Él sigue gritando:
—¡No tengo jardín! ¡No os necesito! Y además, ¿no podéis hablar normal y corriente?
—Hablamos normal y corriente.
—A vuestra edad, decir «estamos dispuestos a realizar», ¿es normal?
—Nosotros hablamos correctamente.
—Demasiado correctamente, sí. ¡No me gusta del todo vuestra manera de hablar! ¡Y vuestra forma de mirar tampoco! ¡Salid de aquí!
Le preguntamos:
—¿Posee usted gallinas, señor?
Él se seca el rostro blanco con un pañuelo blanco. Nos pregunta, sin gritar:
—¿Gallinas? ¿Por qué gallinas?
—Porque si no las posee, nosotros podemos disponer de una cierta cantidad de huevos y traérselos a cambio de estos objetos que nos resultan indispensables.
El librero nos mira y no dice nada.
Insistimos:
—El precio de los huevos aumenta cada día. Por el contrario, el precio del papel y los lápices...
Arroja nuestro papel, nuestros lápices y nuestro cuaderno hacia la puerta y grita:
—¡Fuera! ¡No necesito vuestros huevos! ¡Tomad todo esto y no volváis más!
Nosotros cogemos los objetos cuidadosamente y decimos:
—Sin embargo, nos veremos obligados a volver cuando no tengamos más papel o cuando se hayan gastado los lápices.
Para nuestros estudios contamos con el diccionario de nuestro padre y la Biblia que hemos encontrado aquí en casa de la abuela, en el desván.
Damos lecciones de ortografía, de redacción, de lectura, de cálculo mental, de matemáticas y hacemos ejercicios de memoria.
Usamos el diccionario para la ortografía, para obtener explicaciones y también para aprender palabras nuevas, sinónimos y antónimos.
La Biblia nos sirve para la lectura en voz alta, los dictados y los ejercicios de memoria. Nos aprendemos de memoria, por tanto, páginas enteras de la Biblia.
Así es como transcurre una lección de redacción:
Estamos sentados en la mesa de la cocina con nuestras hojas cuadriculadas, nuestros lápices y el cuaderno grande. Estamos solos.
Uno de nosotros dice:
—El título de la redacción es: «La llegada a casa de la abuela».
El otro dice:
—El título de la redacción es: «Nuestros trabajos».
Nos ponemos a escribir. Tenemos dos horas para tratar el tema, y dos hojas de papel a nuestra disposición.
Al cabo de dos horas, nos intercambiamos las hojas y cada uno de nosotros corrige las faltas de ortografía del otro, con la ayuda del diccionario, y en la parte baja de la página pone: «bien» o «mal». Si es «mal», echamos la redacción al fuego y probamos a tratar el mismo tema en la lección siguiente. Si es «bien», podemos copiar la redacción en el cuaderno grande.
Para decidir si algo está «bien» o «mal» tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos.
Por ejemplo, está prohibido escribir: «la abuela se parece a una bruja». Pero sí está permitido escribir: «la gente llama a la abuela "la Bruja"».
Está prohibido escribir: «el pueblo es bonito», porque el pueblo puede ser bonito para nosotros y feo para otras personas.
Del mismo modo, si escribimos: «el ordenanza es bueno», no es verdad, porque el ordenanza puede ser capaz de cometer maldades que nosotros ignoramos. Escribimos, sencillamente: «el ordenanza nos ha dado unas mantas».
Escribiremos: «comemos muchas nueces», y no: «nos gustan las nueces», porque la palabra «gustar» no es una palabra segura, carece de precisión y de objetividad. «Nos gustan las nueces» y «nos gusta nuestra madre» no puede querer decir lo mismo. La primera fórmula designa un gusto agradable en la boca, y la segunda, un sentimiento.
Las palabras que definen los sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos.
Nuestra vecina es una mujer menos vieja que la abuela. Vive con su hija en la última casa del pueblo. Es una casucha completamente en ruinas, con el tejado agujereado en muchos sitios. Alrededor hay un jardín, pero no está cultivado como el jardín de la abuela. Sólo crecen las malas hierbas.
La vecina está sentada todo el día en un taburete en su jardín y mira al frente, no se sabe qué. Por la tarde, o cuando llueve, su hija la coge por el brazo y la hace entrar en la casa. A veces su hija se olvida o no está, y entonces la madre se queda fuera toda la noche, durante mucho tiempo.
La gente dice que nuestra vecina está loca, que perdió el espíritu cuando el hombre que le hizo la hija la abandonó.
La abuela dice que la vecina sencillamente es una perezosa y que prefiere vivir pobremente en lugar de ponerse a trabajar.
La hija de la vecina no es más alta que nosotros, pero sí algo mayor. Durante el día mendiga por el pueblo, delante de los cafés y en las esquinas de las calles. En el mercado coge las verduras y las frutas podridas que tira la gente y se los lleva a casa. Roba también todo lo que puede. Hemos tenido que echarla varias veces de nuestro jardín, donde intenta quitarnos fruta y huevos.
