—¿El zapatero se ha ido?
—Hace mucho tiempo, pobre hombre.
—¿No estaba entre esos que han atravesado el pueblo hoy?
—No, los de hoy han venido de otros sitios. En los vagones para animales. Ellos lo mataron aquí mismo, en su taller, con sus propios utensilios. No os inquietéis. Dios lo ve todo. Él reconocerá a los Suyos.
Cuando llegamos a casa, encontramos a la abuela echada de espaldas, con las piernas separadas, delante de la cancela del jardín, con las manzanas desperdigadas a su alrededor.
La abuela no se mueve. Le sangra la frente.
Corremos a la cocina, mojamos un trapo y cogemos el aguardiente del estante. Ponemos el trapo mojado encima de la frente de la abuela, le echamos el aguardiente en la boca. Al cabo de un tiempo ella abre los ojos y dice:
—¡Más!
Le echamos más aguardiente en la boca.
Se incorpora apoyándose en los codos y se pone a gritar:
—¡Recoged las manzanas! ¿A qué esperáis para recoger las manzanas, hijos de perra?
Recogemos las manzanas del polvo de la carretera. Se las ponemos en su delantal.
Se le ha caído el trapo de la frente a la abuela. La sangre se le mete en los ojos. Se la seca con una esquina de la pañoleta.
Le preguntamos:
—¿Te has hecho daño, abuela?
Ella ríe.
—No me va a matar un culatazo.
—¿Qué ha pasado, abuela?
—Nada. Yo estaba recogiendo manzanas. He venido a la puerta para ver el desfile. Se me ha soltado el delantal y se han caído las manzanas, y se han ido rodando a la carretera. Mientras pasaba la procesión. Ése no es motivo para que te den un porrazo.
—¿Quién te ha dado un porrazo, abuela?
—¿Quién queréis que sea? ¿Es que sois idiotas? También les han pegado a ellos. Iban dando palos a voleo. ¡Pero algunos se han podido comer algunas de mis manzanas!
Ayudamos a levantarse a la abuela. La llevamos a casa. Ella empieza a pelar las manzanas para hacer mermelada, pero se cae y la llevamos a la cama. Le quitamos los zapatos. Se le cae la pañoleta y aparece un cráneo completamente calvo. Le volvemos a poner la pañoleta. Nos quedamos mucho rato al lado de su cama, sujetándole las manos, vigilando su respiración.
Estamos desayunando con la abuela. Entra un hombre en la cocina sin llamar. Enseña su identificación de policía.
Enseguida, la abuela se pone a gritar:
—¡No quiero que entre la policía en mi casa! ¡Yo no he hecho nada!
El policía dice:
—No, qué va, nada. Sólo un poquito de veneno por aquí, otro poquito por allá.
La abuela dice:
—No se probó nada. No tenéis nada contra mí.
—Cálmese, abuela. No vamos a desenterrar a los muertos. Ya nos cuesta suficiente trabajo enterrarlos.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere?
El policía nos mira y dice:
—De tal palo, tal astilla.
La abuela nos mira también.
—Es normal. ¿Qué habéis hecho, hijos de perra?
El policía pregunta:
—¿Dónde estabais ayer por la tarde?
Nosotros contestamos:
—Aquí.
—¿No fuisteis a los bares, como de costumbre?
—No. Nos quedamos aquí porque la abuela tuvo un accidente.
La abuela dice al momento:
—Me caí al bajar a la bodega. Los escalones están musgosos y resbalé. Los pequeños me subieron y me han cuidado. Se han quedado conmigo toda la noche.
El policía dice:
—Sí, ya veo, tiene un chichón muy feo. Hay que ser prudente a su edad. Bueno. Vamos a registrar la casa. Vengan los tres. Empezaremos por la bodega.
La abuela abre la puerta de la bodega y bajamos. El policía lo toca todo, los sacos, los bidones, las cestas, los montones de patatas.
La abuela nos pregunta, en voz baja:
—¿Qué es lo que busca?
Nosotros nos encogemos de hombros.
Después de la bodega, el policía registra la cocina. Después, la abuela debe abrir su habitación. El policía le deshace la cama. No hay nada en la cama, ni en la paja del colchón, sólo unas cuantas monedas debajo de la almohada.
Ante la puerta de la habitación del oficial, el policía pregunta:
—¿Aquí qué hay?
La abuela responde:
—Es una habitación que alquilo a un oficial extranjero. No tengo la llave.
El policía mira la puerta del desván:
—¿No hay escalera?
La abuela dice:
—Está rota.
—¿Y cómo sube?
—Yo no subo. Sólo suben los niños.
El policía dice:
—Entonces, vamos, niños.
Subimos al desván con la ayuda de la cuerda. El policía abre el baúl donde guardamos los objetos necesarios para nuestros estudios: la Biblia, el diccionario, el papel, los lápices y el cuaderno grande, donde está escrito todo. Pero el policía no ha venido a leer nada. Inspecciona un poco más el montón de ropa vieja y las mantas y bajamos. Una vez abajo, el policía mira a su alrededor y dice:
—Evidentemente, no puedo remover todo el jardín. Bueno. Venid conmigo.
