La abuela dice:
—Si han atravesado el Gran Río, nada les detendrá ya. Pronto estarán aquí.
Nuestra prima dice:
—Entonces podré volver.
Un día, la gente dice que el ejército se ha rendido, que es el armisticio, que la guerra ha terminado. Al día siguiente la gente dice que hay un nuevo gobierno y que la guerra continúa.
Llegan muchos soldados extranjeros en tren o en camión. Y soldados de nuestro país también. Los heridos son numerosos. Cuando la gente pregunta a los soldados de nuestro país, responden que no saben nada. Atraviesan el pueblo. Van a otro país por la carretera que pasa junto al campo.
La gente dice:
—Huyen. Es la desbandada.
Otros dicen:
—Se repliegan. Se reagrupan detrás de la frontera. Aquí es donde les van a parar. Nunca dejarán que el enemigo atraviese la frontera.
La abuela dice:
—Ya veremos.
Pasa mucha gente delante de la casa de la abuela. También se van al otro país. Dicen que hay que abandonar nuestro país para siempre, porque llega el enemigo y se vengará. Reducirá a nuestro pueblo a la esclavitud.
Algunos se van a pie, con un saco al hombro, otros empujan sus bicicletas cargadas de los objetos más diversos: un edredón, un violín, un cochinillo en una jaula, ollas. Otros van encaramados a unas carretas tiradas por caballos: se llevan todos sus muebles.
La mayor parte son de nuestro pueblo, pero algunos vienen de más lejos.
Una mañana, el ordenanza y el oficial extranjero vienen a decirnos adiós.
El ordenanza dice:
—La cosa estar jodida. Pero es mejor estar vencido que muerto.
Se ríe. El oficial pone un disco en el gramófono y escuchamos en silencio, sentados en la cama grande. El oficial nos aprieta contra su cuerpo y llora.
—No os volveré a ver nunca más.
—Ya tendrá hijos.
—No los quiero.
Y dice también señalando los discos y el gramófono:
—Guardad todo esto en recuerdo mío. Pero el diccionario no. Tendréis que aprender otro idioma.
Una noche oímos explosiones, tiroteos, ráfagas de ametralladora. Salimos de casa a ver qué pasa. Hay un fuego enorme en el emplazamiento del campo. Creemos que ha llegado el enemigo, pero al día siguiente el pueblo está silencioso, no se oye más que el retumbar lejano de los cañones.
Al final de la carretera que conduce a la base no hay ya centinela. Una espesa humareda de olor repugnante sube hacia el cielo. Decidimos ir a ver.
Entramos en el campo. Está vacío. No hay nadie por ninguna parte. Algunos edificios siguen ardiendo. El hedor es insoportable. Nos tapamos la nariz y avanzamos, aun así. Subimos a una torre de vigilancia. Vemos una plaza muy grande en la cual se alzan cuatro piras negras. Localizamos una abertura, una brecha en la barrera. Bajamos de la torre y encontramos la entrada. Es una puerta grande de hierro, abierta. Encima está escrito, en lengua extranjera: «campo de tránsito». Entramos.
Las piras negras que habíamos visto desde arriba son cadáveres carbonizados. Algunos han ardido bien, no quedan más que los huesos. Otros apenas están ennegrecidos. Hay muchos. Grandes y pequeños. Adultos y niños. Pensamos que antes los han matado, y después los han amontonado y les han echado gasolina para prenderles fuego.
Vomitamos. Salimos corriendo del campo. Volvemos a casa. La abuela nos llama para comer, pero seguimos vomitando.
La abuela dice:
—Habéis comido alguna marranada.
—Sí, manzanas verdes.
Nuestra prima dice:
—El campo ha ardido. Deberíamos ir a ver. Seguramente ya no queda nadie allí.
—Ya hemos ido. No hay nada interesante.
La abuela se ríe.
—¿No se han olvidado de nada los héroes? ¿Se lo han llevado todo con ellos? ¿No han dejado nada útil? ¿Habéis mirado bien?
—Sí, abuela. Hemos mirado bien. No hay nada.
Nuestra prima sale de la cocina. La seguimos. Le preguntamos:
—¿Adónde vas?
—Al pueblo.
—¿Ya? Normalmente sólo vas por la noche.
Ella sonríe.
—Sí, pero es que espero a alguien. ¡Escuchad!
Nuestra prima nos sonríe y después se va corriendo al pueblo.
Estamos en el jardín. Un jeep militar se detiene ante la casa. Baja nuestra madre seguida de un oficial extranjero. Atraviesan el jardín casi corriendo. Nuestra madre lleva un bebé en brazos. Nos ve, grita:
—¡Venid! Venid rápido al jeep. Nos vamos. Daos prisa. ¡Dejad lo que estáis haciendo y venid!
Nosotros le preguntamos:
—¿De quién es ese bebé?
Ella dice:
—Es vuestra hermanita. ¡Venid! No hay tiempo que perder.
Le preguntamos:
—¿Adónde vamos?