Una vez la sorprendemos bebiendo leche, chupando la teta de una de nuestras cabras.
Cuando nos ve, se levanta, se seca la boca con el dorso de la mano, retrocede y dice:
—¡No me hagáis daño!
Añade:
—Corro muy deprisa. No me cogeréis.
La miramos. Es la primera vez que la vemos de cerca. Tiene el labio leporino, bizquea, lleva la nariz llena de mocos y tiene costras amarillas alrededor de los ojos rojos, y las piernas y los brazos cubiertos de pústulas.
Dice:
—Me llaman Cara de Liebre. Me gusta la leche.
Sonríe. Tiene los dientes negros.
—Me gusta la leche, pero lo que más me gusta es chupar la teta. Está buena. Es dura y blanda a la vez.
Nosotros no contestamos. Ella se acerca.
—También me gusta chupar otra cosa.
Adelanta la mano, nosotros retrocedemos. Ella dice:
—¿No queréis? ¿No queréis jugar conmigo? Me gustaría mucho. Sois tan guapos...
Baja la cabeza. Dice:
—Os doy asco.
Nosotros decimos:
—No, no nos das asco.
—Ya lo veo. Sois demasiado jóvenes, demasiado tímidos. Pero conmigo no debéis tener vergüenza. Os enseñaré juegos muy divertidos.
Le decimos:
—Nosotros no jugamos nunca.
—¿Entonces qué hacéis todo el día?
—Trabajamos y estudiamos.
—Yo mendigo, robo y juego.
—También cuidas a tu madre. Eres una buena hija.
Ella dice, acercándose:
—¿De verdad os lo parece? ¿De verdad?
—Sí. Y si necesitas alguna cosa para tu madre o para ti, no tienes más que pedírnosla. Te daremos fruta, verduras, pescados y leche.
Ella se pone a gritar:
—¡No quiero vuestra fruta, vuestro pescado, vuestra leche! Todo eso lo puedo robar. Lo que quiero es que me queráis. Nadie me quiere. Ni siquiera mi madre. Pero yo tampoco quiero a nadie. ¡Ni a mi madre ni a vosotros! ¡Os odio!
Nos ponemos ropa sucia y desgarrada, nos quitamos los zapatos, nos ensuciamos la cara y las manos. Vamos a la calle. Nos quedamos quietos y esperamos.
Cuando pasa algún oficial extranjero ante nosotros, levantamos el brazo derecho para saludar y tendemos la mano izquierda. A menudo, el oficial pasa sin detenerse, sin vernos, sin mirarnos.
Al final uno de los oficiales se para. Dice algo en un idioma que no entendemos. Nos hace preguntas. No le respondemos, nos quedamos inmóviles, con un brazo levantado y el otro tendido hacia delante. Entonces se rebusca en los bolsillos, pone una moneda y un trozo de chocolate en nuestras palmas sucias y se va, meneando la cabeza.
Continuamos esperando.
Pasa una mujer. Tendemos la mano. Ella dice:
—Pobres pequeños. No tengo nada que daros.
Nos acaricia el pelo.
Nosotros decimos:
—Gracias.
Otra mujer nos da dos manzanas, otra unas galletas.
Pasa una mujer. Tendemos la mano, ella se detiene y dice:
—¿No os da vergüenza mendigar? Venid a mi casa, tengo trabajos fáciles para vosotros. Cortar leña, por ejemplo, o restregar la azotea. Sois bastante mayores y fuertes para eso. Después, si trabajáis bien, os daré sopa y pan.
Nosotros contestamos:
—No queremos trabajar para usted, señora. No nos apetece comer su sopa ni su pan. No tenemos hambre.
Ella pregunta:
—¿Y entonces por qué mendigáis?
—Para saber qué se siente y para observar la reacción de las personas.
Ella grita, al irse:
—¡Golfillos asquerosos! ¡Qué impertinentes!
Al volver a casa, tiramos en la hierba alta que bordea la carretera las manzanas, las galletas, el chocolate y las monedas.
La caricia en el pelo es imposible tirarla.
Pescamos con caña en el río. Cara de Liebre llega corriendo. No nos ve. Se echa en la hierba y se levanta la falda. No lleva bragas. Vemos sus nalgas desnudas y los pelos que tiene entre las piernas. Nosotros todavía no tenemos pelos entre las piernas. Cara de Liebre sí que tiene, pero muy pocos.
Cara de Liebre silba. Llega un perro. Es nuestro perro. Lo coge entre sus brazos, se revuelca con él en la hierba. El perro ladra, se suelta, se sacude y se va corriendo. Cara de Liebre lo llama con voz dulce, acariciándose el sexo con los dedos.
El perro vuelve, husmea varias veces el sexo de Cara de Liebre y se pone a chuparlo.
Cara de Liebre separa las piernas, aprieta la cabeza del perro hacia su vientre con las dos manos. Respira muy fuerte y se retuerce.
El sexo del perro aparece entonces, es cada vez más largo, delgado y rojo. El perro levanta la cabeza e intenta montar a Cara de Liebre.
Cara de Liebre se vuelve, está de rodillas, le tiende el culo al perro. El perro pone sus patas delanteras en la espalda de Cara de Liebre, y sus patas posteriores tiemblan. Va buscando, se acerca cada vez más, se mete entre las piernas de Cara de Liebre, se pega contra sus nalgas. Se mueve muy rápido de delante atrás. Cara de Liebre grita y, al cabo de un momento, cae de bruces.
El perro se aleja lentamente.
Cara de Liebre se queda echada un tiempo y después se levanta, nos ve y se sonroja. Grita:
—¡Espías, marranos! ¿Qué habéis visto?
Nosotros le respondemos:
—Te hemos visto jugar con nuestro perro.
Pregunta entonces:
—¿Sigo siendo amiga vuestra?
—Sí. Te dejamos jugar con nuestro perro todo lo que quieras.
—¿Y no le diréis a nadie lo que habéis visto?
—No se lo diremos nunca a nadie. Puedes confiar en nosotros.
Ella se sienta en la hierba y llora.
—Sólo me quieren los animales.
Le preguntamos:
—¿Es verdad que tu madre está loca?
—No. Sólo está sorda y ciega.
—¿Qué le pasó?
—Nada. Nada especial. Un día se quedó ciega, y después se quedó sorda. Dice que a mí me pasará lo mismo. ¿Habéis visto mis ojos? Por la mañana cuando me levanto tengo las pestañas pegadas, y los ojos llenos de pus.
Nosotros decimos:
—Eso es una enfermedad que seguramente puede curar la medicina.
Ella dice:
—Quizá. Pero, ¿cómo ir al médico sin dinero? De todos modos, ya no hay médicos. Están todos en el frente.
Y le preguntamos:
—¿Y los oídos? ¿Te duelen los oídos?
—No, con los oídos no tengo ningún problema. Y creo que mi madre tampoco. Finge no oír nada, eso le conviene cuando yo le hago preguntas.
Uno de nosotros hace de ciego, el otro de sordo. Para entrenarnos, al principio, el ciego se ata una pañoleta negra de la abuela ante los ojos, y el sordo se tapona los oídos con hierba. La pañoleta huele mal, igual que la abuela.
Nos damos la mano y vamos a pasearnos cuando hay alerta, cuando la gente se oculta en las bodegas y las calles están desiertas.
El sordo describe lo que ve:
—La calle es recta y larga. Está bordeada de casas bajas, sólo planta. Son de color blanco, gris, rosa, amarillo y azul. Al final de la calle se ve un parque con árboles y una fuente. El cielo está azul, con algunas nubes blancas. Se ven aviones. Cinco bombarderos. Vuelan bajo.
El ciego habla lentamente para que el sordo pueda leer sus labios:
—Oigo los aviones. Producen un ruido entrecortado y profundo. Su motor sufre. Van cargados de bombas. Ahora ya han pasado. Oigo de nuevo los pájaros. Si no, todo estaría silencioso.
El sordo lee los labios del ciego y responde:
—Sí, la calle está vacía.
El ciego dice:
—No por mucho tiempo. Oigo unos pasos que se acercan por la calle lateral, a la izquierda.
—Tienes razón. Aquí está, es un hombre.
El ciego pregunta:
—¿Cómo es?
El sordo responde:
—Como todos. Pobre, viejo.
—Ya lo sé. Reconozco el paso de los viejos. Oigo también que va descalzo, luego es pobre.
—Es calvo. Lleva una guerrera antigua del ejército. Lleva los pantalones demasiado cortos. Lleva los pies sucios.
—¿Y los ojos?
—No se los veo. Mira hacia el suelo.
—¿Y la boca?
—Los labios demasiado hundidos. No debe de tener dientes.
—¿Y las manos?
—En los bolsillos. Los bolsillos son enormes, llenos de algo. Quizá de patatas, o de nueces, porque forman pequeños bultos. Levanta la cabeza, nos mira. Pero no puedo distinguir el color de sus ojos.
—¿No ves nada más?
—Unas arrugas, profundas como cicatrices, en su rostro.
El ciego dice:
—Oigo las sirenas. Es el fin de la alerta. Volvamos.
Más tarde, con el tiempo, ya no tenemos necesidad de pañoleta para los ojos ni de hierba para los oídos. El que hace de ciego sencillamente vuelve la mirada hacia el interior, y el sordo cierra los oídos a todos los ruidos.
Encontramos un hombre en el bosque. Un hombre vivo, joven, sin uniforme. Está echado detrás de un arbusto. Nos ve y no se mueve.
Le preguntamos:
—¿Por qué está ahí echado?
Él responde:
—No puedo andar más. Vengo del otro lado de la frontera. Llevo andando dos semanas. Día y noche. Sobre todo por la noche. Ahora estoy demasiado débil. Tengo hambre. No he comido nada desde hace tres días.