El Druida (28 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

—¿Quién la solicitó? —pregunté con la boca seca.

—Alguien que no había mostrado interés por las mujeres hasta que se enteró de que Briga te quería, y a partir de entonces preguntó por ella casi a diario. Crom Daral.

—¿Briga se ha casado con Crom Daral? —pregunté incrédulo.

—No se han casado. Ella le aceptó después de Beltaine, por lo que no bailarán juntos alrededor del árbol hasta el próximo Beltaine. Pero ella vive en su alojamiento y, por lo que sé, está embarazada.

Damona me dejó con mis pensamientos. Sin duda regresaría corriendo a su propio aposento para especular con las demás mujeres sobre los motivos por los que yo había comprado una mujer cuando la hija de un príncipe me esperaba.

Me senté en el banco y dejé que la comida se enfriara.

Lakutu se afanaba en el alojamiento, aseándolo todo. Yo no había esperado que estuviera en posesión de las artes domésticas. Examinó el equipamiento de la casa con intensa curiosidad, y se puso en cuclillas para deslizar los dedos por los curvados morillos de hierro del hogar de Menua. No había mostrado interés por los demás alojamientos que habíamos visitado a lo largo del camino, todos los cuales habían estado más ricamente amueblados que aquél y debían de haberle parecido muy exóticos.

O tal vez ni siquiera había reparado en ellos.

Ahora no la miraba en realidad. Mis ojos la seguían, pero veían a Briga. Con Crom Daral.

Mi cabeza trató de razonar conmigo, recordándome que ahora era un druida y tenía intereses más importantes que el de saber con quién dormiría en el alojamiento, que Lakutu ya era una mujer admirable, que... Pero la cabeza no siempre es capaz de razonar con las emociones. Permanecí sentado largo tiempo en el banco, ensimismado, estremecido por un sentimiento de pérdida inesperadamente profundo y que no tenía nada que ver con la muerte.

La muerte es una pérdida pequeña. Las hay mayores.

Briga vivía con Crom Daral en el fuerte, de modo que la vería, era inevitable. Temía salir al exterior.

Sin embargo debía hacerlo. Afortunadamente, durante algún tiempo no vi a ninguno de los dos. Me enfrasqué en los preparativos para la convocatoria de Samhain.

La víspera de Samhain los jueces de la tribu juzgaron las querellas criminales y civiles presentadas ante ellos, un fatigoso proceso que se inició con la salida del sol y duró todo el día. Entonces se encendió la gran hoguera, comenzaron los cánticos, se ofrecieron festines a los espíritus de los muertos, invitándoles a unirse con los espíritus de los vivos cuando termina un año y comienza un nuevo ciclo de estaciones.

Por si los espíritus de los muertos eran malignos —una posibilidad muy real, puesto que muchos vivos tenían espíritus malignos— se les hacían ofrendas propiciatorias especiales, mientras que los débiles y los niños llevaban amuletos especiales. Samhain, en la cúspide de las estaciones, era una época de poder, y éste no es bueno ni malo sino ambas cosas, como la vida y la muerte.

En la víspera de Samhain nadie durmió. Éramos conscientes de que los muertos caminaban con nosotros en la noche poblada de espíritus. Algunos estaban asustados, pero yo pensé en Menua y en Rosmerta y sonreí.

Al día siguiente, primero del nuevo año y día de nacimiento del invierno, los druidas de la Galia se reunieron en la convocatoria anual.

Subí al cerro con Narlos, el exhortador. Sulis me evitaba, y yo nunca había buscado a propósito la compañía de Aberth. Nosotros, junto con los demás druidas de los carnutos, encabezamos la procesión al bosque sagrado. Los demás druidas nos seguían según su rango, que dependía del tamaño de las tribus a las que servían.

Miré atrás y se me encogió el corazón al ver la pequeña procesión que formábamos.

La necesidad de seleccionar a un nuevo jefe druida era lo más esencial en las mentes de todos. Aunque sabía que Menua había querido que le sucediera algún día, naturalmente aún era demasiado joven y acababa de ser iniciado, por lo que ni siquiera me tomarían en consideración. Yo lo comprendía y lo aceptaba. Pero, al igual que los demás, me preguntaba quién sería el sucesor de Menua. ¿Dónde encontraríamos a su igual?

Dieron comienzo las discusiones. Poco después Secumos me pidió que me pusiera en pie y hablara, que dijera a los demás druidas qué me había enviado Menua a descubrir en la Provincia.

—Así adquiriremos los últimos dones de la sabiduría de Menua —dijo Secumos.

Informé a los reunidos de lo que había aprendido y cuáles suponía que eran los planes de César. También repetí lo que había dicho a Secumos sobre la naturaleza de los dioses romanos y los deberes de sus sacerdotes.

—Según el sistema de los romanos —les expliqué—, los sacerdotes son las únicas personas que pueden tratar directamente con el otro mundo, y ello a pesar de que, como sabemos, el Más Allá está a nuestro alrededor. En su ignorancia, los romanos también se refieren a los druidas como sacerdotes. Los helenos, que nos llamaban filósofos naturales, nos comprendían mejor.

