El gran cuaderno (13 page)

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Authors: Agota Kristof

Tags: #Drama, #Belico

—¿Quieres escribir, abuela?

Ella grita:

—¡Obedeced! ¡No hagáis preguntas!

Cerramos las ventanas y las puertas y le llevamos el papel y el lápiz. La abuela, sentada en el otro extremo de la mesa, dibuja algo en la hoja. Dice, cuchicheando:

—Aquí es donde está mi tesoro.

Nos tiende la hoja. Ha dibujado un rectángulo, una cruz y, debajo de la cruz, un círculo. La abuela nos pregunta:

—¿Lo habéis entendido?

—Sí, abuela, lo hemos entendido. Pero ya lo sabíamos.

—¿Cómo, qué es lo que sabíais ya?

Le respondemos, cuchicheando:

—Que tu tesoro se encuentra debajo de la cruz de la tumba del abuelo.

La abuela se calla un momento y después dice:

—Tendría que haberme dado cuenta. ¿Lo sabéis desde hace mucho tiempo?

—Desde hace mucho tiempo, abuela. Desde que te vimos arreglar la tumba del abuelo.

La abuela respira muy fuerte.

—No sirve de nada enfadarse. De todos modos, todo será para vosotros. Ahora ya sois lo bastante inteligentes para saber qué hacer con todo eso.

Nosotros le decimos:

—Por el momento, no podemos hacer gran cosa.

La abuela dice:

—No. Tenéis razón. Hay que esperar. ¿Sabréis esperar?

—Sí, abuela.

Nos callamos un momento los tres, y después la abuela nos dice:

—Eso no es todo. Cuando tenga otro ataque, debéis saber que no quiero ni vuestros baños, ni vuestras bragas ni vuestros pañales.

Se levanta, rebusca en un estante entre sus botes. Vuelve con una botellita azul.

—En lugar de todas esas guarradas de medicamentos, me pondréis el contenido de esta botellita en el primer vaso de leche.

Nosotros no le respondemos. Ella grita:

—¿Me habéis entendido, hijos de perra?

No le respondemos. Ella nos dice:

—¿Acaso tenéis miedo de la autopsia, pequeños cagados? No habrá autopsia. No buscan tres pies al gato cuando una vieja se muere después de un segundo ataque.

Le decimos:

—No tenemos miedo de la autopsia, abuela. Sólo pensamos que igual puedes recuperarte por segunda vez.

—No. No me recuperaré. Lo sé. Y entonces habrá que acabar cuanto antes.

No decimos nada. La abuela se echa a llorar:

—No sabéis lo que es estar paralizada. Verlo todo, oírlo todo, y no poder moverse. Si no sois capaces ni siquiera de hacerme ese pequeño favor, es que sois unos ingratos, unas serpientes que he calentado en mi propio seno...

Le decimos:

—No llores más, abuela. Lo haremos; si verdaderamente es lo que quieres, lo haremos.

Nuestro padre

Cuando llega nuestro padre los tres estamos a punto de trabajar en la cocina, porque llueve fuera.

Papá se para delante de la puerta, con los brazos cruzados y las piernas separadas. Pregunta:

—¿Dónde está mi mujer?

La abuela se ríe.

—¡Vaya! Así que tenía marido de verdad.

—Sí, soy el marido de su hija. Y éstos son mis hijos.

Nos mira y añade:

—Habéis crecido mucho. Pero no habéis cambiado.

La abuela dice:

—Mi hija, tu mujer, me confió los niños.

—Habría hecho mejor en confiárselos a alguna otra persona. ¿Dónde está? Me han dicho que se fue al extranjero. ¿Es verdad?

La abuela dice:

—De todo eso hace mucho tiempo. ¿Dónde estabas hasta ahora?

—Era prisionero de guerra. Y ahora quiero recuperar a mi mujer. No me oculte lo que sea, vieja bruja.

La abuela dice:

—Me encanta tu manera de darme las gracias por lo que he hecho por tus hijos.

Papá grita:

—¡Me importa una mierda! ¿Dónde está mi mujer?

La abuela dice:

—Ah, ¿así que te importa una mierda? ¿Té importamos una mierda tus niños y yo? ¡Pues te voy a enseñar dónde está tu mujer!

La abuela sale al jardín y la seguimos. Con su bastón le enseña el parterre de flores que hemos plantado encima de la tumba de nuestra madre.

—¡Mira! Ahí está tu mujer. Bajo tierra.

Papá pregunta:

—¿Muerta? ¿De qué? ¿Cuándo?

—Muerta. Un obús. Unos días antes del fin de la guerra.

—Está prohibido enterrar a la gente por ahí en cualquier sitio.