Nos conduce al bosque, al borde del enorme agujero donde encontramos un cadáver. El cadáver ya no está. El policía pregunta:
—¿Habéis venido ya alguna vez hasta aquí?
—No. Nunca. Nos daría miedo llegar tan lejos.
—¿No habéis visto nunca este agujero, ni un soldado muerto?
—No, nunca.
—Cuando encontramos al soldado muerto le faltaba el fusil, los cartuchos y las granadas.
Nosotros decimos:
—Debía de ser muy distraído y negligente ese soldado para perder todos esos objetos indispensables para un militar.
El policía dice:
—No los perdió. Alguien se los robó después de morir. Vosotros que venís a menudo al bosque, ¿no tendréis alguna idea sobre este asunto?
—No. Ni idea.
—Sin embargo, alguien ha debido de coger ese fusil, esos cartuchos y esas granadas...
Decimos:
—¿Quién se atrevería a tocar unos objetos tan peligrosos?
Estamos en el despacho del policía. Él está sentado en una mesa, nosotros de pie frente a él. Prepara un papel, un lápiz. Fuma. Nos hace unas preguntas:
—¿Desde cuándo conocéis a la sirvienta del cura?
—Desde la primavera.
—¿Dónde la conocisteis?
—En casa de la abuela. Vino a buscar unas patatas.
—Entregáis leña a la rectoría. ¿Cuánto os pagan por eso?
—Nada. Nosotros llevamos leña a la rectoría para dar las gracias a la sirvienta, que nos lava la ropa.
—¿Y es amable con vosotros?
—Muy amable. Nos da pan con mantequilla, nos corta las uñas y el pelo y nos baña.
—Como una madre, en resumen. Y el señor cura, ¿es amable con vosotros?
—Muy amable. Nos presta libros y nos enseña muchas cosas.
—¿Cuándo llevasteis leña por última vez a la rectoría?
—Hace cinco días. El martes por la mañana.
El policía se pasea por la habitación. Cierra las cortinas y enciende la lámpara del escritorio. Coge dos sillas y nos hace sentar en ellas. Dirige la luz de la lámpara hacia nuestra cara.
—¿La queréis mucho a la sirvienta?
—Sí, mucho.
—¿Sabéis lo que le ha pasado?
—¿Es que le ha pasado algo?
—Sí. Una cosa horrible. Esta mañana, como de costumbre, preparaba el fuego y los fogones de la cocina han estallado. Le ha dado en plena cara. Está en el hospital.
El policía deja de hablar; nosotros no decimos nada. Nos pregunta:
—¿No decís nada?
Decimos:
—Una explosión en plena cara te lleva obligatoriamente al hospital, y a veces incluso a la morgue. Es una suerte que no haya muerto.
—¡Está desfigurada para toda la vida!
Nos callamos. El policía también. Nos mira. Nosotros le miramos. Dice:
—No parecéis especialmente tristes.
—Estamos contentos de que siga viva. ¡Después de un accidente así!
—No ha sido un accidente. Alguien escondió un explosivo en la leña. Un cartucho que procedía de un fusil militar. Hemos encontrado el casquillo.
Nosotros le preguntamos:
—¿Y por qué iba a hacer alguien una cosa así?
—Para matarla. A ella o al señor cura.
Nosotros decimos:
—La gente es cruel. Les gusta matar. Es la guerra la que se lo ha enseñado. Hay explosivos por todas partes.
El policía se pone a gritar:
—¡Dejad de haceros los tontos! ¡Sois vosotros quienes entregáis la leña a la rectoría! ¡Vosotros pasáis todo el día en el bosque! ¡Vosotros desvalijáis a los cadáveres! ¡Sois capaces de todo! ¡Lo lleváis en la sangre! Vuestra abuela también tiene un muerto en la conciencia. Ella envenenó a su marido. ¡Ella el veneno, vosotros los explosivos! ¡Confesad, pequeños cabrones! ¡Confesad! ¡Habéis sido vosotros!
—No somos los únicos que entregamos leña a la rectoría.
Él dice:
—Es verdad. También está el viejo. Ya le he interrogado.
—Cualquiera puede esconder un cartucho en un montón de leña.
—Sí, pero no todo el mundo tiene cartuchos. ¡A mí qué me importa vuestra sirvienta! Lo que quiero saber es dónde están los cartuchos. ¿Dónde están las granadas? ¿Dónde está el fusil? El viejo lo ha confesado todo. Le he interrogado tan bien que lo ha confesado todo. Pero no ha sido capaz de enseñarme dónde estaban los cartuchos, las granadas y el fusil. Por tanto, el culpable no es él. ¡Sois vosotros! Vosotros sabéis dónde están los cartuchos, las granadas y el fusil. ¡Lo sabéis y me lo vais a decir!
Nosotros no respondemos. El policía nos pega. Con las dos manos. A derecha e izquierda. Sangramos por la nariz y por la boca.
—¡Confesad!
