Cuando nuestros ojos se acostumbran a la penumbra distinguimos a la vecina echada en la mesa de la cocina. Le cuelgan las piernas, tiene los brazos encima de la cara. No se mueve.
Cara de Liebre está tirada en la cama. Desnuda. Entre sus piernas separadas se ve un charco reseco de sangre y esperma. Con los párpados pegados para siempre, los labios retraídos y mostrando unos dientes negros en una sonrisa eterna, Cara de Liebre está muerta.
La vecina dice:
—Marchaos.
Nosotros nos acercamos y le preguntamos:
—¿No está sorda?
—No. Y tampoco estoy ciega ya. Marchaos.
Le decimos:
—Queremos ayudarla.
—No necesito ayuda. No necesito nada. Marchaos.
Le preguntamos:
—¿Qué ha pasado aquí?
—Ya lo veis. Ella está muerta, ¿verdad?
—Sí. ¿Han sido los nuevos extranjeros?
—Sí. Fue ella quien les llamó. Salió a la carretera, les hizo señas de que vinieran. Eran doce o quince. Y mientras le pasaban por encima, ella no dejaba de gritar: «¡qué contenta estoy, qué contenta estoy! ¡Venid todos, venid, otro más, otro más aún!. Ha muerto feliz, follada hasta la muerte. ¡Pero yo no estoy muerta! Me he quedado aquí echada sin comer, sin beber, yo no sé desde hace cuánto tiempo. Y la muerte no viene. Cuando la llamas, nunca viene. Se divierte torturándonos. Yo la llamo desde hace años y ella me ignora.
Le preguntamos:
—¿Desea morir de verdad?
—¿Qué otra cosa podría desear? Si queréis hacer algo por mí, pegadle fuego a la casa. No quiero que nadie nos encuentre así.
Nosotros le decimos:
—Pero va a sufrir horriblemente.
—No os preocupéis por eso. Pegadle fuego si sois capaces, y ya está.
—Sí, señora, claro que somos capaces. Puede contar con nosotros.
Le cortamos el cuello de un navajazo y luego vamos a sacar gasolina de un vehículo del ejército. Empapamos de gasolina los dos cuerpos y las paredes de la choza. Le prendemos fuego y nos vamos.
Al día siguiente la abuela nos dice:
—La casa de la vecina se ha quemado. Estaban dentro, la hija y ella. La hija debió de olvidarse algo al fuego, como estaba loca...
Nosotros vamos a recuperar las gallinas y los conejos, pero los vecinos ya se los han llevado durante la noche.
Durante unas semanas vemos desfilar ante la casa de la abuela al ejército victorioso de los nuevos extranjeros, a los que ahora se llama el ejército liberador.
Tanques, cañones, carros, camiones atraviesan la frontera noche y día. El frente se aleja cada vez más y más al interior del país vecino.
En sentido inverso, llega otro desfile: los prisioneros de guerra, los vencidos. Entre ellos muchos hombres de nuestro país. Llevan todavía uniforme, pero no tienen armas ya, ni galones. Van a pie, con la cabeza baja, hasta la estación donde les embarcan en vagones. Hacia dónde y por cuánto tiempo, eso nadie lo sabe.
La abuela dice que se los llevan muy lejos, a un país frío y deshabitado donde les obligarán a trabajar tan duro que no volverá ninguno de ellos. Morirán todos de frío, de cansancio, de hambre y de todo tipo de enfermedades.
Un mes después de que nuestro país haya sido liberado, la guerra ha acabado en todas partes y los liberadores se instalan en nuestro país para siempre, según dicen. Entonces le pedimos a la abuela que nos enseñe su idioma. Ella dice:
—¿Cómo queréis que os lo enseñe? No soy profesora.
Nosotros le decimos:
—Es muy sencillo, abuela. Sólo tienes que hablarnos en ese idioma todo el día y acabaremos por entenderte.
Pronto sabemos lo suficiente para servir de intérpretes entre los habitantes y los liberadores. Aprovechamos para comerciar con los productos que el ejército posee en abundancia: cigarrillos, tabaco, chocolate. Los cambiamos por lo que poseen los civiles: vino, aguardiente, fruta.
El dinero ya no tiene valor, todo el mundo hace trueque.
Las chicas se acuestan con los soldados a cambio de medias de seda, joyas, perfumes, relojes y otros objetos que los militares han cogido en las ciudades que han atravesado.
La abuela no va ya al mercado con su carretilla. Son las damas bien vestidas las que vienen a casa de la abuela a suplicarle que les cambie una sortija o unos pendientes por un pollo o un salchichón.
Se distribuyen cartillas de racionamiento. La gente hace cola delante de la carnicería y la panadería desde las cuatro de la mañana. Las demás tiendas permanecen cerradas, a falta de mercancías.
A todo el mundo le falta de todo.
A la abuela y a nosotros no nos falta de nada.