—La enterramos donde murió. Y no es cualquier sitio. Es mi jardín. También era el suyo, cuando era pequeña.

Papá mira las flores mojadas y dice:

—Quiero verla.

—No deberías. No hay que molestar a los muertos.

—De todos modos, hay que enterrarla en un cementerio. Es la ley. Traedme una pala.

La abuela se encoge de hombros.

—Traedle una pala.

Bajo la lluvia vemos a nuestro padre destruir nuestro parterre de flores y cavar. Llega a las mantas, las aparta. Ahí se ve un esqueleto grande, echado, con otro muy pequeñito pegado a su pecho.

Papá pregunta:

—¿Qué es esa cosa que tiene encima?

Le decimos:

—Es un bebé. Nuestra hermanita.

La abuela dice:

—Ya te había dicho yo que dejases a los muertos en paz. Ven a lavarte a la cocina.

Papá no responde. Mira los esqueletos. Tiene la cara mojada de sudor, de lágrimas y de lluvia. Sale dificultosamente del agujero y se va sin volverse, con las manos y el traje llenos de barro.

Le preguntamos a la abuela:

—¿Qué hacemos?

—Volver a cerrar el agujero. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?

—Vete adentro, abuela. Nosotros nos ocuparemos de esto.

Ella entra.

Con la ayuda de una manta, transportamos los dos esqueletos al desván, y extendemos los huesos en la paja para secarlos. A continuación, bajamos y llenamos el agujero donde y no hay nadie.

Más tarde, durante meses, pulimos y barnizamos el cráneo y los huesos de nuestra madre y del bebé, y después reconstruimos con mucho cuidado los esqueletos uniendo cada hueso con trocitos de alambre fino. Cuando nuestro trabajo está terminado, colgamos el esqueleto de nuestra madre de una viga del desván y le ponemos el del bebé al cuello.

Vuelve nuestro padre

No volvemos a ver a nuestro padre hasta unos años más tarde.

Entretanto, la abuela tuvo un nuevo ataque y nosotros la ayudamos a morir como ella nos había pedido. Ahora está enterrada en la misma tumba que el abuelo. Antes de que se abriera la tumba, recuperamos el tesoro y lo escondimos debajo del banco que hay ante nuestra ventana, donde se encuentran aún el fusil, los cartuchos, las granadas.

Papá llega una tarde y pregunta:

—¿Dónde está vuestra abuela?

—Murió.

—¿Vivís solos? ¿Y cómo os las arregláis?

—Muy bien, papá.

Nos dice:

—He venido escondiéndome. Tenéis que ayudarme.

—No hemos tenido noticias tuyas desde hace años.

Nos enseña las manos. Ya no tiene uñas. Se las han arrancado de raíz.

—Salgo de la cárcel. Me han torturado.

—¿Por qué?

—No lo sé. Por nada. Soy un individuo políticamente sospechoso. No puedo ejercer mi profesión. Me vigilan constantemente. Registran mi piso regularmente. Me resulta imposible vivir más tiempo en este país.

Decimos:

—Quieres atravesar la frontera.

—Sí. Vosotros, que vivís aquí, debéis saber...

—Sí, sabemos. La frontera es infranqueable.

Papá baja la cabeza, se mira las manos un momento y luego dice:

—Tiene que haber algún punto débil. Tiene que haber algún medio de pasar.

—Arriesgando la vida, sí.

—Prefiero morir antes que quedarme aquí.

—Tienes que decidir con conocimiento de causa, papá.

Él dice:

—Os escucho.

Le explicamos:

—La primera dificultad es llegar hasta los primeros alambres de espinos sin encontrarse con ninguna patrulla y sin que te vean desde ninguna torre de vigilancia. Es factible. Nosotros conocemos las horas de las patrullas y el emplazamiento de las torres. La barrera tiene un metro cincuenta de altura y un metro de largo. Hacen falta dos tablas. Una para saltar por encima de la barrera, la otra para ponerla encima, para poderse poner de pie. Si pierdes el equilibrio, caes entre los alambres de espinos y no puedes salir.

—No perderé el equilibrio.

Seguimos:

—Hay que recuperar las dos tablas para pasar de la misma manera la otra barrera, que se encuentra siete metros más lejos.

Papá se ríe.

—Es un juego de niños.

—Sí, pero el espacio entre las dos barreras está minado.

Papá palidece.

—Entonces, es imposible.

—No. Es una cuestión de suerte. Las minas están dispuestas en zigzag. Si se sigue una línea recta, se arriesga uno a pisar una sola mina. Si se dan zancadas grandes, se tiene más o menos una oportunidad entre siete de evitarla.

Papá reflexiona un momento y luego dice:

—Acepto el riesgo.

—En ese caso, queremos ayudarte. Te acompañaremos hasta la primera barrera.

—De acuerdo. Os doy las gracias. ¿No tendréis algo de comer, por casualidad?

Le servimos pan con queso de cabra. Le ofrecemos también vino procedente de la antigua viña de la abuela. Echamos en su vaso algunas gotas de somnífero que la abuela sabía preparar muy bien con unas plantas.

Conducimos a nuestro padre a nuestra habitación y le decimos:

—Buenas noches, papá. Duerme bien. Te despertaremos mañana.

Vamos a acostarnos en el banco de rincón de la cocina.

La separación

Al día siguiente por la mañana nos levantamos muy temprano. Nos aseguramos de que nuestro padre duerme profundamente.

Preparamos cuatro tablas.

Desenterramos el tesoro de la abuela: unas piezas de oro y de plata, muchas joyas. Ponemos la parte mayor en un saquito de lona. Tomamos también una granada cada uno, por si nos sorprende una patrulla. Al suprimirla podríamos ganar tiempo.

Hacemos un reconocimiento junto a la frontera para localizar el mejor sitio: un ángulo muerto entre dos torres de vigilancia. Allí, al pie de un árbol grande, camuflamos el saco de lona y las dos tablas.

Volvemos, comemos. Más tarde, le llevamos el desayuno a nuestro padre. Debemos sacudirlo para que se despierte. Se frota los ojos y dice:

—Hacía mucho tiempo que no había dormido tan bien.

Le ponemos la bandeja en las rodillas. Él dice:

—¡Qué festín! Leche, café, huevos, jamón, mantequilla, mermelada... Estas cosas no se encuentran en la ciudad. ¿Cómo lo conseguís?

—Trabajando. Come, papá. No tendremos tiempo de ofrecerte otra comida antes de tu partida.

Nos pregunta:

—¿Será esta noche?

—Será ahora mismo. En cuanto estés preparado.

—¿Estáis locos? ¡Me niego a pasar esa frontera de mierda en pleno día! Nos verían.

—Y nosotros también, nosotros necesitamos ver, papá. Sólo los idiotas intentan pasar la frontera de noche. Por la noche multiplican por cuatro la frecuencia de las patrullas, y los proyectores barren la zona continuamente. Por el contrario, la vigilancia se relaja hacia las once de la mañana. Los guardias de frontera piensan que nadie está tan loco como para intentar pasar en ese momento.

—Ciertamente, tenéis razón. Me fío de vosotros.

Le preguntamos:

—¿Nos permites que te registremos los bolsillos mientras comes?

—¿Los bolsillos? ¿Para qué?

—No deben poder identificarte. Si te pasa algo y se sabe que eres nuestro padre, nos acusarían de complicidad.

Papá dice:

—Pensáis en todo.

—Estamos obligados a pensar en nuestra seguridad.

Le registramos la ropa. Le cogemos los papeles, la cédula de identidad, la agenda de direcciones, un billete de tren, unas facturas y una foto de nuestra madre. Lo quemamos todo en el fogón de la cocina excepto la foto.

A las once nos vamos. Cada uno lleva una tabla.

Nuestro padre no lleva nada. Sólo le pedimos que nos siga haciendo el menor ruido que pueda.

Llegamos junto a la frontera. Le decimos a papá que se agache detrás del árbol grande y no se mueva.

Pronto, a unos metros de nosotros, pasa una patrulla de dos hombres. Les oímos hablar:

—Me pregunto qué habrá para llenar la tripa.

—La misma mierda de siempre.

—Mierda y más mierda. Ayer era asqueroso, pero a veces está bueno.

—¿Bueno? No dirías eso si hubieses probado la sopa de mi madre.

—Nunca he comido la sopa de tu madre. Yo no he tenido madre. Yo sólo he comido mierda siempre. Al menos en el ejército como bien de vez en cuando...

La patrulla se aleja. Nosotros decimos:

—Vamos, papá. Tenemos veinte minutos antes de que llegue la patrulla siguiente.

Papá coge las dos tablas bajo el brazo, avanza, pone una de ellas contra la barrera, trepa.

Nosotros nos escondemos de bruces detrás del árbol grande y nos tapamos las orejas con las manos y abrimos la boca.

Se oye una explosión.

Corremos hasta los alambres de espinos con las otras dos tablas y el saco de lona.

Nuestro padre está caído junto a la segunda barrera.

Sí, hay un medio de atravesar la frontera: hacer pasar a alguien delante de uno.

Cogiendo el saco de lona y caminando sobre las huellas de los pasos, y después sobre el cuerpo inerte de nuestro padre, uno de nosotros se va al otro país.

El que queda se vuelve a casa de la abuela.

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