—Comprender no les sirvió de ayuda —observó uno de los reunidos—. Roma subyugó a los helenos.

—En efecto..., como intentan subyugarnos a nosotros. Menua lo previó.

Aberth dio un paso adelante. Sin mirarme, se dirigió a la asamblea.

—Ainvar nos ha recordado lo sabio que era Menua. Yo os daré otro ejemplo. El Guardián del Bosque adiestró a su sustituto ideal, un joven fuerte con grandes dones y una buena cabeza. Ahora Menua se ha ido a los árboles, pero nos ha dejado a Ainvar. De todos nosotros, Ainvar es el mejor equipado y el que tiene mayores conocimientos para enfrentarse a la amenaza que preocupaba a Menua en las últimas estaciones de su vida.

Al oír estas palabras sentí que las orejas me ardían y miré resueltamente el suelo.

—Aunque no tiene precedentes —siguió diciendo Aberth—, creo que la pauta está clara. Si, tras haber escuchado el informe de Ainvar estáis de acuerdo conmigo en que Menua acertaba en su preocupación, os pido que votéis conmigo para hacer de nuestro druida el nuevo Guardián del Bosque.

Yo estaba estupefacto. Las expresiones de los rostros vueltos hacia Aberth me hicieron ver que los demás druidas estaban igualmente asombrados. Entonces, uno tras otro, aquellos mismos rostros se volvieron hacia mí. La sensación de que me juzgaban era abrumadora. Realzados por el poder del bosque, los sentidos experimentados del espíritu me sondeaban, examinaban y medían, evaluaban mis debilidades. Yo estaba desnudo ante la Orden de los Sabios.

—Déjanos, Ainvar —dijo Dian Cet—. Tenemos que discutir esto.

Quería protestar, exclamar: «¡Pero no estoy preparado! Las cosas suceden con demasiada rapidez, esto no es lo que había esperado, no comprendéis lo mal preparado que estoy...».

De repente cruzó por mi mente una imagen de Rix en el momento en que los arvernios gritaban que debía dirigirles. ¿Era eso lo que él había sentido, esa terrible sensación de ser arrastrado a unas aguas más profundas y agitadas?

No abrí la boca, no dije nada. Dejé que algunos me escoltaran más allá de los árboles, me senté en una roca y contemplé la bóveda celeste, tratando de aquietar mi interior.

Le pregunté a la Fuente si aquél era su deseo.

El cielo me devolvía la mirada, un solo ojo azul y fiero, vigilante.

De vez en cuando el viento me traía el sonido de las voces alzadas. A veces daban gritos. La decisión no resultaba fácil.

Durante mi vida no había sido elegido ningún Guardián del Bosque. Desconocía el procedimiento. Naturalmente, los druidas de cada tribu elegían a su jefe, pero quien era Guardián del Bosque sagrado de los carnutos era el principal druida de la Galia. Me resultaba difícil creer que entregaran semejante responsabilidad a un hombre que no había vivido por lo menos treinta inviernos.

Oí más gritos. En un momento de ofuscación pensé en entrar subrepticiamente y espiar las deliberaciones de los druidas de la misma manera que en otro tiempo espié el ritual secreto para matar al invierno. ¡No!, me reconvino mi cabeza. Semejante conducta sería impropia de un hombre al que consideraban como posible Guardián del Bosque.

Guardián del Bosque. Me envolvió una sensación de irrealidad y permanecí sentado, entrelazando los dedos, inseguro de qué debería pensar o sentir. Me pregunté si Menua había pasado por el mismo trance cuando le nombraron. ¿Por qué nunca se lo pregunté?

Tras un último grito se hizo el silencio. Un silencio largo, muy largo.

—Te estamos esperando —me susurró ásperamente en el oído una voz familiar.

Alcé los ojos y vi la cara del sacrificador.

Aberth me condujo de regreso al bosque. Los druidas que esperaban allí se habían subido las capuchas y no les veía los rostros. Ninguno habló ni siquiera reconoció mi presencia. Aberth me llevó a la piedra de sacrificios. Allí me recibió Dian Cet y se colocó detrás de mí, poniéndome las manos sobre los hombros.

Los druidas echaron atrás sus capuchas.

—¡Escúchanos! —gritó Narlos, el exhortador, a Aquel Que Vigila—. ¡Míranos! ¡Inhala nuestro aliento y sabe que somos una parte de ti! Hemos elegido a este hombre para que guarde tu bosque y se abra a tus secretos. Llénale, refuérzale. Es tuyo.

Las fuertes y seguras manos de Dian Cet me dieron la vuelta hasta colocarme de cara al altar. Aberth me hizo una seña para que me tendiera sobre la fría piedra. Así lo hice, y contemplé la pauta formada por las ramas sin hojas que se alzaban al cielo.

—¡Es tuyo! —gritaron al unísono los druidas reunidos.

Hicieron los signos de la invocación y cantaron las palabras del poder.

Yo había estado vacío; ahora estaba lleno. Lleno de la fuerza y las habilidades legadas por las generaciones que se habían tendido allí antes que yo y cuyo residuo vibraba a través de mí. El día era frío, la piedra estaba fría, pero mi alma ardía con un fuego antiguo.

Cuando me levanté ya no me sentí joven.

Aquella noche se ofreció a la Orden un festín en la sala de reuniones, insuficiente para contener a todos, por lo que también se usaron los alojamientos contiguos. Jamás me he sentido más incómodo. Parecía como si cada druida que había tenido algún contacto conmigo quisiera comentar mis dones y mis carencias públicamente, con un detalle angustioso. Puesto que yo era el presunto jefe druida, los dones se exageraban demasiado y a las carencias se les restó importancia, hasta que me levanté para recordarles que todo debía estar equilibrado. Esto suscitó otra ronda de alabanzas.

—¡Sabia cabeza! —exclamaron muchos, aplaudiendo.

Me senté y bajé la vista a mi copa. Al finalizar el festín, hicimos ofrenda de los restos al fuego, el agua y los cuatro vientos.

Tras una noche de insomnio, con las primeras luces del alba fui a la ceremonia de la toma de posesión. No había tiempo que perder, pues la Orden no podía quedarse sin cabeza.

El rito que me convertiría en jefe druida de los carnutos así como Guardián del Bosque Sagrado de la Galia era muy sencillo, como lo son todas las cosas importantes. Utilizando maderas sagradas de fresno, serbal y avellano, Aberth encendió un pequeño fuego en el claro del centro del bosque. Grannus me escoltó hasta el fuego y me arremangó la túnica por encima de los codos.

—Cruza las muñecas, Ainvar, y baja los brazos al fuego, lentamente —me instruyó Aberth.

Le obedecí, lenta, muy lentamente y doblando las rodillas, pues era alto. Y lentamente, los druidas congregados nos rodearon y, de pie entre los árboles, empezaron a cantar.

—Entrarás en la luz pero nunca sufrirás la llama.

Grannus me empujó los hombros, haciéndome bajar. Me agaché más cerca del fuego, sintiendo que su calor me envolvía. Las llamas rojas y doradas me lamieron los brazos y noté el olor del vello de mis antebrazos chamuscado.


¡Entrarás en la luz pero nunca sufrirás la llama!

Mantuve los brazos en el fuego durante un tiempo indeterminado hasta que el cántico se alzó convirtiéndose en un rito de triunfo que se detuvo abruptamente. Me levanté, aturdido. Aberth y Grannus me cogieron de cada brazo y los levantaron por encima de mi cabeza para que todos los vieran. También yo miré.

La piel no se había quemado.

Un suspiro colectivo de alivio sonó a través del bosque.

—¡Los espíritus te aceptan! —gritó Dian Cet.

Entonces los druidas se apiñaron a mi alrededor y soltaron exclamaciones admirativas ante el vello quemado y la piel blanca e ilesa. Alguien me preguntó si había sentido dolor.

—No —respondí sinceramente.

Ningún dolor, nada salvo una intensa quietud interior, como el silencio de la nieve.

—Muéstraselo a los árboles —me pidió Aberth.

Alcé los brazos de nuevo y tracé un lento círculo, en el sentido del movimiento solar.

Tras apagar el fuego y habernos embadurnado con sus cenizas, regresamos al fuerte. Ahora la Orden de los Sabios estaba de nuevo completa. Los demás druidas caminaban detrás de mí, ninguno a mi lado.

La Cabeza estaba sola.

CAPÍTULO XVII

—No he votado por ti —me dijo Sulis.

—Es igual. Probablemente yo tampoco habría votado por mí.

Había venido a plantearme uno de los muchos problemas que debía solucionar un jefe druida: si un tipo de hongo seco podía ser sustituido por otro. Los hongos se utilizaban para producir un humo que aliviaba los dolores de la parte posterior de la cabeza. Sulis era curandera y herborista, pero la formalidad exigía que todo cambio en el ritual fuese sancionado por el jefe druida.

Hasta que esas tareas interminables recayeron en mí, no aprecié plenamente lo exigente que era la profesión. Menua había hecho que pareciera fácil. Yo era el jefe druida desde hacía cuatro noches y apenas había dormido, por no hablar del lujo de tomar una comida sin prisas. Todo el mundo tenía problemas. Todos me necesitaban.

—Puedes usar éstos —le dije a Sulis, indicando una selección de hongos secos y ennegrecidos.

—¿Estás seguro? Yo habría preferido...

Mi cabeza me advirtió que si no establecía entonces mi autoridad con aquella mujer nunca lo haría.

—¡Úsalos! —le grité, imitando con mucha precisión la voz atronadora de Menua.

Giré sobre mis talones y me alejé.

Una mujer no puede discutir contigo si no te quedas donde estás y discutes.

Recorrí el fuerte, respondiendo preguntas, dando opiniones, instruyendo y advirtiendo. Mi presencia provocaba susurros, pero yo fingía no oírlos. Se especulaba sobre lo apropiado de mi nombramiento como jefe druida, naturalmente, pues mi edad invitaba a ello, pero la mayoría de los susurros se referían a Lakutu.

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