Comemos mal, ya no hay ni verduras ni frutas, las gallinas ya no ponen. La abuela saca todos los días unas cuantas judías secas y algunas patatas de la bodega, que sin embargo está llena de carnes ahumadas y de frascos de mermeladas.
A veces viene el cartero. Hace sonar el timbre de su bicicleta hasta que la abuela sale de casa. Entonces el cartero chupa su lápiz, escribe una cosa en un trocito de papel, le tiende el papel y el lápiz a la abuela, que traza una cruz en la parte baja del papel. El cartero le da dinero, un paquete o una carta, y se vuelve a ir hacia la ciudad, silbando.
La abuela se encierra en la habitación con el paquete o con el dinero. Si hay una carta, la echa al fuego.
Le preguntamos:
—Abuela, ¿por qué tiras la carta sin leerla?
Ella responde:
—No sé leer. Nunca fui a la escuela, no he hecho otra cosa que trabajar. No me mimaron como a vosotros.
—Nosotros podríamos leerte las cartas que recibes.
—Nadie debe leer las cartas que yo recibo.
Le preguntamos:
—¿Quién envía el dinero? ¿Quién envía los paquetes? ¿Quién envía las cartas?
Ella no responde.
Al día siguiente, mientras está en la bodega, registramos su habitación. Debajo de su cama encontramos un paquete abierto. Hay jerséis, bufandas, gorros, guantes. No le decimos nada a la abuela, porque comprendería que tenemos una llave que abre su habitación.
Después de la cena, esperamos. La abuela se bebe su aguardiente y después, tambaleante, va a abrir la puerta de su habitación con la llave que lleva colgando de la cintura. La seguimos, la empujamos. Cae de espaldas encima de la cama. Fingimos que buscamos y encontramos el paquete.
Le decimos:
—Esto no está bien, abuela. Tenemos frío, no tenemos ropa abrigada, no podemos salir, y tú quieres vender todo lo que nuestra madre ha tejido para nosotros y nos ha enviado.
La abuela no responde, está llorando.
Le decimos:
—Es nuestra madre quien envía el dinero, es nuestra madre quien te escribe cartas.
La abuela dice:
—No me escribe a mí. Sabe muy bien que yo no sé leer. Ella no me había escrito nunca antes. Ahora que vosotros estáis aquí, escribe. ¡Pero yo no necesito sus cartas! ¡No necesito nada que venga de ella!
A partir de entonces, esperamos al cartero en la puerta del jardín. Es un vejete con una gorra. Lleva una bicicleta con unas carteras de cuero unidas al portaequipajes.
Cuando llega, no le damos ni tiempo de tocar el timbre: rápidamente, se lo quitamos.
Él dice:
—¿Dónde está vuestra abuela?
Nosotros le decimos:
—No se preocupe por ella. Denos lo que trae.
Él dice:
—No hay nada.
Quiere irse, pero nosotros le empujamos. Se cae en la nieve. La bici se le cae encima. Dice una palabrota.
Registramos sus carteras y encontramos una carta y un giro postal. Cogemos la carta y decimos:
—¡Denos el dinero!
Él dice:
—No. Está dirigido a vuestra abuela.
—Pero es para nosotros. Es nuestra madre quien nos lo manda. Si no nos lo da, no dejaremos que se levante hasta que se quede muerto de frío.
Él dice:
—Vale, vale. Ayudadme a levantarme, tengo una pierna aplastada debajo de la bicicleta.
Levantamos la bicicleta y ayudamos al cartero a levantarse. Es muy delgado y ligero.
Saca el dinero de uno de sus bolsillos y nos lo da.
Le preguntamos:
—¿Quiere una firma o una cruz?
Él dice:
—Con la cruz ya vale. Una cruz es igual que otra.
Y añade:
—Tenéis razón en defenderos. Todo el mundo conoce a vuestra abuela. No hay nadie más avara que ella. ¿Entonces es vuestra mamá quien os envía todo esto? Es muy buena. Yo la conocí de pequeña. Hizo bien en irse. Jamás habría podido casarse aquí. Con todos esos chismes...
Le preguntamos:
—¿Qué chismes?
—Como que ella envenenó a su marido. Quiero decir que vuestra abuela envenenó a vuestro abuelo. Es una historia muy antigua. De ahí viene que se la apode la Bruja.
Nosotros decimos:
—No queremos que se hable mal de la abuela.
El cartero da la vuelta a su bici.
—Bueno, bueno, pero teníais que saberlo.
Nosotros decimos:
—Ya lo sabíamos. A partir de ahora, sólo nos entregará el correo a nosotros. Si no, le mataremos. ¿Lo ha entendido?
El cartero dice:
—¡Seríais capaces, aprendices de criminales! Os traeré vuestro correo, a mí me da igual. ¿A mí qué me importa la Bruja?
Y se va en su bicicleta. Arrastra un poco la pierna para demostrar que le hemos hecho daño.
Al día siguiente, bien vestidos y calentitos, vamos al pueblo a comprarnos unas botas de goma con el dinero que nos ha enviado nuestra madre. Su carta la llevamos debajo de la camisa, por turnos.