—A otro país. Dejad de hacer preguntas y venid.
Nosotros decimos:
—No queremos ir. Queremos quedarnos aquí.
Nuestra madre dice:
—Tengo que irme. Y vosotros vendréis conmigo.
—No. Nos quedamos aquí.
La abuela sale de la casa. Le dice a nuestra madre:
—¿Qué haces aquí? ¿Qué es eso que llevas en los brazos?
—He venido a buscar a mis hijos. Ya te enviaré dinero, madre.
La abuela dice:
—No quiero tu dinero. Y no pienso devolverte a los niños.
Nuestra madre pide al oficial que nos lleve a la fuerza. Nosotros subimos rápidamente al desván por la cuerda. El oficial intenta cogernos pero nosotros le damos patadas en la cara. El oficial suelta unas palabrotas. Nosotros seguimos subiendo por la cuerda.
La abuela se ríe.
—Ya ves, no quieren irse contigo.
Nuestra madre grita muy fuerte:
—¡Os ordeno que bajéis inmediatamente!
La abuela dice:
—No obedecen jamás las órdenes.
Nuestra madre se echa a llorar.
—Venid, cariños míos. No puedo irme sin vosotros.
La abuela dice:
—¿No tienes bastante con ese bastardo extranjero?
Nosotros decimos:
—Estamos bien aquí, mamá. Vete tranquila. Estamos muy bien en casa de la abuela.
Se oyen los disparos de los cañones y de las metralletas. El oficial coge a nuestra madre por los hombros y la lleva hacia el coche. Pero nuestra madre se suelta.
—¡Son mis hijos, los quiero! ¡Los amo!
La abuela dice:
—Yo los necesito. Soy vieja. Tú puedes hacer otros todavía. ¡Ahí está la prueba!
Nuestra madre dice:
—Te lo suplico, no los retengas.
La abuela dice:
—Yo no los retengo. Vamos, chicos, bajad enseguida e idos con vuestra mamá.
Nosotros decimos:
—No queremos irnos. Queremos quedarnos contigo, abuela.
El oficial coge a nuestra madre en sus brazos, pero ella le rechaza. El oficial va a sentarse en el jeep y pone el motor en marcha. En ese momento exacto se produce una explosión en el jardín. Después vemos a nuestra madre en el suelo. El oficial corre hacia ella. La abuela quiere apartarnos. Dice:
—¡No miréis! ¡Entrad en casa!
El oficial jura, corre a su jeep y se va como una exhalación.
Nosotros miramos a nuestra madre. Los intestinos se le salen del vientre. Está toda roja. El bebé también. La cabeza de nuestra madre cuelga encima del hoyo que ha hecho el obús. Sus ojos están todavía abiertos y mojados de lágrimas.
La abuela dice:
—¡Id a buscar la pala!
Ponemos una manta en el fondo del hoyo» y colocamos encima a nuestra madre. Sigue llevando al bebé apretado contra su pecho. Las tapamos con otra manta y después llenamos el agujero de tierra.
Cuando nuestra prima vuelve de la ciudad pregunta:
—¿Ha pasado algo?
Nosotros decimos:
—Sí, un obús ha hecho un agujero en el jardín.
Toda la noche oímos disparos, explosiones. Al amanecer se hace el silencio bruscamente. Nos dormimos en la enorme cama del oficial. Su lecho se convierte en nuestro lecho, y su habitación en nuestra habitación.
Por la mañana vamos a tomar el desayuno a la cocina. La abuela está delante del fogón. Nuestra prima está plegando sus mantas.
Dice:
—En realidad, no he dormido nada.
Nosotros le decimos:
—Duerme en el jardín. Ya no hay ruido y hace calor.
Nos pregunta:
—¿No habéis tenido miedo esta noche?
Nos encogemos de hombros sin responder.
Llaman a la puerta. Entra un hombre vestido de civil, seguido de dos soldados. Los soldados llevan metralletas y un uniforme que no habíamos visto nunca.
La abuela dice algo en el idioma que habla cuando bebe aguardiente. Los soldados le responden. La abuela se les echa al cuello, los besa uno detrás de otro, y después les sigue hablando.
El civil dice:
—¿Habla usted su idioma, señora?
La abuela responde:
—Es mi lengua materna, señor.
Nuestra prima pregunta:
—¿Ya están aquí? ¿Cuándo han llegado? Queríamos esperarles en la plaza principal con ramos de flores.
El civil pregunta:
—¿Queríais? ¿Quiénes?
—Mis amigos y yo.
El civil sonríe.
—Pues es demasiado tarde. Llegaron anoche. Y yo después. Busco a una muchacha.
Pronuncia un nombre. Nuestra prima dice:
—Sí, soy yo. ¿Dónde están mis padres?
El civil dice:
—No lo sé. Sólo me han encargado que encuentre a los niños que están en esta lista. Iremos primero a un centro de acogida de la ciudad. Después, haremos investigaciones para encontrar a vuestros padres.
Nuestra prima dice:
—Tengo un amigo aquí. ¿Está también en su lista?
Le dice el nombre de su enamorado. El civil consulta su lista:
—Sí. Ya está en el cuartel general del ejército. Haréis el viaje juntos. Prepara tus cosas.
Nuestra prima, muy contenta, embala su ropa y reúne sus cosas de baño y las pone en su toalla.
El civil se vuelve a nosotros:
—¿Y vosotros? ¿Cómo os llamáis?
La abuela dice:
—Son mis nietos. Se quedarán conmigo.
—Sí, nos quedaremos con la abuela.
El civil dice:
—De todos modos, me gustaría saber vuestro nombre.
Se lo decimos. Mira sus documentos.
—No estáis en mí lista. Puede quedarse con ellos, señora.
La abuela dice:
—¡Vaya! ¡Así que me los puedo quedar!
Nuestra prima dice entonces:
—Estoy preparada. Vamos.
El civil dice:
—No tengas tanta prisa. Al menos podrías darle las gracias a la señora, y despedirte de estos chiquillos.
Nuestra prima dice:
—¿Chiquillos? Menudos cabroncetes.
Nos aprieta contra su cuerpo, muy fuerte.
—No os beso, ya sé que no os gustan esas cosas. No hagáis tonterías, sed prudentes.
Nos aprieta más fuerte aún, está llorando. El civil la coge por el brazo y le dice a la abuela:
—Le doy las gracias, señora, por todo lo que ha hecho por esta niña.
Salimos todos. Delante de la puerta del jardín hay un jeep. Los dos soldados se instalan delante, el civil y nuestra prima detrás. La abuela les grita algo. Los soldados se ríen. El jeep arranca. Nuestra prima no se vuelve.
Después de la partida de nuestra prima, vamos al pueblo a ver qué ocurre.
En cada esquina de las calles hay un tanque. En la plaza principal hay camiones, jeeps, motos, sidecares y muchos militares por todas partes. En la plaza del mercado, que no está asfaltada, montan unas tiendas e instalan unas cocinas de campaña.
Cuando pasamos a su lado nos sonríen, nos hablan, pero no entendemos lo que nos dicen.
Aparte de los militares no hay nadie en las calles. Las puertas de las casas están cerradas, los postigos cerrados también, las persianas de las tiendas bajas.
Volvemos y le decimos a la abuela:
—Todo está tranquilo en el pueblo.
Ella se ríe.
—De momento están descansando, pero esta tarde ya veréis.
—¿Qué pasará, abuela?
—Van a requisar. Entrarán y lo registrarán todo. Y cogerán lo que quieran. Ya he vivido una guerra y sé lo que pasa. Nosotros no tenemos nada que temer: aquí no hay nada que coger, y yo sé hablar su idioma.
—¿Pero qué buscan, abuela?
—Espías, armas, municiones, relojes, oro, mujeres.
Por la tarde, en efecto, los militares empiezan a registrar las casas sistemáticamente. Si no les abren disparan al aire y después rompen la puerta.
Muchas casas están vacías. Los habitantes se han ido definitivamente o bien se esconden en el bosque. Esas casas deshabitadas son registradas igual que todas las demás, así como las tiendas y almacenes.
Después del paso de los militares son los ladrones los que invaden los almacenes y las casas abandonadas. Los ladrones son sobre todo niños y viejos, algunas mujeres también, que no tienen miedo a nada o son pobres.
Nos encontramos con Cara de Liebre. Lleva los brazos cargados de vestidos y zapatos. Nos dice:
—Daos prisa mientras quede todavía algo que coger. Yo ya he ido de compras tres veces.
Entramos en la librería, que tiene la puerta rota. Allí no hay más que algunos niños más pequeños que nosotros. Cogen lápices y ceras de colores, gomas, sacapuntas y escuadras.
Nosotros elegimos tranquilamente lo que necesitamos: una enciclopedia completa en varios volúmenes, lápices y papel.
En la calle, un viejo y una vieja se pelean por un jamón ahumado. Están rodeados de gente que se ríe y los jalea. La mujer araña la cara del viejo y, finalmente, es ella la que se lleva el jamón.
Los ladrones se emborrachan con el alcohol robado, se pelean, rompen las ventanas de las casas y los escaparates de las tiendas que han saqueado, rompen la vajilla, tiran al suelo los objetos que no necesitan o que no se pueden llevar.
Los militares también beben y vuelven a las casas, pero, en esta ocasión, para buscar mujeres.
Se oyen por todas partes disparos y gritos de mujeres violadas.
En la plaza principal, un soldado toca el acordeón. Otros soldados bailan y cantan.
Desde hace varios días no vemos ya a la vecina en el jardín. Ya no vemos tampoco a Cara de Liebre. Vamos a ver.
La puerta de la casucha está abierta. Entramos. Las ventanas son pequeñas. Está oscuro en la habitación, y sin embargo, el sol brilla fuera.