Más tarde, tenemos de nuevo un ejército y un gobierno propio, pero son los liberadores quienes dirigen nuestro ejército y nuestro gobierno. Su bandera ondea en todos los edificios públicos. La foto de su líder aparece por todas partes. Nos enseñan sus canciones, sus bailes, proyectan sus películas en nuestros cines. En los colegios el idioma de los liberadores es obligatorio, mientras que las demás lenguas extranjeras están prohibidas.
Contra nuestros liberadores o contra nuestro gobierno no está permitida ninguna crítica ni broma. Con una simple denuncia se lleva a la cárcel a cualquiera, sin procesos y sin juicios. Hombres y mujeres desaparecen sin que se sepa por qué, y su familia no vuelve a tener nunca noticias suyas.
Reconstruyen la frontera. Ahora es infranqueable.
Nuestro país está bordeado de alambre de espinos; estamos totalmente separados del resto del mundo.
En otoño todos los niños vuelven al colegio excepto nosotros.
Le decimos a la abuela:
—Abuela, nosotros no queremos ir nunca a la escuela.
Ella dice:
—Eso espero. Os necesito aquí. ¿Y qué ibais a aprender en esa escuela?
—Nada, abuela, absolutamente nada.
Pronto recibimos una carta. La abuela pregunta:
—¿Qué dice?
—Dice que eres responsable de nosotros y que debemos presentarnos en la escuela.
—Quemad la carta. Yo no sé leer, y vosotros tampoco. Nadie ha leído esa carta.
Quemamos la carta. Pronto recibimos otra. Dice que si no vamos a la escuela la abuela será castigada por la ley. Quemamos también esa carta y le decimos a la abuela:
—Abuela, no olvides que uno de nosotros es ciego, y el otro sordo.
Unos días más tarde, se presenta un hombre en nuestra casa. Dice:
—Soy el inspector de escuelas primarias. Usted tiene en su casa dos niños en edad de escolarización obligatoria. Ya ha recibido dos avisos a este respecto.
La abuela dice:
—¿Habla usted de las cartas? Yo no sé leer. Ni los niños tampoco.
Uno de nosotros pregunta:
—¿Qué pasa? ¿Qué está diciendo?
—Pregunta si sabemos leer. ¿Cómo es?
—Es alto y parece muy malo.
Gritamos los dos a la vez:
—¡Váyase! ¡No nos haga daño! ¡No nos mate! ¡Socorro!
Nos escondemos debajo de la mesa. El inspector pregunta a la abuela:
—¿Pero qué tienen? ¿Qué les pasa?
La abuela dice:
—¡Ah! ¡Pobrecillos, tienen miedo de todo el mundo! Han vivido cosas espantosas en la ciudad. Además, el uno es sordo y el otro ciego. El sordo debe explicarle al ciego lo que ve, y el ciego debe explicarle al sordo lo que oye. Si no, no entenderían nada.
Bajo la mesa, nosotros gritamos:
—¡Socorro, socorro! ¡Que explota! ¡Hace demasiado ruido! ¡Hay muchos relámpagos!
La abuela explica:
—Cuando algo les da miedo, oyen y ven cosas que no existen.
El inspector dice:
—Tienen alucinaciones. Habría que internarlos en un hospital.
Nosotros aullamos más fuerte aún.
La abuela dice:
—¡No, no, eso no! La desgracia pasó en un hospital. Fueron a visitar a su madre, que trabajaba allí. Cuando cayeron las bombas en el hospital, estaban allí y vieron a los heridos y los muertos: ellos mismos estuvieron en coma muchos días.
—Pobres niños. ¿Y dónde están sus padres?
—Muertos o desaparecidos. ¿Cómo saberlo?
—Deben de ser una carga muy pesada para usted.
—¿Y qué iba a hacer? No tienen a nadie más que a mí.
Al irse, el inspector da la mano a la abuela.
—Es usted una mujer muy valiente.
Recibimos una tercera carta donde dice que nos dispensan de asistir al colegio a causa de nuestra invalidez y de nuestros traumas psíquicos.
Un oficial viene a casa de la abuela para pedirle que le venda su viña. El ejército quiere construir en su terreno un edificio para los guardias de frontera.
La abuela pregunta:
—¿Y con qué me quieren pagar? El dinero no vale nada.
El oficial dice:
—A cambio de su terreno le instalaremos el agua corriente y la electricidad en casa.
—Yo no necesito su electricidad ni su agua corriente. Siempre he vivido sin ellas.
—Podríamos quitarle la viña sin ofrecerle nada a cambio. Y es lo que haremos si no acepta usted nuestra propuesta. El ejército necesita su terreno. Su deber de patriota es cedérselo.
La abuela abre la boca, pero nosotros intervenimos:
—Abuela, eres mayor y estás cansada. La viña te da mucho trabajo, y no te aporta casi nada. Por el contrario, el valor de tu casa aumentará mucho con el agua y la electricidad.
El oficial dice:
—Sus nietos son más inteligentes que usted, abuela.
La abuela dice:
—¡Desde luego que sí! Discútalo con ellos, pues. Que decidan ellos.