El zapatero vive y trabaja en el sótano de una casa junto a la estación. La sala es amplia. En un rincón tiene la cama, en otro la cocina. Su taller está ante la ventana, que llega a ras de suelo. El zapatero está sentado en un taburete bajo, rodeado de zapatos y de utensilios. Nos mira por encima de las gafas; mira nuestros zapatos de charol, llenos de grietas.
Decimos:
—Buenos días, señor. Querríamos unas botas de goma impermeables y muy calientes. ¿Las vende usted? Tenemos dinero.
Él dice:
—Sí, las vendo. Pero las forradas, las más calientes, son muy caras.
Nosotros decimos:
—Las necesitamos muchísimo. Pasamos mucho frío en los pies.
Ponemos encima de la mesa baja el dinero que tenemos.
El zapatero dice:
—Sólo da para un par. Pero podéis tener suficiente con un par. Calzáis el mismo número. Cada uno puede salir por turnos.
—No es posible. No salimos jamás el uno sin el otro. Siempre vamos juntos a todas partes.
—Pedidle más dinero a vuestros padres.
—No tenemos padres. Vivimos en casa de nuestra abuela, la llaman la Bruja. Ella no nos dará dinero.
—¿La Bruja es vuestra abuela? ¡Pobrecillos! ¿Y habéis venido desde su casa hasta aquí con esos zapatos?
—Sí, con estos zapatos. No podemos pasar el invierno sin botas. Debemos ir a buscar leña al bosque, debemos quitar la nieve. Necesitamos muchísimo...
—Dos pares de botas calientes e impermeables.
El zapatero ríe y nos tiende dos pares de botas.
—Probaoslas.
Nos las probamos; nos van muy bien.
Decimos:
—Nos las quedamos. Le pagaremos el segundo par en primavera cuando vendamos pescado y huevos. O si lo prefiere le traeremos leña.
El zapatero nos devuelve nuestro dinero:
—Tomad. Cogedlo. No quiero vuestro dinero. Compraos más bien unos buenos calcetines. Os ofrezco esas botas porque las necesitáis muchísimo.
Nosotros decimos:
—No nos gusta recibir regalos.
—¿Y por qué?
—Porque no nos gusta dar las gracias.
—No estáis obligados a decir nada. Podéis iros. No, esperad. Tomad también estas zapatillas, y unas sandalias para el verano, y estos zapatos cerrados también. Son muy resistentes. Coged todo lo que queráis.
—Pero, ¿por qué nos quiere dar todo eso?
—Porque no lo necesito ya. Me voy.
Le preguntamos:
—¿Y adónde va?
—¿Cómo saberlo? Se me llevan de aquí y me matarán.
—¿Quién quiere matarle, y por qué?
—No hagáis más preguntas. Marchaos ahora.
Cogemos los zapatos, las zapatillas, las sandalias. Llevamos las botas puestas. Nos detenemos en la puerta y decimos:
—Esperamos que no se lo lleven. Y si se lo llevan, que no lo maten. Adiós, señor, y gracias, muchas gracias.
Cuando volvemos, la abuela nos pregunta:
—¿Dónde habéis robado todo eso, ladronzuelos?
—No hemos robado nada. Es un regalo. No todo el mundo es tan avaro como tú, abuela.
Con nuestras botas y nuestra ropa caliente podemos salir de nuevo. Nos deslizamos por la orilla helada, vamos a buscar leña al bosque...
Tomamos un hacha y una sierra. No se puede coger la leña muerta que está caída en el suelo; la capa de nieve es demasiado espesa. Trepamos a los árboles, serramos las ramas muertas y las cortamos con el hacha. Mientras hacemos este trabajo no tenemos frío. Incluso sudamos. Así podemos quitarnos los guantes y metérnoslos en los bolsillos, para que no se gasten demasiado pronto.
Un día, al volver con nuestros haces de leña, damos un rodeo para ver a Cara de Liebre.
Nadie ha quitado la nieve que hay delante de la choza, y no conduce a ella ninguna huella de pasos. La chimenea tampoco humea.
Llamamos a la puerta pero nadie nos responde. Entramos. Al principio no vemos nada, de tan oscuro como está, pero los ojos se acostumbran rápido a la oscuridad. Es una habitación que sirve de cocina y de dormitorio. En el rincón más oscuro hay una cama. Nos acercamos. Llamamos. Alguien se mueve debajo de las mantas y los abrigos viejos: surge la cabeza de Cara de Liebre.
Le preguntamos:
—¿Tu madre está ahí?
—Sí.
—¿Está muerta?
—No lo sé.
Dejamos la leña y encendemos fuego en el hogar, porque hace tanto frío dentro de la habitación como fuera. Enseguida vamos a casa de la abuela y en la bodega cogemos unas patatas y unas judías secas. Ordeñamos una cabra y volvemos a casa de la vecina. Calentamos la leche, fundimos nieve en una olla y cocemos en el agua las judías. Las patatas las asamos en el hogar.
