme? Todos los hombres jóvenes llevan uniforme. Todos son soldados.
Él responde:
—Yo ya no quiero ser soldado.
—¿No quiere combatir más al enemigo?
—No quiero combatir a nadie. No tengo enemigos. Quiero volver a mi casa.
—¿Y dónde está su casa?
—Todavía está lejos. No llegaré si no encuentro nada de comer.
Le preguntamos:
—¿Por qué no va a comprar algo de comer? ¿No tiene dinero?
—No, no tengo dinero, y no quiero que me vean. Debo esconderme. Es preciso que no me vean.
—¿Por qué?
—He dejado mi regimiento sin permiso. He huido. Soy un desertor. Si me encuentran, me fusilarán o me colgarán.
Le preguntamos:
—¿Como a un asesino?
—Sí, exactamente, como a un asesino.
—Y sin embargo usted no quiere matar a nadie. Sólo quiere volver a su casa.
—Sí, sólo quiero volver a mi casa.
Le preguntamos:
—¿Qué quiere que le traigamos de comer?
—Cualquier cosa.
—¿Leche de cabra, huevos duros, pan, fruta?
—Sí, sí, cualquier cosa.
Le preguntamos:
—¿Y una manta? Las noches son frías y llueve a menudo.
Él responde:
—Sí, pero sobre todo que no os vean. Y no le diréis nada a nadie, ¿verdad? Ni siquiera a vuestra madre.
Le decimos:
—No nos verán, no le diremos jamás nada a nadie, y no tenemos madre.
Cuando volvemos con la comida y la manta, dice:
—Sois muy amables.
Le decimos:
—No queríamos ser amables. Sólo le hemos traído estos objetos porque usted los necesitaba. Nada más.
Pero él dice:
—No sé cómo daros las gracias. No os olvidaré nunca.
Sus ojos se llenan de lágrimas.
Le decimos:
—¿Sabe? Llorar no sirve de nada. Nosotros no lloramos nunca. Sin embargo, todavía no somos hombres, como usted.
Él sonríe y dice:
—Tenéis razón. Perdonadme, no lo haré más. Era debido al agotamiento.
Anunciamos a la abuela:
—Hoy y mañana no comeremos. Sólo beberemos agua.
Ella se encoge de hombros.
—A mí qué me importa. Pero trabajaréis como siempre.
—Naturalmente, abuela.
El primer día ella mata un pollo y lo asa al horno. Al mediodía, nos llama:
—¡Venid a comer!
Vamos a la cocina, huele muy bien. Tenemos un poco de hambre, pero no demasiado. Miramos cómo corta la abuela el pollo.
Ella dice:
—Qué bien huele. ¿No notáis lo bien que huele? ¿Queréis una pata cada uno?
—No queremos nada, abuela.
—Es una lástima, porque está muy bueno, de verdad.
Come con las manos, se chupa los dedos y se los seca en el delantal. Roe y chupa los huesos.
Dice:
—Muy tierno este pollito. No puedo imaginar nada mejor.
Nosotros decimos:
—Abuela, desde que estamos en tu casa nunca habías hecho pollo para nosotros.
—Pues hoy lo he hecho. Sólo tenéis que comer.
—Sabías que no queríamos comer nada ni hoy ni mañana.
—Eso no es culpa mía. Es otra de vuestras estupideces.
—Es uno de nuestros ejercicios. Para acostumbrarnos a soportar el hambre.
—Entonces, acostumbraos. Nadie os lo impide.
Salimos de la cocina y vamos a hacer los trabajos del jardín. Hacia el final de la jornada tenemos muchísimo hambre. Bebemos mucha agua. Por la noche nos cuesta mucho dormir. Soñamos con comida.
Al día siguiente al mediodía, la abuela se acaba el pollo. La contemplamos comer en una especie de neblina. Ya no tenemos hambre. Ahora tenemos vértigo.
Por la noche, la abuela hace crepes con mermelada y queso blanco. Tenemos náuseas y calambres en el estómago, pero una vez acostados caemos en un sueño profundo. Cuando nos levantamos, la abuela ya se ha ido al mercado. Queremos desayunar, pero no hay nada de comer en la cocina. Ni pan, ni leche, ni queso. La abuela lo ha guardado todo en la bodega. Podríamos abrirla, pero decidimos no tocar nada. Comemos unos tomates y unos pepinos crudos con sal.
La abuela vuelve del mercado, y nos dice:
—No habéis hecho vuestro trabajo esta mañana.
—Habrías tenido que despertarnos, abuela.
—Tendríais que despertaros solos. Pero, excepcionalmente, os voy a dar de comer de todos modos.
Nos hace una sopa de verduras con los restos del mercado, como de costumbre. Comemos poco. Después de la comida, la abuela dice:
—Es un ejercicio estúpido. Y malo para la salud.
Un día, vemos a la abuela salir de casa con su regadera y las herramientas del huerto. Pero en lugar de ir a la viña, toma otra dirección. La seguimos de lejos para saber adónde va.
Entra en el cementerio. Se detiene ante una tumba y deja las herramientas. El cementerio está desierto, sólo estamos la abuela y nosotros.
Escondiéndonos detrás de los arbustos y los monumentos funerarios, nos acercamos cada vez más. La abuela tiene la vista baja y el oído malo. Podemos observarla sin que se dé cuenta.
Arranca las malas hierbas de la tumba, cava con una pala, rastrilla la tierra, planta unas flores, va a buscar agua al pozo, viene y riega la tumba.
Cuando acaba su trabajo, ordena sus herramientas, después se arrodilla ante la cruz de madera, pero sentándose sobre los talones. Une las manos sobre el vientre como si fuese a rezar una plegaria, pero sobre todo oímos insultos:
—Basura... cabrón... cerdo... canalla... maldito...
Cuando la abuela se va, vamos a ver la tumba: está muy bien cuidada. Miramos la cruz. El apellido que está escrito es el de nuestra abuela, y también el de soltera de nuestra madre. El nombre es doble, con un guión entre ambos nombres, y esos dos nombres son los nuestros.
Sobre la cruz vemos también una fecha de nacimiento y de muerte. Calculamos que el abuelo murió a la edad de cuarenta y cuatro años, hace ya veintitrés.
Por la noche le preguntamos a la abuela:
—¿Cómo era nuestro abuelo?
Ella dice:
—¿Cómo? ¿Qué? Vosotros no tenéis abuelo.
—Pero teníamos uno antes.
—No, nunca. Cuando nacisteis él ya había muerto. De modo que nunca tuvisteis abuelo.
Preguntamos:
—¿Por qué le envenenaste?
Ella nos pregunta:
—¿Qué historia es ésa?
—La gente dice que envenenaste al abuelo.
—La gente dice, la gente dice... Que digan lo que quieran.
—¿No le envenenaste?
—¡Dejadme en paz, hijos de perra! ¡No se demostró nada! La gente dice tonterías.
Pero nosotros decimos:
—Sabemos que no querías al abuelo. Entonces, ¿por qué cuidas su tumba?
—¡Justamente por eso! Por lo que dice la gente. Para que dejen de hablar y hablar. ¿Y cómo sabéis que yo cuido su tumba, eh? ¡Me habéis espiado, hijos de perra, me habéis espiado! ¡Malditos seáis!
Es domingo. Cogemos un pollo y le cortamos el cuello como hemos visto hacer a la abuela. Llevamos el pollo a la cocina y decimos:
—Hay que prepararlo, abuela.
Ella se pone a gritar:
—¿Quién os ha dado permiso? ¡No tenéis derecho! ¡Soy yo quien manda aquí, mocosos! ¡No lo cocinaré! ¡Antes reviento!
Nosotros decimos:
—Da lo mismo. Lo cocinaremos nosotros.
Empezamos a desplumar el pollo, pero la abuela nos lo quita de las manos.
—¡No sabéis hacerlo! ¡Sinvergüenzas, la desgracia de mi vida, un castigo de Dios, eso es lo que sois!
Mientras se hace el pollo, la abuela llora.
—Era el más bonito. Han cogido a propósito el más bonito. Estaba ya listo para el mercado del martes.
Y al comernos el pollo, nosotros decimos:
—Está muy bueno este pollo. Nos comeremos uno cada domingo.
—¿Cada domingo? ¿Estáis locos? ¿Queréis arruinarme?
—Nos comeremos un pollo cada domingo, lo quieras o no.
La abuela se vuelve a echar a llorar.
—Pero, ¿qué les habré hecho yo? ¡Qué perra vida! Quieren matarme. Una pobre vieja indefensa. No me merezco esto. ¡Yo que me he portado tan bien con ellos!
—Sí, abuela, eres buena, muy buena. Y debido a tu bondad nos cocinarás un pollo cada domingo.
Cuando se calma un poco le decimos:
—Cuando haya que matar a algún animal, nos llamas. Lo haremos nosotros.
Ella dice:
—Os gusta, ¿eh?
—No, abuela, justamente, no nos gusta. Y por eso tenemos que acostumbrarnos.
Ella dice:
—Ya lo entiendo. Es un nuevo ejercicio. Tenéis razón. Hay que saber matar cuando es necesario.
Empezamos por los peces. Los cogemos por la cola y les golpeamos la cabeza contra una piedra. Nos acostumbramos rápido a matar a los animales destinados a ser comidos: pollos, conejos, patos. Más tarde, matamos animales que no sería necesario matar. Atrapamos ranas, las clavamos en una tabla y les abrimos el vientre. También cogemos mariposas y las pinchamos en un cartón. Pronto tenemos una bonita colección.
Un día colgamos en la rama de un árbol a nuestro gato, un macho rojizo. Colgado, el gato se estira y se vuelve enorme. Tiene espasmos, convulsiones. Cuando ya no se mueve, lo descolgamos. Queda echado sobre la hierba, inmóvil, y después, bruscamente, se levanta y huye.
Después lo vemos a veces de lejos, pero ya no se acerca a la casa. No viene ni siquiera a beberse la leche que le ponemos delante de la puerta en un platito.
La abuela nos dice:
—Ese gato cada vez se vuelve más salvaje.
Nosotros decimos:
—No te preocupes, abuela, ya nos ocuparemos nosotros de las ratas.
Fabricamos trampas y las ratas que caen en ellas las ahogamos en agua hirviendo.
Conocemos a otros niños en el pueblo. Como la escuela está cerrada, están fuera todo el día. Hay mayores y pequeños. Algunos tienen aquí su casa y su madre, otros vienen de lejos, como nosotros. Sobre todo de la ciudad.
Muchos de esos niños están en casa de personas a las que antes no conocían. Deben trabajar en los campos y las viñas; la gente que las cuida no siempre es amable con ellos.
Los niños mayores a menudo atacan a los más pequeños. Les cogen todo lo que llevan en los bolsillos, y a veces incluso les quitan la ropa. También les pegan, sobre todo a los que vienen de fuera. Los niños de aquí están protegidos por su madre y jamás salen solos.
A nosotros no nos protege nadie. De modo que aprendemos a defendernos de los mayores.
Nos fabricamos armas: afilamos piedras, llenamos de arena y grava unos calcetines. Tenemos también una navaja de afeitar, encontrada en el baúl del desván, al lado de la Biblia. Nos basta con sacar nuestra navaja para que los mayores salgan corriendo.
Un día de calor estamos sentados al lado de la fuente donde la gente que no tiene pozo viene a buscar agua. Cerca, dos chicos mayores que nosotros están echados en la hierba. Se está fresco aquí, debajo de los árboles, al lado del agua que corre sin cesar.
Llega Cara de Liebre con un cubo que pone debajo del caño de la fuente, que deja correr un delgado hilo de agua. Espera que se llene su cubo.
Cuando el cubo está lleno, uno de los chicos se levanta y le escupe dentro. Cara de Liebre vuelve a poner el cubo una vez enjuagado en la fuente. No espera a que el cubo esté lleno, lo llena sólo a medias y, rápidamente, intenta huir.
Uno de los chicos corre tras ella, la coge por el brazo y escupe en el cubo.
Cara de Liebre dice:
—¡Dejadme ya! Tengo que llevarme agua limpia y potable.
El chico dice:
—El agua está limpia. Sólo he escupido dentro. ¿No estarás diciendo que mi saliva está sucia? Mi saliva está más limpia que todo lo que tienes tú en tu casa.
Cara de Liebre vacía su cubo y llora.
El chico se abre la bragueta y dice:
—¡Chupa! Si me la chupas, te dejaremos llenar el cubo.
Cara de Liebre se agacha. El chico retrocede.
—¿Crees que voy a meter mi picha en tu boca asquerosa? ¡Guarra!
Le da una patada en el pecho a Cara de Liebre y se cierra la bragueta.
Nos acercamos. Levantamos a Cara de Liebre, le cogemos el cubo, lo enjuagamos bien y lo ponemos debajo del caño de la fuente.
Uno de los chicos dice a los otros dos:
—Venid, vamos a divertirnos a otro sitio.
Otro dice:
—¿Estás loco? Ahora es cuando vamos a empezar a reírnos.
El primero dice:
—¡Déjalo! Los conozco. Son peligrosos.
—¿Peligrosos? ¿Esos pequeñajos? Yo acabaré con ellos. ¡Vais a ver!
Viene hacia nosotros, quiere escupir en el cubo, pero uno de nosotros le pone la zancadilla y el otro le golpea en la cabeza con un saquito de arena. El chico cae. Queda en el suelo, tumbado. Los otros dos nos miran. Uno de ellos da un paso hacia nosotros. El otro dice:
—¡No metas la pata! Esos cabrones son capaces de todo. Una vez me abrieron la sien con una piedra. Tienen una navaja también y la usan a la mínima ocasión. Te degollarán sin escrúpulos. Están completamente locos.
Los chicos se van.
Le pasamos el cubo lleno a Cara de Liebre. Ella nos pregunta:
—¿Por qué no me habéis ayudado enseguida?
—Queríamos ver cómo te defendías.
—¿Qué habría podido hacer contra tres grandotes?
—Echarles el cubo a la cabeza, arañarles la cara, darles patadas en los huevos, gritar, chillar. O bien huir y volver más tarde.
Cada vez hace más frío. Buscamos en nuestras maletas y nos ponemos encima casi todo lo que encontramos: varios jerséis, varios pantalones. Pero no podemos ponernos un par de zapatos más encima de nuestros zapatos de ciudad, gastados y agujereados. Y además no tenemos otros. No tenemos tampoco guantes, ni gorros. Tenemos las manos y los pies llenos de sabañones.
El cielo es de color gris oscuro, las calles del pueblo están vacías, el río está helado, el bosque cubierto de nieve. No podemos ir por allí. Pero pronto nos quedaremos sin leña.
Le decimos a la abuela:
—Nos harían falta dos pares de botas de goma.
Ella responde:
—¿Y qué más? ¿De dónde queréis que saque el dinero?
—Abuela, casi no hay leña.
—Sólo tenemos que ahorrar.
Ya no salimos. Hacemos toda clase de ejercicios, tallamos objetos de madera, cucharas, tablas para cortar el pan, y estudiamos hasta tarde, por la noche. La abuela está casi todo el tiempo en su cama. Apenas sale a la cocina. Estamos tranquilos.