Nos callamos. Él se pone blanco, nos golpea más y más. Nos caemos de las sillas. Nos da patadas en los costados, en los riñones, en el estómago.
—¡Confesad! ¡Confesad! ¡Sois vosotros! ¡Confesad!
Nosotros ya no podemos abrir los ojos. Ya no oímos nada. Nuestros cuerpos están empapados de sudor, de sangre, de orina, de excrementos. Perdemos el conocimiento.
Estamos echados en el suelo de tierra batida de una celda. Por una ventanita pequeña con barrotes de hierro penetra un poco de luz. Pero no sabemos la hora que es, ni siquiera si es por la mañana o por la tarde.
Nos duele todo. El más ligero movimiento nos hace caer en una semiinconsciencia. Nuestra vista está velada, nos zumban los oídos, nos resuena la cabeza. Tenemos una sed horrible. Tenemos la boca seca.
Así pasan las horas. No hablamos. Más tarde, el policía entra y nos pregunta:
—¿Necesitáis algo?
Decimos:
—Beber.
—Hablad. Confesad. Entonces beberéis, comeréis, todo lo que queráis.
No respondemos. Él pregunta:
—Abuelo, ¿quiere comer alguna cosa?
Nadie le responde. Sale.
Comprendemos que no estamos solos en la celda. Con precaución, levantamos un poco la cabeza y vemos a un viejo echado, acurrucado en un rincón. Lentamente nos arrastramos hacia él, lo tocamos. Está tieso y frío. Arrastrándonos, volvemos a nuestro lugar junto a la puerta.
Ya es de noche cuando vuelve el policía con una linterna. Ilumina al viejo y dice:
—Duerma bien. Mañana podrá volver a su casa.
Nos ilumina también en plena cara, uno tras otro:
—¿Aún no tenéis nada que decir? Me da lo mismo. Tengo tiempo. Hablaréis o reventaréis aquí.
Más tarde, por la noche, se abre de nuevo la puerta. Entran el policía, el ordenanza y el oficial extranjero. El oficial se inclina hacia nosotros. Le dice al ordenanza:
—¡Telefonee a la base y pida una ambulancia!
El ordenanza se va. El oficial examina al viejo y dice:
—¡Lo ha matado a golpes!
Se vuelve hacia el policía:
—¡Esto lo vas a pagar caro, chusma! ¡Ya verás cómo lo vas a pagar!
El policía nos pregunta:
—¿Qué está diciendo?
—Dice que el viejo está muerto y que esto lo vas a pagar caro, chusma.
El oficial nos acaricia la frente:
—Mis pequeños, mis pobres niños. ¡Se ha atrevido a haceros daño, ese cerdo miserable!
El policía dice:
—¿Qué me va a hacer? Decidle que yo tengo hijos... No sabía... ¿Es vuestro padre o qué?
Nosotros decimos:
—Es nuestro tío.
—Deberíais habérmelo dicho. Yo no podía saberlo. Os pido perdón. No sé qué puedo hacer para...
Nosotros le decimos:
—Rece a Dios.
El ordenanza llega con otros soldados. Nos colocan en unas camillas y nos llevan en la ambulancia. El oficial se sienta a nuestro lado. Al policía, rodeado por varios soldados, se lo llevan en el jeep conducido por el ordenanza.
En la base militar un médico nos examina enseguida en una gran sala blanca. Desinfecta nuestras heridas, nos pone unas inyecciones contra los dolores y contra el tétanos. Nos hace también unas radiografías. No tenemos nada roto salvo algunos dientes, pero se trata de dientes de leche.
El ordenanza nos devuelve a casa de la abuela. Nos acuesta en la cama grande del oficial y él se instala encima de una manta, junto a la cama. Por la mañana va a buscar a la abuela, que nos trae leche caliente a la cama.
Cuando el ordenanza se va, la abuela nos pregunta:
—¿Habéis confesado?
—No, abuela. No tenemos nada que confesar.
—Es lo que yo pensaba. Y al policía, ¿qué le ha pasado?
—No lo sabemos. Pero desde luego, no volverá nunca más.
La abuela se ríe.
—Deportado o fusilado, ¿eh? ¡Vaya cerdo! Vamos a celebrarlo. Calentaré un poco del pollo de ayer. Yo tampoco he comido nada.
A mediodía nos levantamos y vamos a comer a la cocina.
Durante la comida, la abuela dice:
—Me pregunto por qué quisisteis matarla. Pero supongo que tendríais vuestros motivos.
Justo después de la cena llega un caballero anciano con una chica mayor que nosotros.
La abuela le pregunta:
—¿Qué es lo que desea?
El caballero pronuncia un nombre y la abuela nos dice:
—Salid. Id a dar una vuelta por el jardín.
Salimos. Damos la vuelta a la casa y nos sentamos bajo la ventana de la cocina y escuchamos. El anciano dice:
—Tenga piedad.
La abuela responde:
—¿Cómo puede usted pedirme una cosa semejante?
El anciano dice:
—Usted conocía a sus padres. Me la confiaron antes de ser deportados. Me dieron su dirección por si no estaba ya segura en mi casa.