Cara de Liebre se levanta y, muy débil, viene a sentarse junto al fuego.
La vecina no está muerta. Le echamos un poquito de leche de cabra en la boca. Le decimos a Cara de Liebre:
—Cuando todo esté hecho, come tú y dale de comer a tu madre. Volveremos.
Con el dinero que nos ha devuelto el zapatero nos hemos comprado unos cuantos pares de calcetines, pero no lo hemos gastado todo. Vamos a un colmado para comprar un poco de harina y coger sal y azúcar sin pagarlos. Vamos también a casa del carnicero, compramos una loncha de tocino pequeña y nos llevamos un salchichón gordo sin pagar. Volvemos a casa de Cara de Liebre. Ella y su madre se lo han comido todo. La madre sigue en la cama, Cara de Liebre lava los platos.
Le decimos:
—Os traeremos un haz de leña todos los días. También unas judías y unas patatas. Para lo demás hará falta dinero. No tenemos más. Sin dinero, no se puede entrar en ninguna tienda. Hay que comprar algo para poder robar otras cosas.
Ella dice:
—Es increíble lo listos que sois. Tenéis razón. A mí no me dejan entrar ya en las tiendas. Nunca habría pensado que vosotros seríais capaces de robar.
Le decimos:
—¿Por qué no? Será nuestro ejercicio de habilidad. Pero nos hace falta un poco de dinero. Es imprescindible.
Ella reflexiona y dice:
—Id a pedírselo al señor cura. Me lo daba a veces si yo aceptaba enseñarle mi rajita.
—¿Te pedía eso?
—Sí. Y a veces me metía el dedo dentro. Y después me daba dinero para que no le dijese nada a nadie. Decidle que Cara de Liebre y su madre necesitan dinero.
Vamos a ver al señor cura. Vive junto a la iglesia en una casa grande que se llama rectoría.
Tiramos del cordón de la campanilla. Una vieja nos abre la puerta:
—¿Qué queréis?
—Queremos ver al señor cura.
—¿Por qué?
—Por alguien que va a morir.
La vieja nos hace entrar en una antesala. Llama a una puerta.
—¡Señor cura —grita—, una extremaunción!
Una voz responde detrás de la puerta:
—Ya voy. Que me esperen.
Esperamos unos minutos. Un hombre alto y delgado con el rostro severo sale de la habitación. Lleva una especie de capa blanca y dorada encima de la sotana oscura. Nos pregunta:
—¿Dónde es eso? ¿Quién os envía?
—Cara de Liebre y su madre.
Él nos dice:
—Os pregunto el nombre exacto de esa gente.
—Ignoramos su nombre exacto. La madre es ciega y sorda. Viven en la última casa del pueblo. Están a punto de morir de hambre y de frío.
El cura dice:
—Aunque no conozco en absoluto a esas personas, estoy dispuesto a darles la extremaunción. Vamos. Indicadme el camino.
Nosotros decimos:
—Ellas no necesitan la extremaunción todavía. Lo que necesitan es un poco de dinero. Les hemos llevado leña, unas patatas y unas judías secas, pero no podemos hacer más. Cara de Liebre nos ha enviado aquí. Usted le ha dado a veces un poco de dinero.
—Es posible. Doy dinero a muchos pobres. No puedo acordarme de todos. ¡Tomad!
Se busca en los bolsillos bajo la capa y nos da unas monedas. Las cogemos y decimos:
—Es poco. Es muy poco. No hay suficiente ni para comprar una hogaza de pan.
—Lo siento. Hay muchos pobres. Y los fieles casi no dan donativos. Todo el mundo tiene problemas en estos momentos. ¡Id en paz y que Dios os bendiga!
Nosotros decimos:
—Por hoy nos contentamos con este dinero, pero nos veremos obligados a volver mañana.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso? ¿Mañana? No os dejaré entrar. Salid de aquí inmediatamente.
—Mañana llamaremos hasta que nos dejen entrar. Golpearemos las ventanas, daremos patadas a su puerta y le contaremos a todo el mundo lo que le hacía usted a Cara de Liebre.
—Yo no le he hecho nunca nada a Cara de Liebre. Ni siquiera sé quién es. Ella os ha contado cosas que se ha inventado. Las fantasías de una niña retrasada no se pueden tomar en serio. Nadie os creerá. ¡Todo lo que cuenta es falso!
Nosotros decimos:
—Importa poco si es cierto o falso. Lo esencial es la calumnia. A la gente le encanta el escándalo.
El cura se sienta en una silla, se seca la cara con un pañuelo.
—Es monstruoso. ¿Sabéis lo que estáis a punto de hacer?
—Sí, señor. Chantaje.
—A vuestra edad... Es deplorable.
—Sí, es deplorable que nos veamos obligados a llegar a esto. Pero Cara de Liebre y su madre necesitan dinero, lo necesitan de verdad.
El cura se levanta, se quita la capa y dice:
—Ésta es una prueba que me envía Dios. ¿Cuánto queréis? Yo no soy rico.
—Diez veces la cantidad que nos ha dado. Una vez por semana. No le pedimos nada imposible.