—Pero yo necesito su firma.
—Firmaré lo que quiera. Y de todos modos, no sé escribir.
La abuela se echa a llorar, se levanta, nos dice:
—Confío en vosotros.
Y se va a su viña.
El oficial dice:
—¡Qué cariño le tiene a su viña la pobre viejecita! Entonces, ¿asunto arreglado?
Nosotros le decimos:
—Como habrá podido constatar usted mismo, ese terreno tiene un gran valor sentimental para ella, y el ejército, ciertamente, no querrá despojar de un bien adquirido con tantos sacrificios a una pobre anciana que, además, es originaria del país de nuestros heroicos libertadores.
—¿Ah, sí? ¿Es de origen...?
—Sí. Habla perfectamente su idioma. Y nosotros también. Así que si tienen intención de cometer algún abuso...
El oficial dice al momento:
—¡No, no, claro que no! ¿Qué es lo que queréis?
—Además del agua y la electricidad, queremos un cuarto de baño.
—¡Nada menos! ¿Y dónde lo queréis el cuarto de baño?
Le llevamos hasta nuestra habitación, le enseñamos dónde queremos nuestro cuarto de baño.
—Aquí, que dé a nuestra habitación. De siete a ocho metros cuadrados. Con bañera encastada, lavabo, ducha, calentador y váter.
Nos mira largamente. Dice:
—Es factible.
—Y queremos también un aparato de radio. No tenemos y nos resulta imposible comprar uno.
Él nos pregunta:
—¿Y eso es todo?
—Sí, es todo.
Él se echa a reír.
—Tendréis vuestro cuarto de baño y vuestra radio. Pero habría hecho mejor en discutir con vuestra abuela.
Una mañana, la abuela no sale de su habitación. Llamamos a su puerta, le gritamos, y ella no responde.
Vamos por detrás de la casa, rompemos un cristal de la ventana de su habitación para poder entrar.
La abuela está echada en la cama y no se mueve. Sin embargo respira, y su corazón late. Uno de nosotros se queda junto a ella y el otro va a buscar a un médico.
El médico examina a la abuela y dice:
—Vuestra abuela ha tenido un ataque de apoplejía, una hemorragia cerebral.
—¿Y se va a morir?
—Pues no se sabe. Es vieja, pero su corazón es fuerte. Dadle estos medicamentos tres veces al día. Y haría falta alguien para que se ocupara de ella.
Le decimos:
—Nosotros nos ocuparemos de ella. ¿Qué hay que hacer?
—Darle de comer, lavarla. Probablemente se quede paralizada para siempre.
El médico se va. Preparamos un puré de verduras y se lo damos a comer a la abuela con una cucharilla. Por la noche huele muy mal en su habitación. Levantamos las mantas: su colchón está lleno de excrementos.
Vamos a buscar paja a casa de un campesino y compramos unas bragas de goma para bebé y unos pañales.
Desnudamos a la abuela, la lavamos en nuestra bañera, le preparamos una cama limpia. Está tan delgada que las bragas de bebé le van bien. Le cambiamos los pañales varias veces al día.
Una semana después la abuela empieza a mover las manos. Una mañana nos recibe con insultos:
—¡Hijos de perra! ¡Asad una gallina! ¿Cómo queréis que recupere las fuerzas con vuestras verduras y vuestros purés? ¡Y también quiero leche de cabra! Espero que no hayáis descuidado nada mientras he estado enferma...
—No, abuela, no hemos descuidado nada.
—¡Ayudadme a levantarme, golfos!
—Abuela, tienes que seguir echada, el médico lo ha dicho.
—¡Bah, el médico! ¡Valiente imbécil! ¡Paralizada para siempre! ¡Ya le enseñaré yo lo paralizada que me voy a quedar!
La ayudamos a levantarse, la acompañamos a la cocina, la sentamos en un banco. Cuando la gallina está hecha, se la come toda ella sola. Después de la cena dice:
—¿A qué esperáis? Fabricadme un bastón bien sólido, deprisa, holgazanes, quiero ir a ver si todo está bien.
Corremos hacia el bosque, encontramos una rama adecuada y, bajo su dirección, tallamos un bastón a la medida de la abuela. Lo coge y nos amenaza:
—¡Ay de vosotros si no está todo en orden!
Se va al jardín. La seguimos de lejos. Entra en el retrete y la oímos murmurar:
—¡Unas bragas! ¡Vaya idea! ¡Están completamente locos!
Cuando vuelve a casa, vamos a ver a la letrina. Ha tirado las bragas y los pañales por el agujero.
Una tarde, la abuela dice:
—Cerrad bien todas las puertas y ventanas. Quiero hablar con vosotros y no quiero que nadie nos oiga.
—Nunca pasa nadie por aquí, abuela.
—Los guardias de frontera se pasean por todas partes, lo sabéis muy bien. Y no les da ningún reparo ponerse a escuchar junto a las puertas. Traedme también una hoja de papel y un lápiz.
Le preguntamos: